Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) fue
uno de los más grandes escritores alemanes. Sus obras abarcaron, con maestría,
prácticamente todos los géneros literarios, y han sido examinadas desde prismas
muy diversos, advirtiendo una innegable calidad estilística y relevante
profundidad, de modo que ninguna de ellas puede ser contemplada solo desde un
punto de vista superficial, al ofrecer capas y metasignificados que entroncan
con cuestiones filosóficas de primera importancia.
En esta ocasión no me centro en la
personalidad del autor, sino en uno de sus personajes, que en verdad se originó
en una tradición precedente. Personaje que pareciera que lo tenemos hoy día a
nuestro lado, o aún peor, con capacidad para tomar decisiones que nos afectan a
todos.
Tampoco he querido dedicar este artículo abiertamente
al que voy a llamar “socio” de Fausto. No he de negar que me tienta, desde hace
bastante tiempo, examinar jurídica y filosóficamente al diablo, a Satanás, y
hacerle protagonista de un texto.
Pero como yo no deseo, en modo alguno, ser
un Fausto más en la vida (porque con los que tenemos ya hay bastantes) que
caiga en esa tentación –aún simplemente literaria-, ni tampoco me apetece darle
protagonismo a quien no se lo merece y que siempre está y estará a la sombra
del Bien, por más que le pese, pues no le llega a la suela de los zapatos y
todo lo que hace en este mundo es bajo permiso, control y yugo de la Bondad
Suprema, que le venció y le vencerá eternamente, sí creo oportuno utilizarle
para algo positivo, como la tradición literaria y el propio Goethe, en su
versión del mito fáustico, también hicieron. Por lo tanto este será un artículo
dedicado a poner de manifiesto, desde lo ético, las consecuencias de la
debilidad humana, de la perversión del poder, e indirectamente aquí estará presente
esa figura diabólica, que influye sobre el ser humano, porque él mismo lo busca
y le hace caer, dañando en su despropósito a la sociedad entera.
La historia clásica de Fausto es la de un
hombre culto, científico, que por desgracia adolece de una inmensa ambición y
de debilidades. No está conforme con lo que tiene ni con lo que sabe – que no
es poco - y desea acaparar todavía más: más sabiduría, más poder, más juventud,
más placer. Con ese fin, en un momento determinado de su vida invoca al diablo,
que se le aparece en la figura de Mefistófeles, y hace un pacto de sangre con
él. Renuncia al conocimiento superior por otro más mundano, dando su alma a
cambio del placer, del poder y de una juventud que le aporte fortaleza hasta
que el maligno, en el día de su muerte, se cobre el precio pactado. Entre
Fausto y Mefistófeles se genera una sociedad, convirtiéndose ambos en un par de
compañeros de viaje; desde mi punto de vista más que de una asociación hablamos
de una simbiosis, en la que es el diablo quien está controlando a Fausto, se
divierte con él y disfruta porque ve como un hombre culto cae en la
depravación, arrastra en su deriva a muchas personas a las que hace daño, y
tiene garantizado que se va a cobrar una suculenta alma para el infierno. Sin
embargo, Fausto, como consecuencia de ese pacto, ha perdido lucidez y se ha
transformado en un ser bastante simple, naíf
en cierta forma, que piensa que todo lo que siente y le ocurre redunda en su
beneficio y es porque él lo ha querido así, cuando realmente es una marioneta manejada por el maligno. En la versión de Goethe, es el amor hacia
una mujer, Margarita, quien hace que Fausto despierte y reconduzca sus acciones
hacia el lado del bien, librándose del pacto. Pero antes de ello, el diablo
había intervenido en la muerte de Margarita, y había hecho de Fausto un
personaje corrupto y deseoso de infiltrarse en ámbitos de poder político,
haciéndose en ellos el imprescindible, al tiempo que su moralidad se diluía en
el goce de placeres de muy poca altura.
No creo que sea preciso decir que este
“mito” no lo es tanto.
Dejando al margen las figuras literarias del
bien y del mal, y la disyuntiva de Fausto entre ambas, en las que pareciera que
Mefistófeles es quien gana, pero por la poca solidez de Fausto, hasta que en un
momento crucial él mismo orienta sus actos hacia el lado opuesto, la obra nos
trae al día presente el debate moral, la necesidad de la prevalencia de la
ética en la toma de decisiones públicas sobre el beneficio personal.
Nos movemos en unos tiempos en los que somos
conscientes de que aquél que detenta o pretende detentar el poder sobre la
sociedad tiene que pactar con otros. La cuestión es cuál haya de ser el límite
para ese pacto. Hasta la fecha, el que quiere alzarse con el poder, aunque lo
diga con un tono tan grave como pomposo, no siendo sus palabras de fiar, pues
sus hechos no se corresponden con ellas, no pone límite alguno, ya que lo que
anhela, ante todo y sobre todos, es el poder, y ello aunque su alianza implique
para él tomar una decisión que destruya al estado. Aquí tenemos a nuestros
Fausto y Mefistófeles del día de hoy. La situación es idéntica: el que pacta,
el que acude a “socios” para llegar al mando, no es quien ejercerá el poder
sobre la sociedad, sino que será su simbionte quien lo haga, poniendo de
rodillas a una población completa y a las instituciones que la rigen. El
Derecho, desprovisto de un valor firme ético, de un respeto por los pilares
básicos, por los valores de Derecho Natural, que disponen tanto el armazón de
la propia configuración histórica del estado, sustentado en su unidad, como el
reconocimiento de nuestros derechos subjetivos más esenciales, será manipulado
hasta niveles increíbles, haciendo de lo blanco, negro; sacralizando esa
afrenta hasta lo institucional, y con ello los únicos perjudicados seremos
nosotros. Ni al Derecho Penal, ni al Derecho Constitucional, ni a ninguna otra
rama jurídica las reconoceremos; serán instrumentalizadas, y bien derogadas,
modificadas o interpretadas para consagrar el pacto y en pro de sus artífices,
beneficiando al simbionte y alegrando, sin más, al que piensa que resulta
favorecido por el acuerdo, cuando no es sino un pobre títere altanero, carente de
cualquier tipo de ética personal que le permita cortar las cuerdas que lo
dirigen.
Y mientras no lo haga, todos nosotros bailaremos
forzosamente con él, al tiempo que las carcajadas de Mefistófeles resonarán de una
forma ensordecedora. A menos que alguien lo impida…
“Yo
soy una parte de aquella parte que al principio era todo; una parte de las
tinieblas, de las cuales nació la luz, la orgullosa luz que ahora disputa su
antiguo lugar, el espacio a su madre la noche.”
“Suplicas jadeante por
verme, por oír mi voz, mi rostro contemplar; me inclina la poderosa súplica de
tu alma. ¡Aquí estoy! ¿Qué lastimero espanto se apodera, superhombre, de ti?
¿Dónde está el grito del alma? ¿Dónde está el pecho que un mundo en sí creó, y
lo llevó y lo cobijó, y que, temblando de alegría, se hinchó, alzándose, hasta
igualarse con nosotros, los espíritus? ¿Dónde estás Fausto, de cuya voz oí el
sonido, ese que, con todas sus fuerzas, se afanaba por llegar a mí? ¿Eres tú
ese que, animado por mi hálito, hasta en lo más recóndito de su alma tiembla,
un medroso gusano retorcido?”
“El hombre se extravía
siempre que, no satisfecho de lo que tiene, busca su felicidad fuera de los
límites de lo posible.”