sábado, 1 de febrero de 2020

Benito Pérez Galdós: una visión realista del Derecho


Benito Pérez Galdós (1843-1920) fue un insigne novelista español, nacido en Las Palmas de Gran Canaria, diputado en Cortes y Académico de la Lengua. Sus Episodios Nacionales constituyen uno de los hitos de la literatura española, sin perjuicio de otras importantes obras, en las que Pérez Galdós retrató, de una forma muy nítida, el devenir de la historia y de la sociedad española. En efecto, está considerado como uno de los más relevantes representantes del realismo en la literatura; sus obras participan del movimiento y del latir diario de la vida que rodeaba al propio autor, de las conversaciones que él mismo escuchaba y en las que participaba, confiriendo a su obra una impronta de cercanía, de proximidad, más allá de su naturaleza novelesca.

Entre los múltiples aspectos que Pérez Galdós trató en sus obras, el autor reflexionó sobre la honradez y el trabajo como servidor público en su obra Miau (1888), en la que se presenta a un probo funcionario, dedicado en cuerpo y alma a la Administración, Don Ramón Villaamil, que a poco tiempo de jubilarse, es cesado de su puesto. La visión de Villaamil hacia la situación que vive es de frustración por desconocer el motivo del cese, y al mismo tiempo contemplar cómo otras personas, no sólo no son cesadas, existiendo fundamento objetivo para ello, sino que ascienden en su carrera. El protagonista de la novela va generando una amargura existencial, rozando la misantropía, y así como en la vida laboral su forma recta y seria de proceder ya generaba a su alrededor una cierta chanza (apodándole M.I.A.U. de forma similar al I.N.R.I. de Jesucristo), para posteriormente, ante sus denonados e infructuosos intentos de reincorporarse, ser prácticamente tomado por un desquiciado, además, en la vida familiar contaba con un yerno, también funcionario, que se jactaba de entrar y permanecer en una rueda no muy ajustada al rigor del procedimiento administrativo, ante lo que el protagonista se encontraba en una completa desazón vital. La esposa de Villaamil se lo llegaba a decir expresamente: «Ahí tienes por lo que estás como estás, olvidado y en la miseria; por no tener ni pizca de trastienda y ser tan devoto de San Escrúpulo bendito. Créeme, eso ya no es honradez, es sosería y necedad». Y a su vez, el yerno, marcado por ciertos caminos de corrupción, le llegaba a expresar: «al padre de familia, al hombre probo, al funcionario de mérito, envejecido en la administración, al servidor leal del Estado que podría enseñar al ministro la manera de salvar la Hacienda, se le posterga, se le desatiende y se le barre de las oficinas como si fuera polvo. Otra cosa me sorprendería; esto no. Pero hay más. Mientras se comete tal injusticia, los osados, los ineptos, los que no tienen conciencia ni título alguno, apandan la plaza en premio a su inutilidad… Así es el mundo, y así nos vamos educando todos en el desprecio del Estado, y atizando en nuestra alma el rescoldo de las revoluciones. Al que merece, desengaños; al que no, confites. Esta es la lógica, todo al revés; el país de los viceversas...».

Los acontecimientos de la novela concluyen con el suicidio de Villaamil, quien decide poner fin a su vida ante la imposibilidad de conciliar su personalidad y su concepto de servicio con el mundo que le rodea. Sólo le quedó la libertad para decidir sobre su propia existencia; una dimisión de la vida.

Desde un plano jurídico, la situación plasmada refiere a una aplicación del Derecho (en un cierto contexto, aunque extensivo a cualquier otro ámbito social) que lleva aparejado un sentimiento de desilusión o de decepción hacia unas normas que, de alguna manera, no impiden que un devenir de acontecimientos, en principio, contrario a ellas, se produzca en la realidad; y por otro lado, no posibilitan el reconocimiento, en justicia, del mérito merecido. En definitiva, Pérez Galdós plasma una instrumentalización (o un mecanicismo, en el mejor de los casos) del Derecho que, lo que en verdad genera, es una situación global de injusticia. El yerno de Villaamil así se lo decía: «¿No hemos de ponernos a cubierto de la ingratitud del Estado, agradeciéndonos nosotros mismos nuestros leales servicios? La recompensa es el principio de la moralidad, es la aplicación de la justicia, del derecho, del ius a la administración. Un Estado ingrato, indiferente al mérito, es un Estado salvaje».

En definitiva, el autor lleva a una manifestación del aforismo summum ius, summa iniuria, desde una concepción del Derecho no imbricada con aspectos metajurídicos imprescindibles, ubicados en el ámbito de la ética pública y de la moral. De nuevo, se comprueba que un conjunto de normas jurídicas, ya sean reguladoras de sectores o aspectos que se entiendan como más o menos grises, más o menos atractivos o interesantes, si no se enlazan con los principios del Derecho Natural, con los más elementales valores de humanidad y Justicia, o si quienes deben aplicar estas normas no los hacen resplandecer, convierten al Derecho algo contrario a sí mismo, una cobertura arbitraria de la injusticia que además propicia y alienta la degradación del sistema, por la desesperanza de quienes, inermes, nada pueden combatir, de ahí el desenlace final del protagonista de Miau.

