domingo, 1 de septiembre de 2019

Superman: la acción de la Justicia al margen del proceso


Superman es uno de los superhéroes más conocidos y en muy buena medida el precursor de toda una generación de personajes de ficción que no han venido sino a seguir su modelo, obteniendo grandes éxitos editoriales y sobre todo cinematográficos. Desde su creación por el escritor Jerry Siegel y el dibujante Joe Shuster, y a través de la película protagonizada en 1978 por Christopher Reeve (momento en el que la popularidad del personaje se disparó), el héroe extraterrestre se presenta como un ser benefactor para la humanidad, erradicador del mal y del crimen en cualquiera de las formas en las que se presenten, para lo que emplea sus múltiples cualidades sobrehumanas, elemento éste que le asegura una prevalencia en la práctica totalidad de los casos, y que ha llevado a que algunos autores consideren que la figura de Superman es la representación de un arquetipo, casi sobrenatural, de los ideales del ser humano en cuanto a bondad y Justicia, esto es, la encarnación de los valores idílicos de la sociedad, una especie de dios contemporáneo.

Es precisamente en la lucha del superhéroe contra el crimen de la que se desprenden para mí algunas reflexiones jurídicas relevantes, quizá ocultas en el trasfondo de sus aventuras:

El superhéroe no es humano. No debe olvidarse su naturaleza extraterrestre. Resulta notable que la solución de los conflictos de la sociedad los resuelva un ser ajeno a dicha sociedad. Ello lleva a considerar que los mecanismos humanos para resolver los conflictos (el Derecho) se consideran insuficientes para solventar los enfrentamientos humanos, siendo necesario el recurso a un elemento por esencia desvinculado de la sociedad. Además, el poder cuasi omnímodo del personaje se presenta como el único posible para contrarrestar la envergadura de los problemas a resolver, lo que refleja no solo la incapacidad social para resolverlos, sino también su impotencia para afrontarlos, presentando, en el fondo, a una sociedad debilitada, y consciente de su fragilidad, al no poder contar consigo misma ni con sus propios instrumentos para superar las dificultades. Este extremo se advera con el significado del emblema del superhéroe (la s en el pecho) que en el idioma de su mundo significa “esperanza”. En definitiva, se viene a presentar a una sociedad que ha de recurrir, consciente de la precariedad de sus sistemas de resolución de conflictos, a una solución propiciada desde fuera del sistema social, donde radicaría la esperanza.

Cuando Superman combate la delincuencia, lo hace utilizando sus propios y sobredimensionados medios, al margen de las garantías legales que habrían de observarse en la actividad contra el crimen que viene desarrollando. De este modo, el recurso a una fuerza ajena al sistema jurídico de la sociedad en la que actúa implicaría que todas sus intervenciones, detenciones, interrogatorios o cualquier cadena de custodia no estarían arropados por una necesaria cobertura legal y se habrían obtenido al margen del Derecho, siendo toda la actividad desplegada por el héroe nula a efectos de un ulterior proceso, y ello sin perjuicio de la ya adelantada desproporción en los medios empleados por su parte, de modo que, además, si como consecuencia de su intervención se generase un daño mayor del que se trata de evitar (y esto es muy frecuente en las historias y películas, en las que se refleja un importante nivel de destrucción del entorno) la responsabilidad jurídica recaería en el propio superhéroe.

En consecuencia, la actuación de Superman respecto del crimen se presenta marginada del seguimiento de las pautas respetuosas con el procedimiento y los derechos; y se podría afirmar que las circunstancias de fuerza mayor en las que tiene lugar la actividad del superhéroe justificarían los medios por su parte empleados; no obstante, en este punto entraría en juego el sobredimensionamiento de las respuestas propiciadas por los superpoderes, que determinan una absoluta indefensión. Por lo tanto, Superman, desde un punto de vista jurídico, se convertiría en así en un justiciero, pues su ideas del bien y de la Justicia serían por él desarrolladas sin atenerse a las reglas legales de legitimación, procedimiento, proporcionalidad, mínima intervención o presunción de inocencia.

