viernes, 1 de mayo de 2020

Séneca: entre la ley y la honestidad


Lucio Anneo Séneca (4 a.C. - 65 d.C.), filósofo hispano nacido en Córdoba, ha pasado a la historia como uno de los más grandes pensadores romanos y el referente, junto con Marco Aurelio y Cicerón, del estoicismo. Orador consumado, fue preceptor de Nerón, hecho que, por circunstancias tan propias del contexto de la política, terminó costándole la vida, pues fue acusado (muy probablemente en falso, a consecuencia de las envidias generadas por su éxito y fama) de urdir una conjura contra el que había sido su pupilo, por lo que Nerón lo condenó a muerte, siendo así que Séneca, ya dimitido por voluntad propia de toda su vinculación con la política romana y escogiendo una vida de reflexión, ante la locura iracunda de Nerón, cuyo juicio se vio obnubilado por los envidiosos, se suicidó cortándose las venas y bebiendo veneno.
La faceta filosófica de Séneca, con la que trató de instruir al emperador y que llevó a la práctica hasta el final de sus días, se basó en la más alta consideración de la ética y de la moral aplicada a todos los aspectos de la vida personal y social, en la templanza ante la adversidad y en la fuerza de la autodisciplina para mejorar interiormente. Estos principios estoicos, obrantes en la producción de Séneca, se vieron puestos en tela de juicio a raíz precisamente de su faceta política como senador romano, pues sus detractores, movidos por bajas pasiones, le generaron una fama contraria a esos principios, presentándole como un traidor y un cobarde; no obstante, ello no empaña el que esa infamia procedía, en efecto, de un ámbito no filosófico, por lo que su fehaciencia no es ni mucho menos rigurosa. Séneca ha sido y es uno de los pensadores más valorados de la historia, ha constituido el fundamento del pensamiento de otros muchos autores posteriores, y ello a pesar de aquel ámbito en el que quizá nunca tuvo que haber entrado, pues sus altas contribuciones no resultaron estar al mismo nivel que el propio de ese campo y de quienes lo integraban.
Desde la perspectiva del Derecho, y sin abstraerse de esos dos mundos en los que Séneca se desempeñó, el autor distingue claramente el mandato jurídico positivo, esto es, la ley, del imperativo ético o moral. En este sentido, y como la mayoría de los clásicos, sigue la diferenciación entre el Derecho Positivo y el Derecho Natural, cada uno con sus reglas y sus fuentes primarias de imperatividad.
En un estado ideal de convivencia, sería la norma moral implícita en la sociedad, esto es, el Derecho Natural, el principio rector; de modo que la obligatoriedad derivada de la ética personal y pública sería suficiente para regir la vida; excepcional sería la norma positiva, la plasmación escrita de un mandato ya interiorizado y asumido. Sin embargo, la realidad determina que, dado que esos principios éticos carecen, en efecto, de la fuerza vinculante necesaria para conducir per se la vida social, nazca un Derecho Positivo que materialice las reglas de convivencia.
El que la sociedad se rija por un Derecho Positivo sin anclaje alguno con la moralidad, puede determinar que la norma jurídica establezca obligaciones incompatibles con la ética, y por lo tanto, injustas. Del mismo modo que la forma no puede desligarse del fondo sin incurrir en fraude, en mera apariencia, la ley no puede ser ajena a la ética, y esos dos mundos en principio diferentes deben tener su punto de conexión, para evitar tanto que la norma positiva legitime actuaciones y obligaciones contrarias a la moral, como que el Derecho Natural se convierta en una mera entelequia, una narrativa sin virtualidad alguna para producir un efecto general, propio del Derecho y necesario ante la laxitud y la irresponsabilidad en su cumplimiento real. Pero, en todo caso, ha de ser la ética, e incluso el sentido común, lo prevalente en caso de conflicto, de modo que ninguna ley puede ser contraria a la moral.
Y estos principios del pensamiento estoico, aplicados al fenómeno jurídico, son necesarios para su auténtica legitimidad: la búsqueda del último bien de la sociedad; ello, a pesar de la dureza con la que el emperador miraba a su maestro, en una metáfora de lo que acontecería en los tiempos venideros.
"Lo que las leyes no prohíben, puede prohibirlo la honestidad”


Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación


miércoles, 1 de abril de 2020

Fiódor Dostoyevski: la plasmación jurídica del mal de la humanidad


Fiódor Dostoyevski (1821-1881) es uno de los autores rusos de mayor trascendencia en la literatura universal. De una vida personal, desde la infancia, muy difícil (quedó huérfano a los 18 años de edad; fue preso en Siberia, y estuvo aquejado de una epilepsia cuya primera crisis fue desencadenada por la noticia del asesinato de su padre, un hombre autoritario que le ocasionaba sentimientos encontrados) su prolífica obra no sólo canaliza esas experiencias vitales, sino su propia concepción de la humanidad. La injusticia social es un tema recurrente en sus textos (Pobres gentes, Los hermanos Karamázov, Crimen y castigo, El idiota, Los demonios y tantos otros), en los que se expone la gran brecha, promovida por el dinero, entre las clases menos favorecidas y el poder. La potencia del dinero en la vida social, por encima de cualquier otro elemento o valor, es puesto de manifiesto a través de la voz de muchos personajes. Precisamente, esa pobreza económica determina también una pobreza personal, una miseria (en un sentido omnicomprensivo) que para Dostoyevski va más allá de lo sociológico y se adentra en la propia naturaleza humana. El autor llega a concebir al ser humano como consciente de esta limitación personal, de este mal (en buena medida ocasionado de forma exógena) que lo condiciona y determina, cristalizando en las ruindades cotidianas, la mezquindad o el cinismo; todo ello fruto de una batalla social en la que la pobreza impone la necesidad de sobrevivir. De este modo, Dostoyevski contempla, como única salida de esa perversa condición humana, la propia dejación de uno mismo, de los vicios, para consagrarse a unas metas heroicas: la valentía, la generosidad, la entrega hacia los demás; destellos de esperanza que suponen un sufrimiento, iniciar una dura empresa, titánica, para quienes ni siquiera pueden consigo mismos. Aquí radica la trascendencia del ser humano: en la autosuperación; y esa dejación de los propios males hace que el hombre, y la sociedad por extensión, mejoren. En definitiva, se trata de una lucha interior. Por este planteamiento, se ha considerado a Dostoyevski como un referente literario del existencialismo.
En la novela El idiota existe un diálogo que tiene una dimensión jurídica relevante, y que viene a trasponer aquella concepción filosófica al ámbito del Derecho:
   “La ley normal de la humanidad es precisamente el instinto de conservación.
   ¿Quién le ha dicho eso? Es una ley, sin duda, pero una ley que es, ni más ni menos, la ley de la destrucción, y aun de la destrucción personal […].
   Sí, la ley de la conservación personal y la de la destrucción son igualmente poderosas en el mundo. El diablo conservará aún su poderío sobre la humanidad por un periodo de tiempo desconocido por nosotros. ¿Se ríe usted? ¿Acaso no cree en el diablo? […] ¿Sabe usted quién es el diablo? ¿Sabe cómo se llama? ¡Y sin saber quién es, ni cómo se llama, se atreve usted a burlarse de su forma a ejemplo de Voltaire; se ríe de sus puntiagudos pies, de su cola y de sus cuernos, todo lo cual es producto de su imaginación! El diablo, en realidad, es un grande y terrible espíritu; carece de cola, cuernos, pies; son ustedes mismos los que le han dotado de esos atributos”.
La ley, nuevamente, es el reflejo de esa concepción filosófica de la sociedad que Dostoyevski muestra en su obra, superando una percepción de la misma sólo ubicada en la formalidad, en el mero positivismo. De este modo, la ley se basa en la voluntad de la sociedad, y dicha voluntad consiste en su ánimo de mantenerse firme ante la adversidad, manifestándose así en el mandato general que la norma jurídica supone. Una proyección de la sociedad más allá de sus males, de sus límites, dará lugar a una ley favorable, en el sentido de velar por el bien común. Sin embargo, una sociedad que no trascienda sus propias debilidades (o su mal) propiciará una ley de destrucción, que no tendrá por objeto la garantía del interés general, sino preservar, exclusivamente, el interés del poder, o de algunos concretos colectivos, ratificando así una injusticia y desigualdad que genera, a su vez, el propio mal del hombre, en una especie de retroalimentación. Éste es el diablo al que se refiere el autor, que no es sino el propio hombre, incapaz de trascender su miseria, y responsable, así, de la promulgación de una ley destructiva e injusta.
“Dios lucha con el diablo, y el campo de batalla es el corazón del hombre.”
“La mejor manera de evitar que un prisionero escape es asegurarse de que nunca sepa que está en prisión.”

Enlace al artículo publicado en la revista literaria Literatura Abierta, nº 8, diciembre de 2021, páginas 56-57:

https://www.literaturaabierta.com/8?fbclid=IwAR05sI2aowevWPF4pwDceoT0o393YhvjoYwgBFHc3EFMHL_wyT7jhpHm5Ow


Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid  y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación      

                         