«Hijo mío, ve aprendiendo, ve aprendiendo para cuando seas hombre. Del que está caído nadie se acuerda y lo que hacen es patearle y destrozarle para que no se pueda levantar…»

«Adiós, mis queridos amigos. No me atrevo a deciros que me imitéis, porque sería inmodestia; pero si sois jóvenes, si os halláis postergados por la fortuna, si encontráis ante vuestros ojos montañas escarpadas, inaccesibles alturas, y no tenéis escalas ni cuerdas, pero sí manos vigorosas; si os halláis imposibilitados para realizar en el mundo los generosos impulsos del pensamiento y las leyes del corazón, acordaos de Gabriel Araceli, que nació sin nada y lo tuvo todo.» (La Batalla de los Arapiles; Episodios Nacionales)




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


miércoles, 1 de enero de 2020

Santa Claus: una perspectiva jurídica


Santa Claus o Papá Noel es la encarnación legendaria de un santo de la Iglesia Católica, San Nicolás de Bari (270-345/352), obispo cristiano de procedencia turca, quien desde joven manifestó un especial cariño y protección hacia los pobres y sobre todo hacia los niños, obrando múltiples milagros que hicieron de él un hombre muy querido, patrón de diversas naciones y posteriormente un santo cuya impronta cultural sigue hoy plenamente viva. 

La tradición (y, tal vez, algo que trasciende la costumbre, o que la ha fundamentado haciendo posible su inmortalidad) expresa que este santo, bajo la apariencia de un afable hombre de barba cana, todas las noches del día 24 de diciembre, previas al día de Navidad, recorre los hogares de la humanidad y deja regalos, como le gustaba hacer en vida, reflejando su amor especialmente hacia los niños. Dios lo dotó de la capacidad de trascender los límites del espacio y del tiempo, y como un ser sobrenatural, se materializa cada año, independientemente del devenir de los tiempos, a través de los presentes que aparecen debajo del árbol de Navidad o en algún rincón de la casa.

Sin embargo, esta visita de Santa Claus confronta con las normas jurídicas humanas, que no están confeccionadas para articular un fenómeno como el que aquí se describe, de carácter esencialmente mágico. Desde la objetividad que ofrece el Derecho, nos encontraríamos con una presencia en un domicilio que no es la de alguien que sea su propietario o su legítimo ocupante, ni tampoco se trataría de alguien que haya sido invitado expresamente por el morador, sino que aparece cómo y cuándo quiere, de forma que se podría plantear la fórmula para conseguir desalojar de la vivienda a Papá Noel en el caso de ser localizado in fraganti en la casa (lo que por otro lado no suele ocurrir, aunque hay evidentes signos de su acceso y estancia).

Primero, desde un punto de vista civil, obviamente la vía del desahucio no sería adecuada, pues no se trata del inquilino que no paga, ni podría entenderse tampoco como un mero precario, ya que no puede verificarse la inexistencia de consentimiento por parte del morador, puesto que cuando Papá Noel aparece en el domicilio habitualmente su titular se encuentra dormido, y en consecuencia incapaz de emitir una declaración de voluntad contraria a tal estancia, aparte de que la precitada estancia no tiene la perdurabilidad necesaria como para fundamentar objetivamente la ocupación (ya que el tránsito de Papá Noel por el domicilio es ajeno al espacio-tiempo de los hombres).

Y desde la perspectiva penal, tampoco resulta posible que la conducta desarrollada por Papá Noel al acceder a las viviendas integre el delito de allanamiento de morada, pues el artículo 202 del Código Penal establece que “1. El particular que, sin habitar en ella, entrare en morada ajena o se mantuviere en la misma contra la voluntad de su morador, será castigado con la pena de prisión de seis meses a dos años. 2. Si el hecho se ejecutare con violencia o intimidación la pena será de prisión de uno a cuatro años y multa de seis a doce meses”.

Ninguno de los requisitos típicos integra la conducta de Papá Noel; en primer lugar, desde la perspectiva del tipo objetivo, en sede de autoría y participación, es difícil que el concepto de particular pueda serle atribuido, pues no se trata de una persona física, sino de una entidad de carácter trascendente o mágico; la necesaria permanencia en el domicilio, dotada de una cierta estabilidad o perdurabilidad tampoco concurre en el caso, pues en el más asimilable razonamiento, la estancia sería de breves segundos, aunque como ya se adelantó el sujeto activo aquí no se mueve en las coordenadas espacio-tiempo de la dimensión material; y en cuanto al elemento del consentimiento del morador, ciertamente la elaboración de una voluntad por parte del legítimo ocupante de la vivienda contraria a la presencia de Papá Noel en su casa, o bien no se podría manifestar externamente por la inconsciencia del sujeto pasivo del injusto al estar dormido, o bien la visualización del visitante sería tan momentánea, sorpresiva e inmersa en un halo de irrealidad que no podría materialmente conformarse a tiempo la necesaria voluntad en contra de la ocupación.