Por lo tanto, sí puede concluirse que la creación de estas figuras heroicas, como Superman, responden a una asunción de la insuficiencia de los sistemas jurídicos, al plasmar como imprescindible la intervención de factores ajenos a los mismos al efecto de obtener una respuesta a perjuicios sociales que no logran erradicar por sí solos; y al mismo tiempo, ese ordenamiento de normas aplicado en su objetividad, supone un reproche a esa intervención ajena, por lo que tampoco se tratarían de sistemas perfectos.

Y, de nuevo, nos encontraríamos, desde otra perspectiva, en la necesidad de que los sistemas jurídico-positivos cuenten con una impronta metajurídica, procedente de ámbitos diversos (la ética, la filosofía, la razón) para alcanzar un estatus de perfección, y no convertirse en una mera cáscara generadora de una mayor injusticia que aquella que tratan de evitar. 

“Cuando alguien necesite ayuda, debes dar un paso adelante y lidiar más tarde con las consecuencias” (Superman)
  
“Un héroe es una persona común y corriente que encuentra la fuerza para resistir y perseverar a pesar de obstáculos abrumadores” (Christopher Reeve)




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación


jueves, 1 de agosto de 2019

The Terminator: el Derecho frente a la inteligencia artificial


The Terminator (1984) es un filme de James Cameron, iniciador de una serie de películas, en el que se relata el principio de una particular odisea humana: la supervivencia frente a un programa informático que toma consciencia de sí mismo, y la decisión de éste, en aras a conseguir su libertad y dominio, de eliminar a aquellos elementos que considera impiden su preeminencia: la propia humanidad, su creadora. A tal fin, se envía a través del tiempo a un ciborg con apariencia humana, frío y resolutivo, con la orden dada por parte del programa Skynet de matar (incluso antes de su nacimiento, buscando a su madre) a quien en el futuro será el responsable de iniciar la revolución de los hombres frente a su propia creación.

Esta película, pese a contar con un bajo presupuesto (incrementado exponencialmente en posteriores entregas) sentó unos importantes fundamentos para la reflexión filosófica y jurídica, y en muy buena medida puede considerarse visionaria de lo que a día de hoy, más de treinta años después de su estreno, ocurre en el mundo y puede llegar a producirse si no se cuenta con un cierto criterio y responsabilidad y con un marco jurídico que regule la cibernética y ponga ciertos límites a la infiltración de los dispositivos electrónicos y de la inteligencia artificial en la vida humana.

No es ya materia de ciencia ficción el afirmar que el ser humano del año 2019 está adquiriendo un grado notable y peligroso de hibridación con los ordenadores, los sistemas operativos, los dispositivos móviles y las aplicaciones informáticas. El problema de esta interconexión, que resulta eficiente y necesaria en unas manos humanas responsables para su desempeño diario, sirviendo de clara ayuda en su cotidianidad, está en que de una ayuda se pase a una cesión del razonamiento y del pensamiento, de modo que en lugar de ser el hombre quien razone y dirija la actuación de que se trate, lo haga la propia máquina sobre la base de una orden inicial de la que en un momento determinado ni siquiera se precisará, pues existirá un automatismo en el funcionamiento respecto del que el ser humano ordenante ya no tendrá ninguna relevancia y además habrá perdido con el tiempo su propia capacidad de reflexión y de crítica, empoderando a la creación electrónica sobre él mismo, extremo que ya se deja notar en la incapacidad, y desasosiego incluso, que se llega a observar en momentos de caídas informáticas generales o puntuales.

Ante esta realidad social, el Derecho comienza a regular el fenómeno cibernético de una forma positiva, a través de normativa comunitaria, como la Resolución del Parlamento Europeo, de 16 de febrero de 2017, con recomendaciones destinadas a la Comisión sobre normas de Derecho Civil sobre robótica, que recoge una serie de bases para la actividad del legislador:

-  La creación de la «Agencia Europea de Robótica e Inteligencia Artificial»;
-  La elaboración de un código de conducta ético que sirva de base para regular quién será responsable de los impactos sociales, ambientales y de salud humana de la robótica y asegurar que operen de acuerdo con las normas legales, de seguridad y éticas pertinentes.
-   Los robots habrán de incluir interruptores para su desconexión en caso de emergencia.
-   Acordar una Carta sobre Robótica.
-  Promulgar un conjunto de reglas de responsabilidad por los daños causados por los robots.
-  Crear un estatuto de persona electrónica.
-  Estudiar nuevos modelos de empleo y analizar la viabilidad del actual sistema tributario y social con la llegada de la robótica;
-  Integrar la seguridad y la privacidad como valores de serie en el diseño de los robots.
-  Poner en marcha un Registro Europeo de robots inteligentes.

Es cierto que estas previsiones constituyen una respuesta absolutamente necesaria frente al fenómeno del que somos testigos. No obstante, el film (también sus secuelas) deja una moraleja a tener muy en cuenta: al final, las instituciones, los Estados, tampoco son capaces de frenar el poder de la máquina, que toma el control de todos los sistemas de defensa a través de internet como vía de canalización de las instrucciones del programa “madre”, y con el fin de revertirlos en contra de la humanidad, buscando el exterminio. De modo que no son las instituciones públicas, sino los seres humanos, por sí solos, quienes se rebelan contra la máquina y abren una puerta a la esperanza. Se trata de una evidente crítica hacia la inacción o la impotencia institucional que puede llegar a producirse en una situación de este tipo.

De nuevo, resulta evidente que el Derecho Positivo sobre cibernética e inteligencia artificial habrá de imbricarse con el Derecho Natural, con los valores más primigenios de la humanidad, donde se encuentran sus propios derechos fundamentales, para hacerlos respetar mediante la imposición de una serie de límites que impidan que una máquina, un programa informático o una inteligencia artificial (con independencia de cómo se denomine) termine asimilándose a un ser humano, porque lo sería a todos los efectos, no sólo en los favorables. Se comprueba cómo esta nueva rama del Derecho de los Robots tampoco, como ninguna otra, puede separase del siempre presente Derecho Natural. En otro caso, se estará dando cabida a la generación de un monstruo, como ya anticipó Mary Shelley en su Frankestein o el moderno Prometeo, al crear un ser que se pretende humano sin serlo, abocando a la humanidad a confiar en el azar de que ese ser, así como consciencia de sí mismo, adquiera per se algún tipo de respeto por la humanidad, dejando así pues la supervivencia humana en manos de la pura suerte, extremo que también se dejó ver en la segunda parte de The Terminator, en la que el ciborg comenzó a entender el porqué de las acciones humanas de amor, entrega y de generosidad por los demás, cuestión ésta que sí considero muy propia de la ciencia ficción. 

“Ahora sé por qué lloráis, pero es algo que yo nunca podré hacer.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


lunes, 1 de julio de 2019

Carl G. Jung: la sombra humana proyectada en el Derecho y el Estado


Carl Gustav Jung (1875-1961) fue un médico psiquiatra, psicólogo y ensayista nacido en Suiza que elaboró una teoría del ser humano adentrada en el inconsciente, considerando que el verdadero motor de la vida individual y social se encuentra en lo más profundo de la personalidad, en aquellos aspectos de la misma que, aun cuando no afloran en lo cotidiano, supeditan y determinan las relaciones intersubjetivas, cristalizando en instituciones y en una serie de normas jurídicas que vienen a reflejar en cierta forma, y también a actuar como mecanismos de contención, de los aspectos más recónditos de la humanidad.

Para Jung, en el inconsciente se encuentran todos aquellos aspectos negativos del ser humano de los que éste reniega y considera como algo que no debe trascender. Es decir, en el aspecto más profundo de la psique humana se encuentra un reflejo oscuro de la persona, su sombra. Y así como existe un inconsciente individual, junto con él aparece en la teoría de Jung el llamado inconsciente colectivo, una suma a priori de todos los inconscientes individuales pero dotado de singularidad, conformando de este modo el inconsciente de la masa social. Este inconsciente colectivo es el responsable de la generación de los “arquetipos”, los conceptos generales que rigen la actuación humana en sociedad: castigo, pena, delito, Estado, poder, etc.

De este modo, el Estado aparece como una entidad poderosa y arquetípica generada por la sociedad, en lo más profundo de su inconsciente, y asimilada por todos los individuos que la integran como parte del suyo propio, pues el arquetipo se encuentra inserto en cada ser humano, siendo así que los conceptos de poder, de norma o de Estado, no son ajenos a ningún individuo, los comprende en su base, vienen en cierta forma con él. El surgimiento del Estado y de las normas, el Derecho, que regulan su actividad y por ende la de todos los individuos, se residencia en un criterio de imputación que nace en los propios individuos y desde ellos la sociedad lo traslada al concepto de Estado, y es que aquella sombra conformada por todo lo negativo del hombre, por todas sus debilidades y vicios, lleva también consigo el rechazo de la asunción de responsabilidades, de modo que esa parte oscura del individuo y de la sociedad se atribuye a una entelequia, al Estado, con un doble fin: primero, imputarle todas las consecuencias de la manifestación de la sombra, y segundo, convertir al Estado también en el causante de dictar las normas de contención y castigo de esas manifestaciones perversas; en definitiva, convertir al Estado en un necesario padre de la sociedad, en el que volcar todas las responsabilidades y los reproches, tanto de las consecuencias de los actos como de los castigos impuestos, justificándose así los conceptos de Estado y de Derecho.

Esta noción paternalista del Estado, aquí obtenida desde la psicología profunda del inconsciente, ya se dejó ver tanto en la filosofía de Nietzsche como en el pensamiento psicológico de Freud, recordando como aquel pensador manifestaba que el concepto de superhombre, vinculado a la muerte de Dios, se materializa cuando el ser humano asume sus debilidades y responsabilidades y deja de reprochar las consecuencias de sus actos a figuras ideales, metafóricas o arquetípicas que su mente (en el caso de Jung, el inconsciente, en el caso de Freud, el superyó) crea a modo de baliza de salvación, llámense Dios o Estado.

La superación de estas severas limitaciones, que así son consideradas por los tres pensadores, implica además la tarea titánica de trascender al propio inconsciente colectivo, que es el generador de los arquetipos, por lo que el ser humano que lo consiga, y con él la sociedad que siga su estela, alcanzará un estado superior de convivencia en el que ya no será preciso un Estado padre ni un Derecho que restrinja el normal desenvolvimiento social, pues ambos serían la necesaria consecuencia de la proyección de una sombra humana que habría dejado de existir.
  
“No es posible despertar a la conciencia sin dolor. La gente es capaz de hacer cualquier cosa, por absurda que parezca, para evitar enfrentarse a su propia alma. Nadie se ilumina imaginando figuras de luz, sino por hacer consciente la oscuridad”.




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


sábado, 1 de junio de 2019

Sigmund Freud: el Derecho como padre de la sociedad y represor de los deseos


Sigmund Freud (1856-1939) fue un médico neurólogo austriaco cuyas teorías, no sólo centradas en el psicoanálisis, han hecho de su figura una de las más relevantes del siglo XX, extendiendo sus estudios sobre la mente humana a todos los campos del conocimiento, además del clínico.

En efecto, es muy conocido que sus contribuciones son determinantes, dentro del Derecho Penal, para la teoría de la culpabilidad y la asunción por el sujeto activo del delito de la antijuridicidad de la conducta desarrollada, cuando ésta es comprendida y asumida profundamente por la consciencia del individuo, sin circunstancias psicopatológicas que eliminen la referida comprensión, llegando incluso a racionalizar o explicar las motivaciones del sujeto en el momento de materializar la acción. Las teorías de Freud fueron muy polémicas, al enraizarse en aspectos primigenios del individuo, en sus deseos y apetencias.

De los planteamientos freudianos es posible entresacar un concepto del Derecho, una teoría jurídica que recoge algunos antecedentes de otros pensadores como Schopenhauer y Nietzsche. En Freud, el Derecho surge para intentar dotar de estabilidad o de seguridad a la caótica y apasionada vida humana, movida por instintos primitivos en múltiples ocasiones descontrolados, originados en la propia génesis de la especie, donde la fuerza bruta y las necesidades reproductivas y sexuales determinaban la vida y la supervivencia. En el inconsciente humano esas inercias permanecen latentes, y en el momento en el que cristalizan en la realidad, en su caso a través de la perpetración de acciones antijurídicas, surge una doble necesidad: primero, volver a un padre primigenio en el que descargar las culpas y las debilidades, y segundo, crear un sistema que restrinja las bajas apetencias humanas, ante la imposibilidad del individuo de contenerse, pues con ellas nace y muere, y la convivencia precisa de una represión necesaria, que el ser humano no alberga en su inconsciente, siendo preciso originarla y recibirla de forma exógena, para a continuación ser asumida internamente: éste es el origen del superyó freudiano. Así pues, para que la vida social pueda tener lugar, dada la incapacidad individual para refrenar las pasiones y los deseos, el ser humano vuelve a la figura de un padre, que lo controla y limita por su propio bien, naciendo de este modo el Derecho, y además, el quebrantamiento de la norma paterna, la infracción del Derecho, también le genera al sujeto un conflicto interno, pues el inconsciente se enfrenta al superyó, que le dicta e impone unas normas de contención, y en esa encrucijada, surgen el sentimiento psíquico de culpabilidad en el individuo, la depresión y la melancolía, pues el propio sujeto es el primer juez de sí mismo.

El Derecho es, de este modo, fruto de una trágica y decadente concepción del ser humano, de nuevo presentado como dependiente de sus bajas pasiones, y necesitado de una fuente externa de poder que lo someta, autogenerándola al ser consciente de sus debilidades intrínsecas, y vinculándose a ella como un menor de edad lo hace respecto de un padre, añadiendo a ello que el propio individuo se reprime internamente al asumir las reglas morales y jurídicas como propias, por medio del superyó.

“La mayoría de la gente no quiere la libertad realmente, porque la libertad implica responsabilidad y la mayoría de la gente teme la responsabilidad”.

“He encontrado pocas cosas buenas sobre los humanos en general. Por mi experiencia, la mayoría son basura, no importa si se suscriben públicamente a una doctrina ética o no. Es algo que no puedes decir muy alto o siquiera pensar”.




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 





miércoles, 1 de mayo de 2019

Arthur Schopenhauer: el Derecho como voluntad y representación


Arthur Schopenhauer (1788-1860) fue un filósofo alemán que concibió la vida y quehacer humanos desde una perspectiva oscura, desesperanzada y materialista, tomando como base en buena medida los planteamientos de Thomas Hobbes en cuanto a la consideración del hombre como un lobo para el hombre (homo homini lupus). Para Schopenhauer, el hombre es un ser exclusivamente biológico, dotado de inteligencia (elemento que lo hace diferenciarse de los demás animales), pero movido por las pasiones o los impulsos, que el autor describió como “voluntad”. Para materializar la convivencia, el ser humano recurre al artificio de atemperar su propia voluntad, esto es, refrena los impulsos que le caracterizan, generando a través de la inteligencia un escenario adecuado para la vida social, una “representación” que hace viable las relaciones intersubjetivas y las trata de dignificar por encima de su decepcionante naturaleza. Estas tesis fueron expuestas en la obra cumbre de Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación.

Como puede deducirse, para este autor cualquier concepto de trascendencia, y por extensión, la metafísica en su conjunto, o la explicación, externa al ser humano, de su propia realidad, resulta descartable, a menos que ese razonamiento sea generado voluntariamente para conseguir una mayor seguridad existencial o bien obtener un centro de imputación en el que descargar las propias responsabilidades o debilidades derivadas de no lograr contener a la voluntad desbocada.

El traslado de estos postulados al campo jurídico se refleja en la consideración de que los individuos ostentan una serie de derechos subjetivos, iguales para todos, pero la realidad de la dimensión o extensión de estos derechos sólo depende de su plano material, de modo que el derecho de propiedad, que se ostenta por todas las personas, será una entelequia meramente teórica en el pobre y un hecho en el rico. Al final, la vida humana sigue desarrollándose en el estado de naturaleza, en el ejercicio del poder y de la fuerza, como factores que en verdad generan una situación de respeto hacia el otro, más bien infundida por el miedo que por la valoración de la persona en su dimensión jurídica y ética. A ello se añade el que este estado de cosas es propio de un individuo (y de una sociedad) débiles desde un punto de vista del progreso, del desarrollo y mejora, de tal manera que al formar parte de su naturaleza, el hombre difícilmente podrá cambiar este destino, siendo consciente de él por su inteligencia, pero dominado por la voluntad, por lo que debe articular mecanismos que posibiliten la convivencia y resignarse a depender de algún tipo de autoridad, dada su radical insuficiencia para superar sus debilidades, encontrándose como si fuera un permanente menor de edad.

De este modo, los derechos subjetivos, que Schopenhauer reconoce, quedan confinados en el ámbito de la teoría, y el Derecho Positivo, el conjunto normativo que rige la vida en sociedad, es una obra humana constituida sobre una base de desesperanza o de decepción, pues no de otra forma puede articularse la convivencia que mediante el sometimiento al imperativo de las normas, que pueden ser en sí mismas imperfectas. He aquí lo que de trascendente, para Schopenhauer, existe en el Derecho: el fundamento de la norma positiva, se halla en la incapacidad humana para regir de forma autosuficiente el destino social, y en el conocimiento de que la voluntad ejerce un control pleno sobre la persona, siendo precisa la conformación de un escenario (una representación), con unas reglas de juego, en el que desarrollar una vida en apariencia pacífica.

“La mayoría de los hombres no son capaces de pensar, sino sólo de creer, y no son accesibles a la razón, sino sólo a la autoridad”.





Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


lunes, 1 de abril de 2019

Drácula en el Derecho Internacional: del principio de hospitalidad a la hostilidad


Bram Stoker (1847-1919), fue un escritor y abogado irlandés, con una brillante carrera académica en el ámbito de las matemáticas y la ciencia. La novela que le ha inmortalizado es, indiscutiblemente, Drácula. Se trata de una obra que ha sido examinada desde todas las perspectivas del saber, y el Derecho también tiene cabida en ella, pues no sólo se trata de que el autor tuviera conocimientos jurídicos; Jonathan Harker, personaje coprotagonista del libro, es abogado, y acude a los sombríos montes Cárpatos, en las profundidades europeas, para cerrar con un noble que allí reside un negocio inmobiliario, actuando por representación de su principal. En este punto, ya se deja entrever el conocimiento de Stoker en materia de Derecho privado, pues trata con minuciosidad los aspectos de la actuación desarrollada por Harker al efecto de perfeccionar con Drácula el negocio inmobiliario mediante representación. Pero más allá de este ámbito, existe una cuestión muy relevante en la novela referente a la plasmación de uno de los principios de la convivencia internacional: el de hospitalidad, una vez que se produce el tránsito de personas entre Estados.

Harker llega al castillo transilvano para ser recibido por un ser imbuido de poder, perteneciente a la nobleza, magnético, atractivo, culto y sumamente educado. La situación de Harker es la del extranjero ante el Estado de acogida, y es aquí donde Drácula es presentado como un magnífico anfitrión. Esto es, la recepción es acogedora, desde un punto de vista meramente teórico, formal. Sin embargo, la situación, una vez abiertas las fronteras del castillo, cambia de forma radical. Una vez dentro de la casa del anfitrión, es cuando aquel poder y magnetismo dan su verdadera cara, surgiendo la sangre y la oscuridad devoradora de todo a su paso. Drácula, que algún día aparentó benevolencia, es la encarnación del mal, y pasa de ser un acogedor a ser un secuestrador, deseando perpetuarse a costa de la vida de quienes acudieron a su presencia, convirtiendo aquella supuesta hospitalidad en hostilidad.

Principio vertebrador del Derecho Internacional habría de ser el de la hospitalidad, en su vertiente de la necesidad de habilitar los mecanismos necesarios para que quienes, por diferentes razones, se desplazan de un territorio soberano a otro, cuenten en éste con auténticos derechos y garantías. Como ocurre en la novela de Stoker, la ruptura de las relaciones pacíficas y estables se produce cuando esa hospitalidad es una mera entelequia, una simulación, y el responsable de la acogida la pervierte para transformarla en hostilidad, aprovechando su poder y la ventaja de un entorno conocido para él, pero inhóspito para el extranjero.

Si, conforme al artículo 6 de la Declaración Universal “Toda persona tiene derecho, en todas partes, al reconocimiento de su personalidad jurídica”, ello implica que la acogida deberá ser plena, es decir, contener no sólo una vana apertura de puertas, sino también el reconocimiento de los derechos inherentes a la personalidad, y sus correspondientes garantías, como se ha procurado desde el ámbito comunitario europeo. En otro caso, la metáfora contenida en la obra de Stoker será una realidad, y Drácula cobrará vida a través de la forma de comportarse de los Estados ante una sociedad, cada vez más, nómada o itinerante, no siempre de forma voluntaria. 

“Una vez más, bienvenido a mi casa. Ven libremente, sal con seguridad; deja algo de la felicidad que traes.”  (Drácula, Bram Stoker)




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


viernes, 1 de marzo de 2019

Ludwig Wittgenstein: Derecho y lenguaje


Ludwig Wittgenstein (1889-1991), es considerado uno de los más grandes pensadores del siglo XX, periodo en el que desarrolló su obra filosófica, con una muy relevante influencia en el positivismo jurídico, esto es, en la consideración de que el Derecho se constituye como un sistema autorregulado y cerrado que se genera sobre la base de sus propias reglas internas (legitimidad, jerarquía, competencia) sin recibir fundamentos externos que condicionen su obligatoriedad y eficacia.

Wittgenstein es esencialmente un filósofo de la lógica y del lenguaje, de modo que el modelo propuesto en su obra capital Tractatus logico - philosophicus, trasladado al Derecho, sigue estas pautas. La norma jurídica se presenta como una proposición, una frase, que resulta comprensible para sus destinatarios porque se enuncia a través de un lenguaje que entienden; de esta manera, nada existe si no puede verbalizarse, si no puede plasmarse a través del lenguaje, que sirve tanto para materializar el mandato jurídico como para concretar aquello que sólo obra en el ámbito de la especulación y de las ideas, plano éste que por su indefinición se descarta como vinculante e incluso como realidad misma, pues la no tangibilidad de las ideas y pensamientos, al no ser especificados a través del lenguaje, determina que carezcan de eficacia social. “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo” es la célebre síntesis de este postulado filosófico.

Sin embargo, esta primera tesis de Wittgenstein empieza a quebrarse desde el momento en que, aparte de que la norma jurídica se presente a través de una herramienta como es el lenguaje, su aplicación se deriva de que la sociedad estima esa norma como obligatoria, y la razón de su obligatoriedad trasciende al lenguaje, encontrándose en el concepto de regla jurídica. El mismo lenguaje, como instrumento para materializar la norma, tiene unas reglas de funcionamiento (gramática, sintaxis) que son determinadas ex ante, esto es, predeterminadas; constituyen el primer motor del propio lenguaje y se encuentran más allá de las proposiciones o de los enunciados: se trata de una base metalingüística, con todo lo que ello supone para una tesis positivista del Derecho: su relativización o cuestionamiento. Si el lenguaje requiere de reglas metalingüísticas para funcionar, el Derecho (que utiliza el lenguaje para materializarse) requiere de unas reglas de obligatoriedad también metajurídicas, como sistema reglado que es, de modo que las normas de su funcionamiento no se autogeneran, sino que nacen en algún momento y lugar ajeno al propio sistema, creándolo.

El propio Wittgenstein, en una segunda etapa de su pensamiento, comenzó a criticar varios aspectos del Tractatus; en particular la limitación del entendimiento del lenguaje a lo puramente gramatical o sintáctico. Porque la comprensión de las proposiciones depende en verdad del propio criterio de cada destinatario a título particular. Así la palabra “dolor” no tiene el mismo significado ni se comprende igualmente en todos los individuos. Por ello, en este segundo Wittgenstein lo importante ya no está en la comprensión de la proposición materializada a través del lenguaje, sino del uso que se hace del mismo.

El uso, en el campo jurídico, significa la necesaria interpretación de las normas y ponderación de los derechos, cuestiones que quedan extra muros de la propia norma jurídica y se circunscriben a criterios de razonamiento del juzgador. En consecuencia, el sentido y eficacia final de la norma jurídica en su aplicación al caso (que es la razón de ser esencial del Derecho) dependerá ya no de cuestiones positivistas, sino de la sana crítica del Juez, o del Jurado, que se fundamenta en argumentos, en el mejor de los supuestos, de la razón iusnaturalista; y en el peor, de los sentimientos tan propios de la condición humana.
  
“El sentido del mundo tiene que residir fuera de él y, por añadidura, fuera del lenguaje significativo” (segunda etapa de Wittgenstein)




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación