Gottfried W. Leibniz (Leipzig, 1646 – Hannover,
1716) fue un sabio alemán cuyo interés por adquirir un conocimiento
onmicomprensivo le llevó a realizar importantes aportaciones en prácticamente
todas las ciencias existentes: desde la matemática, la lógica, la filosofía, la
historia o la física. Leibniz también articuló, por supuesto, una teoría del
Derecho de corte iusnaturalista, conforme a la cual aparte del Derecho, esto
es, de la norma jurídica escrita, existe un elemento superior, inmanente y
eterno que lo fundamenta y conduce para realizar su fin, que no es otro que un
concepto elevado, metafísico, de Justicia; de modo que solo cuando la norma
refleja y aplica dicho elemento superior en las relaciones intersubjetivas se
consigue la identificación plena de los dos ámbitos. La Justicia, como valor
superior, legitima y justifica al Derecho.
Resulta llamativo que el autor de Teodicea fuera un genio en las materias propiamente positivas, alejadas de cualquier componente metafísico,
y a la vez sustentase su teoría filosófico-jurídica en la hipótesis
trascendente. Es –considero- una consecuencia necesaria de su brillantez y del
dominio al que llegó de las más variadas disciplinas. Creo que Leibniz, objetivamente dotado de una gran inteligencia, pudo
concluir que todo conocimiento y creatividad humanos, por amplios que sean,
siempre serán limitados e infinitamente pequeños respecto de lo universal, que,
por el hecho de no llegar a comprenderlo, en modo alguno ello implica que no
exista ni que fundamente a la realidad sensible.
Me propongo aquí relacionar, de forma sintética, la filosofía pura de
Leibniz con su teoría del Derecho, para comprobar que ésta no es sino una
manifestación o faceta coherente con su pensamiento global.
Leibniz sustentó su filosofía en una serie de
premisas, siendo de especial relevancia el denominado principio de la razón suficiente. Conforme al mismo, debe existir una razón suficiente para
que cualquier cosa exista, para que cualquier evento se produzca, para que
cualquier verdad pueda obtenerse. No viene a ser sino una evolución del
principio de causalidad, al que se le dota de una proyección metafísica: cualquier
efecto tiene una causa motivadora, pero el que la causa no se encuentre en la
realidad sensible no significa que no se halle en otro plano ontológico, desde
el que opera, y el hecho de que no sea perceptible por el ser humano no implica
su inexistencia, sino únicamente la incapacidad humana para tomar noticia, a
través de la percepción, de ese elemento decisivo. En este extremo Leibniz es
claramente tributario de la filosofía escolástica, y especialmente del
argumento ontológico de San Anselmo de Canterbury o de las vías de Santo Tomás
de Aquino.
Llevado este principio al campo jurídico, si la
Justicia es un valor inmutable y eterno, ajeno al devenir de los tiempos y a la
transitoriedad de las normas jurídicas positivas, realidades éstas de mero hecho subordinadas al contingente poder y a su intencionalidad -ya sea sincera en orden a velar por el bien común, o perversa al pretender obtener veladamente sus propios fines-, siendo en todo caso la norma jurídica un efecto en la realidad sensible, su causa primera y verdadera, necesaria y suficiente para las auténticas consecuencias que le corresponden como norma jurídica, radicará en el plano de los
valores, en el que se encuentra la Justicia. Nos hallamos de este modo en
presencia de la razón última y suficiente de la norma: el Derecho Natural, en el que se integra la Justicia. Con independencia
de la forma, del contenido, alcance o eficacia de la norma positiva, el valor
de la Justicia es inmodificable.
Unidos de este modo ambos planos, a través de la
razón suficiente, surge el segundo concepto clave en la filosofía de Leibniz:
las mónadas.
Bajo este nombre, el sabio confirió una
sustantividad, en cierta manera un parámetro de configuración o de individualidad
a lo trascendente. Las mónadas son los elementos que constituyen el universo,
en definitiva, la identidad de aquello que no resulta medible con los
instrumentos de la física. Se trataría de elementos eternos, independientes e
inmutables. Similares a los átomos de Demócrito en la materia, pero referentes
al plano de los principios y valores. Leibniz estableció así una medida de los
elementos metafísicos. Por lo tanto, siendo cada mónada una entidad propia,
independiente y dotada de eternidad, puede afirmarse que la Justicia,
incardinada en el denominado Derecho
Natural, es la mónada determinante y esencial para el Derecho.
Con ello, uno de los más grandes sabios del
mundo moderno demostró que el máximo conocimiento posible al que puede aspirar
el ser humano no ha de redundar jamás en su soberbia, pues la conclusión necesaria de
ese saber es que nunca podrá llegar a concebirse lo eterno, lo primordial,
aquello en lo que se basa el simple entendimiento material, cuestiones que
trasladadas al Derecho implican la comprensión del carácter siempre limitado y
contingente de las normas jurídicas, y su radical dependencia de aquello
verdaderamente importante para alcanzar su fin natural y no convertirse en
fuegos de artificio: el valor de la Justicia, que trasciende épocas, gobiernos,
jueces, hombres y sociedades.
“Aunque en algunas
ocasiones no se pueda disfrutar del derecho propio, por falta de juez y de
poder, no deja de subsistir el derecho. (…) Hay un derecho, e incluso un
derecho en sentido estricto, previo a la fundación de los Estados.”
“Sostengo que los hombres podrían ser
incomparablemente más felices de lo que son, y que podrían, en poco tiempo,
realizar grandes progresos en incrementar su felicidad, si estuviesen
dispuestos a hacer lo que deben. Tenemos a la disposición medios excelentes
para hacer en 10 años más de lo que se podría hacer en varios siglos sin ellos,
si nos entregamos a hacer de ellos lo mejor posible, y no hacer nada más
excepto lo que se debe hacer.”
“La experiencia
del mundo no consiste en el número de cosas que se han visto, sino en el número
de cosas sobre las que se ha reflexionado con fruto.”
“El
alma es el espejo de un universo indestructible.”