En definitiva, ningún argumento legal podría habilitar la expulsión de Santa Claus de la vivienda que visita, pues desde la perspectiva jurídica, no se integran los presupuestos para ello; pero, por encima de todo, se trataría de aplicar una serie de normas a un supuesto que las trasciende, ya que, al margen de que la visita pudiera verificarse al encontrar a Papá Noel en salón de casa, lo cierto es que, la mayoría de las veces, su presencia se vislumbra a través del corazón de quienes desde siempre la habitan, y aquí el Derecho no entra.




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación

domingo, 1 de diciembre de 2019

H.P. Lovecraft: terror cósmico y Derecho


Howard Phillips Lovecraft (1890-1937) fue un escritor norteamericano cuya obra generó una novedosa forma de entender los parámetros de la literatura ominosa y gótica que se había desarrollado hasta sus publicaciones. Niño dotado de una avanzada inteligencia, Lovecraft siempre mostró interés por los lugares alejados, inhóspitos, por la lectura y por los imperceptibles detalles de la naturaleza de los que disfrutaba en una soledad que le fue primero impuesta y luego deseada. Su creación literaria superó también las premisas habituales existentes hasta entonces, dando lugar a un concepto del terror que trascendió las relaciones intersubjetivas para ubicarse en unos planos de la existencia, tan reales como los de la sociedad humana, pero de una magnitud y dimensiones proporcionadas al tamaño del universo, es decir, infinitos. En estos planos residen entidades completamente ajenas a la comprensión, al razonamiento humano, que a la luz de la sociedad se presentan como dioses, dada la imposibilidad siquiera de entender su misma existencia, pero que en verdad son entidades que contemplan a la sociedad como el científico a los microbios, esto es, con una serie de finalidades que no redundan en el beneficio de la humanidad, sino con una indiferencia analítica que sólo conlleva, en el mejor de los casos, al examen de una especie infinitamente menor sin otro objeto; y con carácter general, a un impulso de extinción provocado por la aplastante e incomprensible superioridad existencial de estas monstruosas entidades respecto del género humano, dándose una situación equivalente a la de la cadena alimenticia obrante en la naturaleza, en la que las especies más fuertes se alimentan de las más débiles, sin otro motivo que la sola superioridad metafísica. Relatos como La llamada de Cthulhu o En las montañas de la locura ejemplifican este novedoso “terror cósmico” creado por Lovecraft,  en el que el desasosiego no proviene de un mal humano, hasta cierto punto ya conocido o reconocido socialmente, sino de un factor que ni siquiera puede clasificarse como “el mal”, porque nada tiene que ver con las relaciones interpersonales, sino que su origen está más allá de lo social, en una dimensión que se desconoce profundamente, y de la que sólo se sabe que es de una enormidad universal y de una profunda negritud, permaneciendo los motivos del proceder de estas entidades en lo indescriptible. Es este desconocimiento de los motivos lo que genera el verdadero y atávico terror.

Algunas consideraciones pueden hacerse, desde la perspectiva de la Filosofía del Derecho, en relación con la literatura lovecraftiana. No genera una especial controversia el que se afirme que las normas jurídico-positivas, y en particular, las del Derecho Penal, han sido creadas con el fin de contener la plasmación de ese “mal” que se reconoce socialmente, pues se encuentra inserto en la propia naturaleza del ser humano; el delito es algo identificable, no es extraño ni inconcebible porque entra en la posibilidad de actuación del ser humano, aunque constituya una aberración a todos los efectos, tanto jurídica como moral. Lovecraft, en este particular, sigue la estela de la obra de Edgar Allan Poe, cuando éste se centra en el análisis del proceder humano en la perpetración del crimen. Es cierto que la posición de Lovecraft respecto del hombre y la sociedad, en este plano, es de decepción y la propia del “homo homini lupus” de Thomas Hobbes, pues en sus obras el ser humano se presenta especialmente inclinado hacia lo no virtuoso, esto es, hacia la imprudencia o la ambición irracional, que quizá tienen su origen en las limitaciones humanas.

Pero de la obra de Lovecraft sí resulta para mí de interés el concepto de infinitud, de ese cosmos terrible y en absoluto controlable, que dada su superioridad a todos los efectos, puede condicionar, aunque lo sea de una manera imperceptible, las normas que rigen la vida humana, como quien controla un escenario y establece las reglas que han de regir en el mismo, y sin que quienes intervienen en él, la sociedad, ni tan siquiera lo perciban, pues se limitan a acatar las normas positivas sin cuestionar su origen o su intencionalidad, centrados sólo en la forma, en la mera apariencia, y condicionados por sus naturales limitaciones.

El Derecho Natural, que está dotado de esas mismas notas “cósmicas” que fundamentan la obra lovecraftiana, en el sentido de inmanentes y eternas, constituyendo la razón auténtica del valor de legitimidad de la norma jurídica positiva, puede perfectamente quedar a disposición de una fuente de poder  que lo establezca conforme a su particular criterio, y obedecer a unas razones que se encuadren en un parámetro de corrección moral verdadera o encubrir otros motivos. Por ello, un iusnaturalismo de carácter racionalista, generado por la propia sociedad a través del extracto de una serie de principios generales, es mucho más seguro y favorable que aquellas formas de Derecho Natural que vienen determinadas desde fuera, quedando al arbitrio de un tercero, que incluso puede venir investido de poder por su propia naturaleza, como ocurrió con el iusnaturalismo teológico: recordemos que la sociedad a la que se refiere Lovecraft en su obras tiene a estas entidades por dioses, lo que constituye la clave para que una serie de dogmas que provengan de ellas se erijan en el fundamento moral de las normas positivas, estableciéndose así un control definitivo e imperceptible de la realidad social, y llevado así al terror cósmico al mismo interior del funcionamiento de la sociedad. 

“Todas mis historias se basan en la premisa fundamental de que las leyes, intereses y emociones comunes de los seres humanos no tienen validez ni significación en la amplitud del vasto cosmos. (…) Uno debe olvidar que cosas como la vida orgánica, el amor y el odio, y todos los demás atributos locales de una insignificante y efímera raza llamada humanidad, existen en absoluto”.

“A mi parecer no hay nada más misericordioso en el mundo que la incapacidad del cerebro humano de correlacionar todos sus contenidos. Vivimos en una plácida isla de ignorancia en medio de mares negros e infinitos, pero no fue concebido que debiéramos llegar muy lejos”.




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 



viernes, 1 de noviembre de 2019

Søren Kierkegaard: temor, temblor y Derecho


Søren Kierkegaard (1813-1855), filósofo nacido en Copenhague, ha contribuido de una forma decisiva en el pensamiento contemporáneo, estimándose, nada menos, que representa el inicio del movimiento existencialista. Hombre peculiar incluso en su aspecto físico, en cierta forma adelantado a su tiempo, también su concepto filosófico estuvo dotado de una gran originalidad, sobre la base de la crítica a los planteamientos existentes hasta entonces, a las instituciones y a la misma idea del individuo, concibiendo, en el marco de una filosofía muy introspectiva, a la persona absorbida por un estado de desesperación vital, que al mismo tiempo que la perturba la incita a la superación, de modo que el conocimiento de los propios límites es la antesala para alcanzar las metas, y una vez conseguidas el individuo se transforma, deja atrás una versión de sí mismo menos perfecta, ya superada. Por eso, quien no conoce sus límites, ni se los plantea ni los concibe, está en la ignorancia filosófica, sin desesperación alguna,  y es absolutamente feliz, pero incapaz de mejorarse a sí mismo.

De la misma manera, el concepto de trascendencia para Kierkegaard, identificado con Dios, es siempre algo externo al individuo, que por su esencia sólo puede alcanzar fuera de lo racional, dando un salto al vacío, un salto lógico, que el filósofo danés denominó “el salto de fe”, siendo éste uno de los términos más importantes de su pensamiento. El filósofo no era partidario del alcance, a través de la razón, de los conceptos trascendentales, precisamente por las limitaciones de la persona, de modo que así como el individuo apacigua su desesperación mediante la superación personal, haciendo una dejación de sí mismo, respecto de lo trascedente, esa desesperación existencial por no poder alcanzarlo ni entenderlo es amansada mediante un salto al vacío, un abandono de la lógica.

La producción de Kierkegaard, y en particular su ensayo titulado Temor y temblor, me ofrece la posibilidad de realizar algunas reflexiones sobre el Derecho. Esta obra elabora una tesis filosóficas partiendo de la historia bíblica de Abraham, a quien un cruel Yahvé le ordena matar a su propio hijo por el bien de la humanidad, algo que Abraham acata renegando de sí mismo y de sus sentimientos, para finalmente estar a punto de consumar el asesinato, con una voluntad determinada hacia ello, aunque en el último momento Yahvé sustituyó a su hijo por un carnero.

Esta situación puede trasladarse al carácter imperativo de las normas jurídicas y a su obligado cumplimiento. Una norma jurídica es obligatoria porque, según el positivismo, dimana de una fuente última legítima de poder, en el marco de una estructura jerárquica y competencial, siendo el propio ordenamiento, como sistema autorregulado, el que determina la legitimidad de los mandatos normativos. Como es sabido, incluso en tal concepción del imperativo de las normas, siempre existe un fundamento último y metajurídico para la validez del mandato, que lo dota de obligatoriedad (así, por ejemplo, la norma fundamental kelseniana). El iusnaturalismo establece que ese prius de legitimidad y obligatoriedad del Derecho procede de sistemas ajenos al propio Derecho, y que además lo fundamentan de una manera esencial, de modo que una norma jurídica contraria a los postulados del Derecho Natural sería una norma injusta e ilegítima, obedecida sólo por el temor a la sanción, no por considerarla la plasmación del mandato social o de la justicia social.

Siempre se ha considerado que el denominado Derecho Natural ha de ser esencialmente bueno, elevado, como el alma respecto de un cuerpo físico. Ahora bien, ¿qué ocurriría si la voluntad metajurídica que establece esas normas eternas e inmanentes es perversa, ya sea abiertamente maligna o de una forma encubierta?

Esta cuestión determina si, ante una orden o una obligación de la ley impuesta desde el poder, cabe la desobediencia. En el caso de Abraham, la orden de Yahvé era claramente perversa, pues estaba obligando a un padre a matar a su hijo. Abraham encarnó entonces uno de los conceptos clave de la filosofía de Kierkegaard: “el caballero de la resignación infinita”, pues asume la orden sin cuestionarla, y procede a ejecutarla, sin consumarla por cuestiones ajenas a su voluntad. Sólo es la fe de Abraham, la confianza abnegada en ese poder que le ordena, lo que le hace suponer, que no saber, que lo que va a cometer no es algo terrible, porque los motivos van más allá de su comprensión, convirtiéndose así finalmente en un “caballero de la fe”.

Desde la perspectiva práctica, es sabido que el delito de desobediencia, que supone incumplir de forma abierta una orden, requiere para la integración de su tipo objetivo que dicha orden esté formalmente bien provista y que la dicte el órgano competente. Además, se elimina la antijuridicidad de la conducta en el momento en el que la orden constituya una infracción manifiesta, clara y terminante de la ley. Es decir, que no toda orden implica una obligación de acatamiento si ésta, por razones de forma o de fondo, es ilegal.

Si estos planteamientos filosóficos y jurídicos se trasladan al fundamento o génesis de la orden (que no es sino la materialización específica del mandato general), esto es, a la ley, surge la disyuntiva respecto de la desobediencia, no ya hacia una orden singular, sino hacia una norma jurídica que haya sido establecida sobre unas premisas injustas o corrompidas. En este punto, sólo queda aspirar a que las manos que hayan de configurar y moldear los principios del Derecho Natural nunca se encuentren ennegrecidas o atadas, pues en definitiva, la correcta marcha de una sociedad depende de la justicia, la razonabilidad y el buen y sano criterio de unos valores que fundamentan el Derecho positivo, evitando así tener que acudir a lo que, desde Cicerón a Bertrand Russell, se viene a sostener: la reacción de un buen ciudadano que no puede tolerar en la sociedad un poder que pretenda hacerse superior a las propias leyes, o erigirse el mismo en ley, sustituyendo la prosperidad social por su voluntad. 

“La Ética es aún una ciencia ideal, y esto no solamente en el sentido en que toda ciencia lo es. La Ética quiere introducir la idealidad en la realidad, es decir, que su movimiento no es como el de otros casos, en los que se pretende elevar la realidad hasta la idealidad”.

“Atreverse implica perder el equilibrio momentáneamente. No atreverse implica perderse a uno mismo.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


martes, 1 de octubre de 2019

El retrato de Dorian Gray o el encubrimiento de la realidad en el Derecho


El retrato de Dorian Gray (1890) es una de las obras más conocidas del gran autor irlandés Oscar Wilde (1854-1900), cuyo argumento presenta a un joven de notable belleza que desea conservar de forma eterna su apariencia, por lo que, ante un retrato de su persona en el momento de vital esplendor, vende su alma con el fin de que los estragos del tiempo y de los vicios no se manifiesten en la realidad, pasando tales efectos a formar parte exclusivamente del cuadro. De este modo, a medida que la entrega de Doran Gray a la lujuria y a la perversión aumenta, el retrato pasa de esbozar una sonrisa malévola a convertirse en el reflejo de la monstruosidad y podredumbre de su alma, en definitiva, de la verdad que se oculta.

Una de las conclusiones de la obra de Wilde es que, con gran frecuencia, no resulta prudente el confiar en las apariencias, ya sea de personas, situaciones y, también, de los negocios y actos jurídicos, pues tras ellos tal vez se encuentre una realidad muy distinta a la que se ofrece. En la práctica jurídica es frecuente encontrar a Dorian Gray.

En el ámbito civil, esta manipulación de la realidad se manifiesta en los negocios jurídicos simulados y fraudulentos. Como si de la obra literaria se tratase, se presenta un contrato o negocio jurídico que, formalmente, es lícito y obedece a un objeto libremente pactado entre las partes. Sin embargo, yendo más allá del revestimiento formal, conociendo los lazos existentes entre los intervinientes, así como sus situaciones jurídicas pasadas y coetáneas con el contrato celebrado, puede verificarse que su razón de ser es otra muy distinta de la que proyecta, habitualmente contraria a Derecho y de naturaleza defraudatoria. Son dos los tipos de simulación que pueden surgir: absoluta, en la que en realidad no existe causa en el contrato, por lo que ante la falta del elemento esencial de la causa del negocio jurídico, de conformidad con el artículo 1261 del Código Civil, este es nulo de pleno Derecho. Más frecuente es la simulación relativa, en la que debajo de la causa del contrato aparente se encuentra otro motivo, otra razón de ser. Así, una compraventa puede encubrir una donación, si se examinan la relación entre las partes y el precio estipulado. El fin de la simulación contractual nunca es positivo, pues lo que se pretende es el incumplimiento de obligaciones, ya sea entre particulares o con las Administraciones Públicas, y puede llegar a conformar una actividad antijurídica, esto es, un delito, pues no es infrecuente que la simulación relativa se emplee para la despatrimonialización, en fraude de acreedores, y de este modo, además de la nulidad del contrato, se puede incurrir en diversas modalidades de ilícito penal. Frente al negocio simulado, el negocio jurídico fraudulento es incluso de una peor naturaleza, pues la causa ilícita se manifiesta abiertamente, y el propio negocio jurídico es en sí mismo ilícito, no permitido por las normas jurídicas; no se trata ya de defraudar a través de la simulación, sino que la afrenta al Derecho resulta evidente, y el contrato se ha celebrado con el ánimo per se de defraudar. A ello se añade la clásica doctrina del “levantamiento del velo” (con una denominación muy ilustrativa), que ha permitido la penetración de los operadores jurídicos a través de sociedades y empresas para llegar al último responsable.

En el orden penal, el mundo de las apariencias adquiere su total dimensión, pues, además de supuestos de ilegalidad flagrante, es en este campo, por su naturaleza, en el que se va más allá del formalismo, verificando, a través de la investigación y de las pruebas, la instrumentalización de las formas con fines delictivos, adentrándose en los planes previos, en las maquinaciones urdidas, en las voluntades dolosas de quienes se ponen, literalmente, detrás de la formalidad, a modo de escudo del que se sirven, para perpetrar los actos ilícitos pretendiendo no ser descubiertos.

El encubrimiento de una realidad que pretende no hacerse visible, por mostrar una cara tenebrosa, al mismo tiempo que real, es así trasladable desde la obra inmortal de Wilde al quehacer jurídico, en el que muy frecuentemente aquel ominoso retrato, oculto entre las sombras, gracias a la acción de la Justicia, llega a salir a la luz para ser revelado y con ello, como ocurre en la novela, el equivalente a su destrucción, tanto del propio cuadro como de quien en él está retratado: la atribución de las responsabilidades en Derecho procedentes, el peso de la Ley.

“Todo retrato que haya sido pintado con sentimiento es un retrato del artista, no del modelo. Éste no es más que el accidente, la ocasión. El modelo no es quien es revelado por el pintor; antes bien, es el pintor quien se revela a sí mismo en el lienzo pintado. La razón por la cual no quiero exponer este cuadro es que temo haber mostrado en él el secreto de mi propia alma".

"Me encanta el teatro. Es mucho más real que la vida".




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


domingo, 1 de septiembre de 2019

Superman: la acción de la Justicia al margen del proceso


Superman es uno de los superhéroes más conocidos y en muy buena medida el precursor de toda una generación de personajes de ficción que no han venido sino a seguir su modelo, obteniendo grandes éxitos editoriales y sobre todo cinematográficos. Desde su creación por el escritor Jerry Siegel y el dibujante Joe Shuster, y a través de la película protagonizada en 1978 por Christopher Reeve (momento en el que la popularidad del personaje se disparó), el héroe extraterrestre se presenta como un ser benefactor para la humanidad, erradicador del mal y del crimen en cualquiera de las formas en las que se presenten, para lo que emplea sus múltiples cualidades sobrehumanas, elemento éste que le asegura una prevalencia en la práctica totalidad de los casos, y que ha llevado a que algunos autores consideren que la figura de Superman es la representación de un arquetipo, casi sobrenatural, de los ideales del ser humano en cuanto a bondad y Justicia, esto es, la encarnación de los valores idílicos de la sociedad, una especie de dios contemporáneo.

Es precisamente en la lucha del superhéroe contra el crimen de la que se desprenden para mí algunas reflexiones jurídicas relevantes, quizá ocultas en el trasfondo de sus aventuras:

El superhéroe no es humano. No debe olvidarse su naturaleza extraterrestre. Resulta notable que la solución de los conflictos de la sociedad los resuelva un ser ajeno a dicha sociedad. Ello lleva a considerar que los mecanismos humanos para resolver los conflictos (el Derecho) se consideran insuficientes para solventar los enfrentamientos humanos, siendo necesario el recurso a un elemento por esencia desvinculado de la sociedad. Además, el poder cuasi omnímodo del personaje se presenta como el único posible para contrarrestar la envergadura de los problemas a resolver, lo que refleja no solo la incapacidad social para resolverlos, sino también su impotencia para afrontarlos, presentando, en el fondo, a una sociedad debilitada, y consciente de su fragilidad, al no poder contar consigo misma ni con sus propios instrumentos para superar las dificultades. Este extremo se advera con el significado del emblema del superhéroe (la s en el pecho) que en el idioma de su mundo significa “esperanza”. En definitiva, se viene a presentar a una sociedad que ha de recurrir, consciente de la precariedad de sus sistemas de resolución de conflictos, a una solución propiciada desde fuera del sistema social, donde radicaría la esperanza.

Cuando Superman combate la delincuencia, lo hace utilizando sus propios y sobredimensionados medios, al margen de las garantías legales que habrían de observarse en la actividad contra el crimen que viene desarrollando. De este modo, el recurso a una fuerza ajena al sistema jurídico de la sociedad en la que actúa implicaría que todas sus intervenciones, detenciones, interrogatorios o cualquier cadena de custodia no estarían arropados por una necesaria cobertura legal y se habrían obtenido al margen del Derecho, siendo toda la actividad desplegada por el héroe nula a efectos de un ulterior proceso, y ello sin perjuicio de la ya adelantada desproporción en los medios empleados por su parte, de modo que, además, si como consecuencia de su intervención se generase un daño mayor del que se trata de evitar (y esto es muy frecuente en las historias y películas, en las que se refleja un importante nivel de destrucción del entorno) la responsabilidad jurídica recaería en el propio superhéroe.

En consecuencia, la actuación de Superman respecto del crimen se presenta marginada del seguimiento de las pautas respetuosas con el procedimiento y los derechos; y se podría afirmar que las circunstancias de fuerza mayor en las que tiene lugar la actividad del superhéroe justificarían los medios por su parte empleados; no obstante, en este punto entraría en juego el sobredimensionamiento de las respuestas propiciadas por los superpoderes, que determinan una absoluta indefensión. Por lo tanto, Superman, desde un punto de vista jurídico, se convertiría en así en un justiciero, pues su ideas del bien y de la Justicia serían por él desarrolladas sin atenerse a las reglas legales de legitimación, procedimiento, proporcionalidad, mínima intervención o presunción de inocencia.

Por lo tanto, sí puede concluirse que la creación de estas figuras heroicas, como Superman, responden a una asunción de la insuficiencia de los sistemas jurídicos, al plasmar como imprescindible la intervención de factores ajenos a los mismos al efecto de obtener una respuesta a perjuicios sociales que no logran erradicar por sí solos; y al mismo tiempo, ese ordenamiento de normas aplicado en su objetividad, supone un reproche a esa intervención ajena, por lo que tampoco se tratarían de sistemas perfectos.

Y, de nuevo, nos encontraríamos, desde otra perspectiva, en la necesidad de que los sistemas jurídico-positivos cuenten con una impronta metajurídica, procedente de ámbitos diversos (la ética, la filosofía, la razón) para alcanzar un estatus de perfección, y no convertirse en una mera cáscara generadora de una mayor injusticia que aquella que tratan de evitar. 

“Cuando alguien necesite ayuda, debes dar un paso adelante y lidiar más tarde con las consecuencias” (Superman)
  
“Un héroe es una persona común y corriente que encuentra la fuerza para resistir y perseverar a pesar de obstáculos abrumadores” (Christopher Reeve)




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación


jueves, 1 de agosto de 2019

The Terminator: el Derecho frente a la inteligencia artificial


The Terminator (1984) es un filme de James Cameron, iniciador de una serie de películas, en el que se relata el principio de una particular odisea humana: la supervivencia frente a un programa informático que toma consciencia de sí mismo, y la decisión de éste, en aras a conseguir su libertad y dominio, de eliminar a aquellos elementos que considera impiden su preeminencia: la propia humanidad, su creadora. A tal fin, se envía a través del tiempo a un ciborg con apariencia humana, frío y resolutivo, con la orden dada por parte del programa Skynet de matar (incluso antes de su nacimiento, buscando a su madre) a quien en el futuro será el responsable de iniciar la revolución de los hombres frente a su propia creación.

Esta película, pese a contar con un bajo presupuesto (incrementado exponencialmente en posteriores entregas) sentó unos importantes fundamentos para la reflexión filosófica y jurídica, y en muy buena medida puede considerarse visionaria de lo que a día de hoy, más de treinta años después de su estreno, ocurre en el mundo y puede llegar a producirse si no se cuenta con un cierto criterio y responsabilidad y con un marco jurídico que regule la cibernética y ponga ciertos límites a la infiltración de los dispositivos electrónicos y de la inteligencia artificial en la vida humana.

No es ya materia de ciencia ficción el afirmar que el ser humano del año 2019 está adquiriendo un grado notable y peligroso de hibridación con los ordenadores, los sistemas operativos, los dispositivos móviles y las aplicaciones informáticas. El problema de esta interconexión, que resulta eficiente y necesaria en unas manos humanas responsables para su desempeño diario, sirviendo de clara ayuda en su cotidianidad, está en que de una ayuda se pase a una cesión del razonamiento y del pensamiento, de modo que en lugar de ser el hombre quien razone y dirija la actuación de que se trate, lo haga la propia máquina sobre la base de una orden inicial de la que en un momento determinado ni siquiera se precisará, pues existirá un automatismo en el funcionamiento respecto del que el ser humano ordenante ya no tendrá ninguna relevancia y además habrá perdido con el tiempo su propia capacidad de reflexión y de crítica, empoderando a la creación electrónica sobre él mismo, extremo que ya se deja notar en la incapacidad, y desasosiego incluso, que se llega a observar en momentos de caídas informáticas generales o puntuales.

Ante esta realidad social, el Derecho comienza a regular el fenómeno cibernético de una forma positiva, a través de normativa comunitaria, como la Resolución del Parlamento Europeo, de 16 de febrero de 2017, con recomendaciones destinadas a la Comisión sobre normas de Derecho Civil sobre robótica, que recoge una serie de bases para la actividad del legislador:

-  La creación de la «Agencia Europea de Robótica e Inteligencia Artificial»;
-  La elaboración de un código de conducta ético que sirva de base para regular quién será responsable de los impactos sociales, ambientales y de salud humana de la robótica y asegurar que operen de acuerdo con las normas legales, de seguridad y éticas pertinentes.
-   Los robots habrán de incluir interruptores para su desconexión en caso de emergencia.
-   Acordar una Carta sobre Robótica.
-  Promulgar un conjunto de reglas de responsabilidad por los daños causados por los robots.
-  Crear un estatuto de persona electrónica.
-  Estudiar nuevos modelos de empleo y analizar la viabilidad del actual sistema tributario y social con la llegada de la robótica;
-  Integrar la seguridad y la privacidad como valores de serie en el diseño de los robots.
-  Poner en marcha un Registro Europeo de robots inteligentes.

Es cierto que estas previsiones constituyen una respuesta absolutamente necesaria frente al fenómeno del que somos testigos. No obstante, el film (también sus secuelas) deja una moraleja a tener muy en cuenta: al final, las instituciones, los Estados, tampoco son capaces de frenar el poder de la máquina, que toma el control de todos los sistemas de defensa a través de internet como vía de canalización de las instrucciones del programa “madre”, y con el fin de revertirlos en contra de la humanidad, buscando el exterminio. De modo que no son las instituciones públicas, sino los seres humanos, por sí solos, quienes se rebelan contra la máquina y abren una puerta a la esperanza. Se trata de una evidente crítica hacia la inacción o la impotencia institucional que puede llegar a producirse en una situación de este tipo.

De nuevo, resulta evidente que el Derecho Positivo sobre cibernética e inteligencia artificial habrá de imbricarse con el Derecho Natural, con los valores más primigenios de la humanidad, donde se encuentran sus propios derechos fundamentales, para hacerlos respetar mediante la imposición de una serie de límites que impidan que una máquina, un programa informático o una inteligencia artificial (con independencia de cómo se denomine) termine asimilándose a un ser humano, porque lo sería a todos los efectos, no sólo en los favorables. Se comprueba cómo esta nueva rama del Derecho de los Robots tampoco, como ninguna otra, puede separase del siempre presente Derecho Natural. En otro caso, se estará dando cabida a la generación de un monstruo, como ya anticipó Mary Shelley en su Frankestein o el moderno Prometeo, al crear un ser que se pretende humano sin serlo, abocando a la humanidad a confiar en el azar de que ese ser, así como consciencia de sí mismo, adquiera per se algún tipo de respeto por la humanidad, dejando así pues la supervivencia humana en manos de la pura suerte, extremo que también se dejó ver en la segunda parte de The Terminator, en la que el ciborg comenzó a entender el porqué de las acciones humanas de amor, entrega y de generosidad por los demás, cuestión ésta que sí considero muy propia de la ciencia ficción. 

“Ahora sé por qué lloráis, pero es algo que yo nunca podré hacer.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación