Ernesto Sábato (1911-2011) fue un escritor
argentino, físico de formación, ganador, entre otros, del Premio Miguel de
Cervantes. Autor prolífico, sus obras tienen un componente filosófico relevante,
y, en verdad, oscuro. Ello es así porque Sábato analiza en sus libros la profundidad
del ser humano y saca a la luz los
recovecos más tenebrosos de la mente, aquello que negamos que existe, pero que
sabemos que late en nosotros, contenido por la educación, la forma, la moral,
que evitan el desencadenamiento, por su liberación, de un caos al que realmente
nuestra especie está abocada. Se trata de la exposición de la verdad de la
condición humana y su fatalismo implícito, de tal modo que los impulsos propios
de nuestra naturaleza, en defecto de la contención por la ética, llevan a la
destrucción total. Una perspectiva tétrica que se trata con una cierta
naturalidad, y que hace del autor un exponente del existencialismo, siendo así
que Albert Camus, insigne representante de esta corriente de pensamiento, ensalzó
la obra de Sábato y en particular la novela titulada El túnel, a la que me quiero referir específicamente.
El túnel es una narración en primera persona del devenir
de la mente de un asesino que explica, él mismo, cómo conoció a la que más
tarde sería su amante y cómo finalmente acabó con su vida, en un relato de
obsesión, de dependencia emocional, de justificación de la malignidad.
El protagonista, un pintor, observa en una
exposición de sus cuadros que una mujer se fija detenidamente en uno de ellos,
y en particular en un detalle de uno de los lienzos. A partir de ese momento el
pintor busca a esta mujer de diferentes formas por toda la ciudad hasta que da
con ella, comprobando que los dos se parecen mucho, pues la misma inquietud que
el artista plasmó en un aspecto de su cuadro, aparentemente contextual o
intrascendente pero en verdad de importancia central, fue apreciada por ella, y
a través de múltiples conversaciones y encuentros entre ambos, llegaron a
profesarse amor, pero un amor destructivo, pues al mismo tiempo actuaban como
dos trenes en un rumbo inexorable de colisión: ella guardaba más oscuros que
claros en su vida y así se lo advirtió al pintor, diciéndole, pues le conocía
bien, al ser tan similares, que si seguía con ella le iba a hacer mucho daño. Y
así fue. Se trata de la narración de una mente quebrada, obsesiva, tal vez
esquizoide según algunos, y en un momento determinado, liberada de toda atadura
moral, lo que le lleva a cometer el asesinato al presuponer un engaño.
Desde la perspectiva filosófico-jurídica, El túnel me ofrece dos consideraciones.
La primera de ellas, propiamente filosófica, está
en que la ética resulta ser un elemento esencial para la convivencia.
Abiertamente: no somos capaces de contenernos ni podemos poner freno al destino
que conlleva nuestra naturaleza si sobre tales impulsos no priman siempre la
razón y los principios y valores de moralidad. Sin este escudo de la ética del
que necesariamente nos debemos servir en el marco de la vida en sociedad, o si
se prefiere, de una formal educación o de una apariencia de tolerancia, la vida
es imposible, porque aflorarían los impulsos primarios, que no son positivos.
Es lógico que el movimiento existencialista pusiera en valor a esta novela como
referente de su pensamiento, pues, sin cortapisas, muestra la realidad de las
reacciones de un ser humano, aunque no guste reconocerlo, y lleva a concluir
que, sin ningún tipo de límites, estamos abocados a la nada, a través de un
proceso destructivo muy doloroso. Cuando grandes representantes del existencialismo
referían que la moral supone un encorsetamiento del ser humano para evitarle el
inexorable destino que le espera y es propio de su condición; o cuando también
explicaban que el ser humano tiene que luchar contra sí mismo para
perfeccionarse y pulir en la medida de lo posible su esencia tan sumamente
teñida de claroscuros, en El túnel
tenemos reflejada, a través de la literatura, una plasmación práctica de las
consecuencias de no hacerlo.
La escena de la pareja, cuando ambos se
encuentran en una finca fuera de la ciudad, mirando hacia un acantilado, y
siente el protagonista que las aguas profundas y negras les llaman, es una
clara referencia a la conocida mirada al abismo, que es devuelta por éste.
Si la reflexión anterior se traslada al mundo del
Derecho, qué duda cabe que nos encontramos ante una perspectiva de lo jurídico
como mecanismo de contención, tan necesario como el de la ética, para evitar
esa esencial tendencia hacia la colisión que tanto nos caracteriza, incluso
mediando, entre los implicados, el afecto: tal es el poder de nuestra parte
oscura. No sería necesaria la imposición, la coerción derivada de las normas
jurídicas, si el ser humano tuviera la fortaleza suficiente para vencer a su parte
negativa; pero claro está -y tanto la historia como el día a día lo demuestran-
que esa faceta es demasiado poderosa, y, en efecto, es necesario un Derecho que
nos contenga, de la misma manera que la ética viabiliza las relaciones humanas
alejándolas de la destrucción a la que tendemos. Tristemente, esta ética
tampoco es suficiente, y por ello hay que acudir a un Derecho que ha de regular
todas y cada una de las aristas de la vida humana, sin excepción, como si se
tratara de unas cadenas autoimpuestas. Y, así y todo, el caos, como es de ver,
nos acompaña y acompañará siempre, cuando recorramos nuestro propio túnel y, en
algunos momentos, coincidamos en un cruce de caminos con el devenir de la vida
de otros. Llegado ese punto, nuestra esencia, tarde o temprano, aflorará, y
precisaremos, incuestionablemente, de la cobertura de la ética y del Derecho.
“(…) y que en todo
caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en el que había
transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida. Y en uno de esos trozos
transparentes del muro de piedra yo había visto a esta muchacha y había creído
ingenuamente que venía por otro túnel paralelo al mío, cuando en realidad
pertenecía al ancho mundo, al mundo sin límites de los que no viven en túneles;
y quizá se había acercado por curiosidad a una de mis extrañas ventanas y había
entrevisto el espectáculo de mi insalvable soledad, o le había intrigado el
lenguaje mudo, la clave de mi cuadro. Y entonces, mientras yo avanzaba siempre
por mi pasadizo, ella vivía afuera su vida normal, la vida agitada que llevan
esas gentes que viven fuera, esa vida curiosa y absurda en la que hay bailes y
fiestas y alegría y frivolidad. Y a veces sucedía que cuando yo pasaba frente a
una de mis ventanas ella estaba esperándome muda y ansiosa (¿por qué esperándome?
¿y por qué muda y ansiosa?); pero a veces sucedía que ella no llegaba a tiempo
o se olvidaba de este pobre ser encajonado, y entonces yo, con la cara apretada
contra el muro de vidrio, la veía a lo lejos sonreír o bailar
despreocupadamente o, lo que era peor, no la veía en absoluto y la imaginaba en
lugares inaccesibles o torpes. Y entonces sentía que mi destino era
infinitamente más solitario que lo que había imaginado.”