La figura de Don Pelayo, quien es considerado el
primer rey astur, se diluye en el pasado, entre la historia y la leyenda. No es
conocida su fecha exacta de nacimiento, si bien sí se sabe que falleció en
Cangas de Onís en el año 737. Sus tiempos se enclavan en una Península Ibérica que
había dejado ya muy atrás a Roma y, tras el reinado visogodo, el Islam se
extendía de sur a norte, con su epicentro en el califato de Córdoba. Tras la
pérdida de poder del rey Witiza y la derrota de Rodrigo en la batalla de
Guadalete, los musulmanes se extendían por la Península Ibérica prácticamente
sin resistencia, e incluso en muy buena medida con un pueblo que, ante los
abusos, fundamentalmente de tipo tributario que habían llevado a cabo los reyes
visigodos, no objetaban a la referida expansión. Las fuerzas árabes llegaron al
norte, y allí se encontraron con unos pequeños reductos cristianos de
resistencia, dirigidos por un jefe llamado Pelayo, quien les arengó para hacer
frente a los invasores.
Aprovechando la estrechez de los desfiladeros de
los Picos de Europa, y desde la cueva del monte Auseva, tres centenares de
hombres hicieron frente al invasor, que les superaba inmensamente. A partir de
aquí, comienza la leyenda, pues Pelayo consiguió la victoria con una supuesta
intervención divina, que propició un desprendimiento de tierras, o bien con un
sorprendente lanzamiento de piedras desde múltiples ángulos que, aprovechando
la angostura del terreno por el que los musulmanes tenían que pasar
prácticamente de uno en uno, llevó a su derrota. Eran 300 astures frente a
188.000 enemigos.
Una historia entretejida con traiciones,
intrigas familiares e incluso milagros, como fue la aparición de una cruz en
los cielos durante esta batalla, que hicieron de Covadonga, Asturias, el
principio de lo que se llamó Reconquista y que, tras siglos, culminaría con la
recuperación integral para el cristianismo de los reinos de la Península.
Como ocurre hoy día, la realidad de las cosas
depende de quién las relate, cómo lo haga y a favor de quien actúe, y así las
crónicas de entonces, cristianas o árabes, describen estos hechos de forma
bastante dispar, unas engrandeciendo la figura de Pelayo y otras, lógicamente las
árabes, restándole importancia. No obstante, es innegable que ese hecho
determinó el inicio de un cambio esencial en la historia.
Don Pelayo, si se mira desde los ojos de la
literatura, tiene unas semejanzas muy curiosas con personajes míticos, como el
Rey Arturo de Bretaña (se ha especulado sobre su origen celta) o incluso
Leónidas de Esparta (como dirigente militar que, en inferioridad de
condiciones, resistió al invasor). Por ello, su gesta, no negando la
importancia histórica que corroboran los acontecimientos posteriores,
incursiona en la épica y en el relato legendario.
El Derecho, en el momento en el que Don Pelayo
vivió y tuvieron lugar los acontecimientos de Covadonga, era esencialmente
consuetudinario, fundamentado en la costumbre como norma, recogiendo muchas
tradiciones arrastradas desde los últimos tiempos del dominio de Roma hasta el
reinado visigótico que ya agonizaba. No existía un orden normativo, algo que
vendría con posterioridad.
A pesar de ello, si hubo un elemento que unió a
los astures comandados por Don Pelayo, desde luego no fue el factor jurídico,
el legal. Su razón de lucha fue otra, de una naturaleza muy diferente, máxime
sabiendo que, por una parte, las normas entonces existentes carecían de cohesión
y respondían a unos tiempos en declive con los que, además, tampoco estaban de
acuerdo y, por otra parte, la perspectiva que veían en el horizonte, con un
Derecho asentado en postulados religiosos que eran totalmente contrarios a sus
principios, hacía que el detonante de sus fuerzas para la batalla se encontrase
en un plano o dimensión ética, en una idea de colectividad, de interés general,
como era el librarse de la opresión que se avecinaba y conseguir que su pueblo,
que su tierra, fuera respetada y libre, y desde ella, también lo fuera todo el
territorio ibérico.
Así, debe reflexionarse sobre la naturaleza de
la base de cualquier respuesta frente al opresor, frente a quien se erige como
poder que decide el destino de los pueblos y no ha sido elegido por ellos, o
bien, incluso habiendo sido elegido, en un momento determinado se corrompe: en
un mundo en el que las normas adolecían de muchos defectos, o bien las que se veían
venir a lo lejos supondrían la negación más absoluta de los derechos de un
colectivo -hasta su propia existencia- la reacción siempre será ética,
filosófica, pues solo ésta es la que no se sujeta a ningún tipo de límite, y de
ella surge, realmente, el principio de una buena legislación, ya que las ideas
de la unión de un pueblo, de resistencia y de lucha por la identidad y la
libertad se ubican en un sustrato intelectual que, por fortuna, ningún poder o
legislador puede cercenar; siempre, eso sí, que las sociedades tengan las armas
culturales, la valentía y la inteligencia para despertar, porque de ello
depende su misma supervivencia.
“La paciencia es la llave que abre todas las puertas.”
“El valor reside en la honestidad y la
integridad.”
“La humildad es la base de la grandeza.”
“Saetas y flechas
que contra el rey lanzaban
ni a él ni a sus
gentes ninguna llegaba,
tan airadas como
iban asimismo tornaban,
si no era a ellos
mismos, a otros no mataban.
Este rey Pelayo,
siervo del Creador,
protegió tan bien
la tierra que no pudo mejor;
fueron así los
cristianos perdiendo su dolor
aunque nunca
perdiesen el miedo a Almanzor.”
Poema de Fernán González