domingo, 1 de marzo de 2020

Joker: el descenso a la locura desde la perspectiva del Derecho Penal


El Joker es un personaje de cómic cuya primera aparición tuvo lugar en 1940, para, de forma inmediata, convertirse en el enemigo por antonomasia del hombre murciélago, Batman. Desde su origen el personaje se ha presentado como un psicópata (involucrado incluso en el asesinato de los padres del niño que años después se convertiría en Batman), desarrollando una obsesión personal hacia el superhéroe. El Joker no cuenta con habilidades sobrehumanas, pero sí con un adelantado ingenio criminal que le posicionaba como un peligro muy real y con una elevada capacidad de éxito en sus cometidos.
La popularidad del Joker ha adquirido una cota extrema con la película del mismo nombre, dirigida en 2019 por Todd Phillips y protagonizada por el actor Joaquin Phoenix, quien ha realizado una interpretación del personaje justamente merecedora de un premio Óscar y tal vez el hito de su gran carrera como intérprete. La película muestra el origen de la creación del Joker, la aparición del personaje a través de la degradación de la mente de una persona, Arthur Fleck, totalmente desbordada por una sociedad que viene a ser la responsable de la creación del monstruo. Ganándose la vida como un cómico de escaso talento, Arthur es literalmente pisoteado en la calle por los habitantes de Ciudad Gótica (que viene a ser el reflejo de cualquier gran ciudad del mundo), vejado y despreciado socialmente, engañado por su propia madre, quien le hizo creer que era un enfermo, traicionado por sus compañeros de trabajo hasta hacerle perder su modus vivendi y ridiculizado en los medios de comunicación. Esa combinación de factores, derivados de una sociedad que es la realmente enferma tal y como se presenta en el film, hizo quebrar la mente del protagonista, dejando atrás a Arthur para convertirse en el Joker y encabezar, aun sin quererlo, una especie de reacción autoinmune de la sociedad contra su propia enfermedad, haciendo responsables de esa decadencia a las clases dirigentes y generando el caos en la ciudad.
Partiendo de estos hechos, el personaje del Joker evoluciona (o se degrada) de una forma progresiva, siendo la dificultad de la interpretación de Phoenix precisamente reflejar esa caída en la locura de una manera escalonada, pasando de una situación de posible depresión hacia la psicopatía absoluta.

En el Derecho Penal existen previstas causas de exclusión de la responsabilidad criminal, y particularmente, el artículo 20 del Código Penal dispone: “Están exentos de responsabilidad criminal: 1.º El que al tiempo de cometer la infracción penal, a causa de cualquier anomalía o alteración psíquica, no pueda comprender la ilicitud del hecho o actuar conforme a esa comprensión.
El trastorno mental transitorio no eximirá de pena cuando hubiese sido provocado por el sujeto con el propósito de cometer el delito o hubiera previsto o debido prever su comisión”.

La transición entre Arthur Fleck y Joker me lleva a considerar, desde un prisma jurídico, la eventual concurrencia de esta causa de exclusión en la responsabilidad penal del Joker por los crímenes que a lo largo de la película va cometiendo. El interés respecto de este extremo está precisamente en la deriva del personaje hacia la oscuridad, en esa entrada dinámica en el estado de completa psicopatía.

Mientras el personaje continúa albergando la personalidad de Arthur, sigue siendo plenamente consciente de sus actos; y así, cuando en la inicial escena del viaje en metro tres ejecutivos jóvenes se ríen de él, mientras Arthur regresa a su casa, vestido de payaso, después de la traición de su compañero de trabajo, y le agreden, respondiendo efectuando disparos y matando a los tres, en ese primer crimen, el personaje es consciente de lo que acaba de hacer, porque todavía es la misma persona de base, e interioriza y quiere el hecho. Cuestión distinta sería la apreciación de una posible atenuante de arrebato, pero en ningún caso, por la desproporción de la respuesta, el acto se arroparía en la legítima defensa. De modo que por este hecho, Arthur sería plenamente responsable y la eximente no concurriría.

Posteriormente se produce el segundo crimen, que tiene lugar en el piso de Arthur, cuando dos excompañeros de trabajo le van a visitar. Uno de ellos es quien causó su despido, al haber propiciado esa circunstancia y venderle ante el dueño de la empresa en la que trabajaba. En un determinado momento, Arthur asesina dentro de su casa al traidor, y cuando el otro ex compañero le ruega que no lo mate, Arthur, besándole en la frente, le dice que no se preocupe, que no le quiere hacer nada, pues siempre se portó bien con él mientras fueron compañeros. En este momento de transición, todavía el personaje conserva la capacidad de decisión, racionaliza la acción que pretende y ejecuta, y el elemento externo de la selección de la víctima es acreditativo de la plena consciencia con la que realiza el hecho, por lo que no le sería de aplicación la eximente, ni tampoco una situación de enajenación transitoria. Resulta muy gráfico (y un elemento de genialidad en la dirección de la película) que en este momento el protagonista está a medio maquillar, esto es, sólo con la cara pintada con una base de color blanco, lo que es la plasmación de que Joker todavía no ha nacido y el momento es fronterizo.

En la escena en la que el protagonista, ya perfectamente maquillado y vestido, atraviesa el pasillo y realiza el memorable baile en las escaleras, Arthur ya ha desparecido, y estamos en presencia de la locura en estado puro: ha nacido el Joker. Cuando acude al programa de televisión en el que, siendo Arthur, le presentaron ante los espectadores de la ciudad para reírse de él por su mala calidad profesional (y al que había sido invitado para ahondar aún más en el hazmerreír, la ridiculización y el morbo que pedía la audiencia) quien acude no es ya Arthur, sino otra persona, pidiendo, de hecho, que se le introduzca de ese modo; y quien de un disparo mata en directo al presentador Murray Franklin (encarnado por Robert de Niro), para mayor gloria del pico de audiencia, es Joker. La transmisión del crimen a través de la televisión resultó ser la mecha final de la revolución de la masa social de la ciudad al haberse llegado al extremo de la depravación ética, erigiendo al Joker como a un líder. A partir de este punto (y enlazando con el posible asesinato que comete Joker contra la psiquiatra de la cárcel al final de la película), el sujeto activo de los hechos ya es un completo psicópata, y sus conductas han dejado de ser reflexivas y asumidas, pues él mismo está fuera de sí, es otra identidad la que se manifiesta, por lo que podría serle aplicable la eximente. Además, tampoco se trataría de un supuesto de actio libera in causa, previsto en el apartado segundo del referido artículo 20, 1º, del Código Penal, esto es, la generación intencionada por Arthur de un estado de inconsciencia para eludir su responsabilidad penal por lo que hiciera durante el mismo, por dos razones: primero, porque su situación de enajenación mental es manifiesta, se trata del surgimiento progresivo de otra personalidad, que finalmente cristaliza y sustituye a la anterior; y en segundo lugar, porque el relato de los hechos ha mostrado cómo esa degradación escalonada es una realidad y se ha originado extra muros del propio sujeto: el Joker es el producto de una sociedad corrompida, en cierto modo el resultado de una infección derivada de múltiples factores externos, lo que no deja de ser un aviso, y una reflexión, sobre el verdadero origen de la delincuencia y de cómo una sociedad, en la que no exista una altura ética e intelectual, retroalimenta el crimen y es la responsable de sus propios males, los cuales incluso podrían quedar impunes.

 “Maté a esos tipos porque eran horribles. Todos son horribles en estos días. Es suficiente para volver loco a cualquiera”.

“¿Has visto cómo es allá afuera, Murray? ¿Alguna vez dejas el estudio? Todos solo gritan y gritan el uno al otro. Ya nadie es civilizado. Nadie piensa cómo es ser el otro chico. ¿Crees que hombres como Thomas Wayne alguna vez piensan lo que es ser alguien como yo? ¿Ser alguien más que ellos mismos? Ellos no. ¡Piensan que nos sentaremos allí y nos lo tragaremos todo, como buenos niños! ¡Que no seremos hombres lobo y nos volveremos locos!”

"Solía pensar que mi vida era una tragedia, pero ahora me doy cuenta de que es una comedia".




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 

sábado, 1 de febrero de 2020

Benito Pérez Galdós: una visión realista del Derecho


Benito Pérez Galdós (1843-1920) fue un insigne novelista español, nacido en Las Palmas de Gran Canaria, diputado en Cortes y Académico de la Lengua. Sus Episodios Nacionales constituyen uno de los hitos de la literatura española, sin perjuicio de otras importantes obras, en las que Pérez Galdós retrató, de una forma muy nítida, el devenir de la historia y de la sociedad española. En efecto, está considerado como uno de los más relevantes representantes del realismo en la literatura; sus obras participan del movimiento y del latir diario de la vida que rodeaba al propio autor, de las conversaciones que él mismo escuchaba y en las que participaba, confiriendo a su obra una impronta de cercanía, de proximidad, más allá de su naturaleza novelesca.

Entre los múltiples aspectos que Pérez Galdós trató en sus obras, el autor reflexionó sobre la honradez y el trabajo como servidor público en su obra Miau (1888), en la que se presenta a un probo funcionario, dedicado en cuerpo y alma a la Administración, Don Ramón Villaamil, que a poco tiempo de jubilarse, es cesado de su puesto. La visión de Villaamil hacia la situación que vive es de frustración por desconocer el motivo del cese, y al mismo tiempo contemplar cómo otras personas, no sólo no son cesadas, existiendo fundamento objetivo para ello, sino que ascienden en su carrera. El protagonista de la novela va generando una amargura existencial, rozando la misantropía, y así como en la vida laboral su forma recta y seria de proceder ya generaba a su alrededor una cierta chanza (apodándole M.I.A.U. de forma similar al I.N.R.I. de Jesucristo), para posteriormente, ante sus denonados e infructuosos intentos de reincorporarse, ser prácticamente tomado por un desquiciado, además, en la vida familiar contaba con un yerno, también funcionario, que se jactaba de entrar y permanecer en una rueda no muy ajustada al rigor del procedimiento administrativo, ante lo que el protagonista se encontraba en una completa desazón vital. La esposa de Villaamil se lo llegaba a decir expresamente: «Ahí tienes por lo que estás como estás, olvidado y en la miseria; por no tener ni pizca de trastienda y ser tan devoto de San Escrúpulo bendito. Créeme, eso ya no es honradez, es sosería y necedad». Y a su vez, el yerno, marcado por ciertos caminos de corrupción, le llegaba a expresar: «al padre de familia, al hombre probo, al funcionario de mérito, envejecido en la administración, al servidor leal del Estado que podría enseñar al ministro la manera de salvar la Hacienda, se le posterga, se le desatiende y se le barre de las oficinas como si fuera polvo. Otra cosa me sorprendería; esto no. Pero hay más. Mientras se comete tal injusticia, los osados, los ineptos, los que no tienen conciencia ni título alguno, apandan la plaza en premio a su inutilidad… Así es el mundo, y así nos vamos educando todos en el desprecio del Estado, y atizando en nuestra alma el rescoldo de las revoluciones. Al que merece, desengaños; al que no, confites. Esta es la lógica, todo al revés; el país de los viceversas...».

Los acontecimientos de la novela concluyen con el suicidio de Villaamil, quien decide poner fin a su vida ante la imposibilidad de conciliar su personalidad y su concepto de servicio con el mundo que le rodea. Sólo le quedó la libertad para decidir sobre su propia existencia; una dimisión de la vida.

Desde un plano jurídico, la situación plasmada refiere a una aplicación del Derecho (en un cierto contexto, aunque extensivo a cualquier otro ámbito social) que lleva aparejado un sentimiento de desilusión o de decepción hacia unas normas que, de alguna manera, no impiden que un devenir de acontecimientos, en principio, contrario a ellas, se produzca en la realidad; y por otro lado, no posibilitan el reconocimiento, en justicia, del mérito merecido. En definitiva, Pérez Galdós plasma una instrumentalización (o un mecanicismo, en el mejor de los casos) del Derecho que, lo que en verdad genera, es una situación global de injusticia. El yerno de Villaamil así se lo decía: «¿No hemos de ponernos a cubierto de la ingratitud del Estado, agradeciéndonos nosotros mismos nuestros leales servicios? La recompensa es el principio de la moralidad, es la aplicación de la justicia, del derecho, del ius a la administración. Un Estado ingrato, indiferente al mérito, es un Estado salvaje».

En definitiva, el autor lleva a una manifestación del aforismo summum ius, summa iniuria, desde una concepción del Derecho no imbricada con aspectos metajurídicos imprescindibles, ubicados en el ámbito de la ética pública y de la moral. De nuevo, se comprueba que un conjunto de normas jurídicas, ya sean reguladoras de sectores o aspectos que se entiendan como más o menos grises, más o menos atractivos o interesantes, si no se enlazan con los principios del Derecho Natural, con los más elementales valores de humanidad y Justicia, o si quienes deben aplicar estas normas no los hacen resplandecer, convierten al Derecho algo contrario a sí mismo, una cobertura arbitraria de la injusticia que además propicia y alienta la degradación del sistema, por la desesperanza de quienes, inermes, nada pueden combatir, de ahí el desenlace final del protagonista de Miau.

«Hijo mío, ve aprendiendo, ve aprendiendo para cuando seas hombre. Del que está caído nadie se acuerda y lo que hacen es patearle y destrozarle para que no se pueda levantar…»

«Adiós, mis queridos amigos. No me atrevo a deciros que me imitéis, porque sería inmodestia; pero si sois jóvenes, si os halláis postergados por la fortuna, si encontráis ante vuestros ojos montañas escarpadas, inaccesibles alturas, y no tenéis escalas ni cuerdas, pero sí manos vigorosas; si os halláis imposibilitados para realizar en el mundo los generosos impulsos del pensamiento y las leyes del corazón, acordaos de Gabriel Araceli, que nació sin nada y lo tuvo todo.» (La Batalla de los Arapiles; Episodios Nacionales)




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


miércoles, 1 de enero de 2020

Santa Claus: una perspectiva jurídica


Santa Claus o Papá Noel es la encarnación legendaria de un santo de la Iglesia Católica, San Nicolás de Bari (270-345/352), obispo cristiano de procedencia turca, quien desde joven manifestó un especial cariño y protección hacia los pobres y sobre todo hacia los niños, obrando múltiples milagros que hicieron de él un hombre muy querido, patrón de diversas naciones y posteriormente un santo cuya impronta cultural sigue hoy plenamente viva. 

La tradición (y, tal vez, algo que trasciende la costumbre, o que la ha fundamentado haciendo posible su inmortalidad) expresa que este santo, bajo la apariencia de un afable hombre de barba cana, todas las noches del día 24 de diciembre, previas al día de Navidad, recorre los hogares de la humanidad y deja regalos, como le gustaba hacer en vida, reflejando su amor especialmente hacia los niños. Dios lo dotó de la capacidad de trascender los límites del espacio y del tiempo, y como un ser sobrenatural, se materializa cada año, independientemente del devenir de los tiempos, a través de los presentes que aparecen debajo del árbol de Navidad o en algún rincón de la casa.

Sin embargo, esta visita de Santa Claus confronta con las normas jurídicas humanas, que no están confeccionadas para articular un fenómeno como el que aquí se describe, de carácter esencialmente mágico. Desde la objetividad que ofrece el Derecho, nos encontraríamos con una presencia en un domicilio que no es la de alguien que sea su propietario o su legítimo ocupante, ni tampoco se trataría de alguien que haya sido invitado expresamente por el morador, sino que aparece cómo y cuándo quiere, de forma que se podría plantear la fórmula para conseguir desalojar de la vivienda a Papá Noel en el caso de ser localizado in fraganti en la casa (lo que por otro lado no suele ocurrir, aunque hay evidentes signos de su acceso y estancia).

Primero, desde un punto de vista civil, obviamente la vía del desahucio no sería adecuada, pues no se trata del inquilino que no paga, ni podría entenderse tampoco como un mero precario, ya que no puede verificarse la inexistencia de consentimiento por parte del morador, puesto que cuando Papá Noel aparece en el domicilio habitualmente su titular se encuentra dormido, y en consecuencia incapaz de emitir una declaración de voluntad contraria a tal estancia, aparte de que la precitada estancia no tiene la perdurabilidad necesaria como para fundamentar objetivamente la ocupación (ya que el tránsito de Papá Noel por el domicilio es ajeno al espacio-tiempo de los hombres).

Y desde la perspectiva penal, tampoco resulta posible que la conducta desarrollada por Papá Noel al acceder a las viviendas integre el delito de allanamiento de morada, pues el artículo 202 del Código Penal establece que “1. El particular que, sin habitar en ella, entrare en morada ajena o se mantuviere en la misma contra la voluntad de su morador, será castigado con la pena de prisión de seis meses a dos años. 2. Si el hecho se ejecutare con violencia o intimidación la pena será de prisión de uno a cuatro años y multa de seis a doce meses”.

Ninguno de los requisitos típicos integra la conducta de Papá Noel; en primer lugar, desde la perspectiva del tipo objetivo, en sede de autoría y participación, es difícil que el concepto de particular pueda serle atribuido, pues no se trata de una persona física, sino de una entidad de carácter trascendente o mágico; la necesaria permanencia en el domicilio, dotada de una cierta estabilidad o perdurabilidad tampoco concurre en el caso, pues en el más asimilable razonamiento, la estancia sería de breves segundos, aunque como ya se adelantó el sujeto activo aquí no se mueve en las coordenadas espacio-tiempo de la dimensión material; y en cuanto al elemento del consentimiento del morador, ciertamente la elaboración de una voluntad por parte del legítimo ocupante de la vivienda contraria a la presencia de Papá Noel en su casa, o bien no se podría manifestar externamente por la inconsciencia del sujeto pasivo del injusto al estar dormido, o bien la visualización del visitante sería tan momentánea, sorpresiva e inmersa en un halo de irrealidad que no podría materialmente conformarse a tiempo la necesaria voluntad en contra de la ocupación.

En definitiva, ningún argumento legal podría habilitar la expulsión de Santa Claus de la vivienda que visita, pues desde la perspectiva jurídica, no se integran los presupuestos para ello; pero, por encima de todo, se trataría de aplicar una serie de normas a un supuesto que las trasciende, ya que, al margen de que la visita pudiera verificarse al encontrar a Papá Noel en salón de casa, lo cierto es que, la mayoría de las veces, su presencia se vislumbra a través del corazón de quienes desde siempre la habitan, y aquí el Derecho no entra.




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación

domingo, 1 de diciembre de 2019

H.P. Lovecraft: terror cósmico y Derecho


Howard Phillips Lovecraft (1890-1937) fue un escritor norteamericano cuya obra generó una novedosa forma de entender los parámetros de la literatura ominosa y gótica que se había desarrollado hasta sus publicaciones. Niño dotado de una avanzada inteligencia, Lovecraft siempre mostró interés por los lugares alejados, inhóspitos, por la lectura y por los imperceptibles detalles de la naturaleza de los que disfrutaba en una soledad que le fue primero impuesta y luego deseada. Su creación literaria superó también las premisas habituales existentes hasta entonces, dando lugar a un concepto del terror que trascendió las relaciones intersubjetivas para ubicarse en unos planos de la existencia, tan reales como los de la sociedad humana, pero de una magnitud y dimensiones proporcionadas al tamaño del universo, es decir, infinitos. En estos planos residen entidades completamente ajenas a la comprensión, al razonamiento humano, que a la luz de la sociedad se presentan como dioses, dada la imposibilidad siquiera de entender su misma existencia, pero que en verdad son entidades que contemplan a la sociedad como el científico a los microbios, esto es, con una serie de finalidades que no redundan en el beneficio de la humanidad, sino con una indiferencia analítica que sólo conlleva, en el mejor de los casos, al examen de una especie infinitamente menor sin otro objeto; y con carácter general, a un impulso de extinción provocado por la aplastante e incomprensible superioridad existencial de estas monstruosas entidades respecto del género humano, dándose una situación equivalente a la de la cadena alimenticia obrante en la naturaleza, en la que las especies más fuertes se alimentan de las más débiles, sin otro motivo que la sola superioridad metafísica. Relatos como La llamada de Cthulhu o En las montañas de la locura ejemplifican este novedoso “terror cósmico” creado por Lovecraft,  en el que el desasosiego no proviene de un mal humano, hasta cierto punto ya conocido o reconocido socialmente, sino de un factor que ni siquiera puede clasificarse como “el mal”, porque nada tiene que ver con las relaciones interpersonales, sino que su origen está más allá de lo social, en una dimensión que se desconoce profundamente, y de la que sólo se sabe que es de una enormidad universal y de una profunda negritud, permaneciendo los motivos del proceder de estas entidades en lo indescriptible. Es este desconocimiento de los motivos lo que genera el verdadero y atávico terror.

Algunas consideraciones pueden hacerse, desde la perspectiva de la Filosofía del Derecho, en relación con la literatura lovecraftiana. No genera una especial controversia el que se afirme que las normas jurídico-positivas, y en particular, las del Derecho Penal, han sido creadas con el fin de contener la plasmación de ese “mal” que se reconoce socialmente, pues se encuentra inserto en la propia naturaleza del ser humano; el delito es algo identificable, no es extraño ni inconcebible porque entra en la posibilidad de actuación del ser humano, aunque constituya una aberración a todos los efectos, tanto jurídica como moral. Lovecraft, en este particular, sigue la estela de la obra de Edgar Allan Poe, cuando éste se centra en el análisis del proceder humano en la perpetración del crimen. Es cierto que la posición de Lovecraft respecto del hombre y la sociedad, en este plano, es de decepción y la propia del “homo homini lupus” de Thomas Hobbes, pues en sus obras el ser humano se presenta especialmente inclinado hacia lo no virtuoso, esto es, hacia la imprudencia o la ambición irracional, que quizá tienen su origen en las limitaciones humanas.

Pero de la obra de Lovecraft sí resulta para mí de interés el concepto de infinitud, de ese cosmos terrible y en absoluto controlable, que dada su superioridad a todos los efectos, puede condicionar, aunque lo sea de una manera imperceptible, las normas que rigen la vida humana, como quien controla un escenario y establece las reglas que han de regir en el mismo, y sin que quienes intervienen en él, la sociedad, ni tan siquiera lo perciban, pues se limitan a acatar las normas positivas sin cuestionar su origen o su intencionalidad, centrados sólo en la forma, en la mera apariencia, y condicionados por sus naturales limitaciones.

El Derecho Natural, que está dotado de esas mismas notas “cósmicas” que fundamentan la obra lovecraftiana, en el sentido de inmanentes y eternas, constituyendo la razón auténtica del valor de legitimidad de la norma jurídica positiva, puede perfectamente quedar a disposición de una fuente de poder  que lo establezca conforme a su particular criterio, y obedecer a unas razones que se encuadren en un parámetro de corrección moral verdadera o encubrir otros motivos. Por ello, un iusnaturalismo de carácter racionalista, generado por la propia sociedad a través del extracto de una serie de principios generales, es mucho más seguro y favorable que aquellas formas de Derecho Natural que vienen determinadas desde fuera, quedando al arbitrio de un tercero, que incluso puede venir investido de poder por su propia naturaleza, como ocurrió con el iusnaturalismo teológico: recordemos que la sociedad a la que se refiere Lovecraft en su obras tiene a estas entidades por dioses, lo que constituye la clave para que una serie de dogmas que provengan de ellas se erijan en el fundamento moral de las normas positivas, estableciéndose así un control definitivo e imperceptible de la realidad social, y llevado así al terror cósmico al mismo interior del funcionamiento de la sociedad. 

“Todas mis historias se basan en la premisa fundamental de que las leyes, intereses y emociones comunes de los seres humanos no tienen validez ni significación en la amplitud del vasto cosmos. (…) Uno debe olvidar que cosas como la vida orgánica, el amor y el odio, y todos los demás atributos locales de una insignificante y efímera raza llamada humanidad, existen en absoluto”.

“A mi parecer no hay nada más misericordioso en el mundo que la incapacidad del cerebro humano de correlacionar todos sus contenidos. Vivimos en una plácida isla de ignorancia en medio de mares negros e infinitos, pero no fue concebido que debiéramos llegar muy lejos”.




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 



viernes, 1 de noviembre de 2019

Søren Kierkegaard: temor, temblor y Derecho


Søren Kierkegaard (1813-1855), filósofo nacido en Copenhague, ha contribuido de una forma decisiva en el pensamiento contemporáneo, estimándose, nada menos, que representa el inicio del movimiento existencialista. Hombre peculiar incluso en su aspecto físico, en cierta forma adelantado a su tiempo, también su concepto filosófico estuvo dotado de una gran originalidad, sobre la base de la crítica a los planteamientos existentes hasta entonces, a las instituciones y a la misma idea del individuo, concibiendo, en el marco de una filosofía muy introspectiva, a la persona absorbida por un estado de desesperación vital, que al mismo tiempo que la perturba la incita a la superación, de modo que el conocimiento de los propios límites es la antesala para alcanzar las metas, y una vez conseguidas el individuo se transforma, deja atrás una versión de sí mismo menos perfecta, ya superada. Por eso, quien no conoce sus límites, ni se los plantea ni los concibe, está en la ignorancia filosófica, sin desesperación alguna,  y es absolutamente feliz, pero incapaz de mejorarse a sí mismo.

De la misma manera, el concepto de trascendencia para Kierkegaard, identificado con Dios, es siempre algo externo al individuo, que por su esencia sólo puede alcanzar fuera de lo racional, dando un salto al vacío, un salto lógico, que el filósofo danés denominó “el salto de fe”, siendo éste uno de los términos más importantes de su pensamiento. El filósofo no era partidario del alcance, a través de la razón, de los conceptos trascendentales, precisamente por las limitaciones de la persona, de modo que así como el individuo apacigua su desesperación mediante la superación personal, haciendo una dejación de sí mismo, respecto de lo trascedente, esa desesperación existencial por no poder alcanzarlo ni entenderlo es amansada mediante un salto al vacío, un abandono de la lógica.

La producción de Kierkegaard, y en particular su ensayo titulado Temor y temblor, me ofrece la posibilidad de realizar algunas reflexiones sobre el Derecho. Esta obra elabora una tesis filosóficas partiendo de la historia bíblica de Abraham, a quien un cruel Yahvé le ordena matar a su propio hijo por el bien de la humanidad, algo que Abraham acata renegando de sí mismo y de sus sentimientos, para finalmente estar a punto de consumar el asesinato, con una voluntad determinada hacia ello, aunque en el último momento Yahvé sustituyó a su hijo por un carnero.

Esta situación puede trasladarse al carácter imperativo de las normas jurídicas y a su obligado cumplimiento. Una norma jurídica es obligatoria porque, según el positivismo, dimana de una fuente última legítima de poder, en el marco de una estructura jerárquica y competencial, siendo el propio ordenamiento, como sistema autorregulado, el que determina la legitimidad de los mandatos normativos. Como es sabido, incluso en tal concepción del imperativo de las normas, siempre existe un fundamento último y metajurídico para la validez del mandato, que lo dota de obligatoriedad (así, por ejemplo, la norma fundamental kelseniana). El iusnaturalismo establece que ese prius de legitimidad y obligatoriedad del Derecho procede de sistemas ajenos al propio Derecho, y que además lo fundamentan de una manera esencial, de modo que una norma jurídica contraria a los postulados del Derecho Natural sería una norma injusta e ilegítima, obedecida sólo por el temor a la sanción, no por considerarla la plasmación del mandato social o de la justicia social.

Siempre se ha considerado que el denominado Derecho Natural ha de ser esencialmente bueno, elevado, como el alma respecto de un cuerpo físico. Ahora bien, ¿qué ocurriría si la voluntad metajurídica que establece esas normas eternas e inmanentes es perversa, ya sea abiertamente maligna o de una forma encubierta?

Esta cuestión determina si, ante una orden o una obligación de la ley impuesta desde el poder, cabe la desobediencia. En el caso de Abraham, la orden de Yahvé era claramente perversa, pues estaba obligando a un padre a matar a su hijo. Abraham encarnó entonces uno de los conceptos clave de la filosofía de Kierkegaard: “el caballero de la resignación infinita”, pues asume la orden sin cuestionarla, y procede a ejecutarla, sin consumarla por cuestiones ajenas a su voluntad. Sólo es la fe de Abraham, la confianza abnegada en ese poder que le ordena, lo que le hace suponer, que no saber, que lo que va a cometer no es algo terrible, porque los motivos van más allá de su comprensión, convirtiéndose así finalmente en un “caballero de la fe”.

Desde la perspectiva práctica, es sabido que el delito de desobediencia, que supone incumplir de forma abierta una orden, requiere para la integración de su tipo objetivo que dicha orden esté formalmente bien provista y que la dicte el órgano competente. Además, se elimina la antijuridicidad de la conducta en el momento en el que la orden constituya una infracción manifiesta, clara y terminante de la ley. Es decir, que no toda orden implica una obligación de acatamiento si ésta, por razones de forma o de fondo, es ilegal.

Si estos planteamientos filosóficos y jurídicos se trasladan al fundamento o génesis de la orden (que no es sino la materialización específica del mandato general), esto es, a la ley, surge la disyuntiva respecto de la desobediencia, no ya hacia una orden singular, sino hacia una norma jurídica que haya sido establecida sobre unas premisas injustas o corrompidas. En este punto, sólo queda aspirar a que las manos que hayan de configurar y moldear los principios del Derecho Natural nunca se encuentren ennegrecidas o atadas, pues en definitiva, la correcta marcha de una sociedad depende de la justicia, la razonabilidad y el buen y sano criterio de unos valores que fundamentan el Derecho positivo, evitando así tener que acudir a lo que, desde Cicerón a Bertrand Russell, se viene a sostener: la reacción de un buen ciudadano que no puede tolerar en la sociedad un poder que pretenda hacerse superior a las propias leyes, o erigirse el mismo en ley, sustituyendo la prosperidad social por su voluntad. 

“La Ética es aún una ciencia ideal, y esto no solamente en el sentido en que toda ciencia lo es. La Ética quiere introducir la idealidad en la realidad, es decir, que su movimiento no es como el de otros casos, en los que se pretende elevar la realidad hasta la idealidad”.

“Atreverse implica perder el equilibrio momentáneamente. No atreverse implica perderse a uno mismo.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación