Agustín de Hipona (354-430), santo de la Iglesia
Católica, es uno de los más grandes intelectuales, teólogos y filósofos, con un
pensamiento que va mucho más allá de lo estrictamente religioso. Doctor de la
Gracia y de la Iglesia, conjugó teoría y práctica, pues Agustín tuvo una vida,
de joven, en la que verdaderamente conoció el mundo, lo experimentó en toda su
intensidad. Hijo de Santa Mónica, su madre trató de inculcarle los principios
del cristianismo, pero Agustín no siguió a priori esa dirección, y pese a ser
muy inteligente, y dotado para la oratoria y la filosofía, sus primeros años no
fueron presididos por el estudio, y sí bastante pasionales, llegando a conocer
a una mujer con la que tuvo una relación duradera y un hijo, Adeodato.
Muy frustrado por no encontrar una doctrina
filosófica que se acomodara a lo que él entendía como verdad, se fue de
Tagaste, su ciudad de nacimiento, situada al norte de África, con destino a
Italia. Es en Milán donde, al fin, San Agustín se convierte al cristianismo,
siendo bautizado a la edad de treinta y tres años, y decide separarse para
siempre de aquel mundo que había conocido, llevando desde entonces una vida
ascética, dejando atrás las vivencias de la juventud –de las que tomó nota, y
fueron objeto de autocrítica en una de sus principales obras, las Confesiones- y los dogmas del
maniqueísmo, al que se había adscrito en aquellos años. Ya bautizado, volvió a
su tierra, y allí empezó a consolidar una fama de enorme erudito, discutiendo
con absolutamente todos los representantes de las posiciones filosóficas
imperantes en aquél entonces.
El pensamiento agustiniano tiene muy amplias
facetas. Me interesa, en especial, referirme a la interconexión entre sus
postulados filosóficos y políticos con la materia jurídica. Podrá comprobarse
que el santo de Hipona fue una mente preclara, adelantada a temas que siglos
después dominaron la filosofía e incluso dieron lugar a auténticos virajes en lo
que al pensamiento refiere, propiciando cambios en la forma de entender al
hombre y la realidad.
San Agustín es el autor responsable de la
compatibilidad entre la razón y la fe, cuestiones que hasta entonces se
entendían antagónicas por su propia esencia. Pues bien: para el santo obispo de
Hipona la razón es la vía para poder comprender la propia fe, pues si no es
posible pensar, tampoco es posible creer. Sus dimensiones son, en efecto,
completamente distintas, pero el pensamiento es el atributo necesario para
poder llegar a plantearse la adscripción del ser a una creencia, a una fe, o
bien a no compartirla. Pero en todo caso es imprescindible hacer una operación
intelectual que lleve a ese resultado. En fin: la razón es un factor sine qua non para la fe, y ambas nociones adquieren, de este modo, la
característica de complementariedad.
En línea con esta dualidad y la conciliación de
los dos extremos precitados, que estuvieron en el epicentro del pensamiento de
San Agustín, el sabio contrapuso a la Ciudad
de Dios con la ciudad terrenal, siendo ésta una de las más conocidas
aportaciones del Doctor de la Gracia. Esta imagen contrastada versa sobre la
perfección que existe en una ciudad (sociedad) con valores, con pleno respeto a
los derechos fundamentales y subjetivos de todos quienes la integran, con una
ética imperante en la vida personal y colectiva, frente a una ciudad (esto es,
de nuevo, una sociedad) en la que el materialismo, el egoísmo, la pereza, el
aprovechamiento, la carencia de respeto, las pasiones desbocadas, un estilo de vida desordenado y disoluto son los
elementos configuradores. Este es el mundo de los hombres, la sede de la
política.
Si se trasladan estos conceptos a la filosofía
jurídica, se verifica que en ellos está presente la dualidad entre el Derecho
Natural y el Derecho Positivo. Un habitante de la ciudad terrenal, que sea
especialmente elevado en principios éticos, racional en cuanto que se cuestione
los motivos de la actuación del poder, tomará consciencia de que las leyes
emanadas del mismo, si no participan de los caracteres de aquella otra ciudad
de perfecta convivencia no son sino actos que sirven para justificar tropelías.
No en vano, San Agustín decía que las leyes separadas de los valores éticos,
del Derecho Natural, ni son justas ni son leyes en absoluto, y si no lo son,
sin esas cortapisas de la ética manifestada en las leyes, los autores de las
mismas, los gobiernos terrenales, en nada se diferencian de una banda de
ladrones, al justificar sus actos y actuar además en situación de impunidad.
A todo lo anterior, de un acierto incontestable,
se añade la consideración sobre el innatismo que San Agustín avanzó en su
pensamiento, adelantándose a filósofos muy posteriores: merced a la razón, el
ser humano puede buscar en su interior y comprender que hay ciertas ideas,
ciertos conceptos que se incluyen en él, y los entiende no tanto porque la
experiencia se los haya conferido, sino porque de forma intrínseca forman parte
de sí mismo. Por ello, el ser humano, el buen ciudadano dotado de
raciocinio y moralidad, puede darse cuenta de que la realidad que le ofrece el
poder, a través de leyes, noticias, campañas de comunicación y tantos otros
recursos mediáticos, es falsa. Esto no sería posible si las nociones
universales, si los valores, no procedieran del interior del individuo y en
cambio fueran de origen externo, pues en tal caso, sencillamente, sería
imposible forjar un planteamiento crítico respecto de cualquier imposición,
evento o comentario. El buen ciudadano de la ciudad terrenal cumplirá la ley,
pero cuestionará su justicia porque se separa de la ciudad de Dios. Tendrá un conocimiento auténtico, integrador y pleno del fenómeno jurídico. Del mismo
modo, la verdadera esencia del Derecho, los valores de la Justicia, no se
encuentran extra muros de la sociedad
ni de los ordenamientos jurídicos, sino en su interior, como elementos eternos
y permanentes, si bien para alcanzar a verlos se precisa ética y razón.
“Obedeced más a
los que enseñan que a los que mandan.”
“Los hombres están
siempre dispuestos a curiosear y averiguar sobre las vidas ajenas, pero les da
pereza conocerse a sí mismos y corregir su propia vida.”
“Cuanto mejor es
el bueno, tanto más molesto es para el malo.”
“El alma
desordenada lleva en su culpa la pena.”
“La soberbia no es
grandeza, sino hinchazón. Y lo que está hinchado parece grande, pero no está
sano.”
“La verdad es como
un león: no necesita ser defendida. Déjenla libre y se defenderá por sí misma.”
“No vayas fuera,
vuelve a ti mismo. En el hombre interior habita la verdad.”