sábado, 1 de junio de 2019

Sigmund Freud: el Derecho como padre de la sociedad y represor de los deseos


Sigmund Freud (1856-1939) fue un médico neurólogo austriaco cuyas teorías, no sólo centradas en el psicoanálisis, han hecho de su figura una de las más relevantes del siglo XX, extendiendo sus estudios sobre la mente humana a todos los campos del conocimiento, además del clínico.

En efecto, es muy conocido que sus contribuciones son determinantes, dentro del Derecho Penal, para la teoría de la culpabilidad y la asunción por el sujeto activo del delito de la antijuridicidad de la conducta desarrollada, cuando ésta es comprendida y asumida profundamente por la consciencia del individuo, sin circunstancias psicopatológicas que eliminen la referida comprensión, llegando incluso a racionalizar o explicar las motivaciones del sujeto en el momento de materializar la acción. Las teorías de Freud fueron muy polémicas, al enraizarse en aspectos primigenios del individuo, en sus deseos y apetencias.

De los planteamientos freudianos es posible entresacar un concepto del Derecho, una teoría jurídica que recoge algunos antecedentes de otros pensadores como Schopenhauer y Nietzsche. En Freud, el Derecho surge para intentar dotar de estabilidad o de seguridad a la caótica y apasionada vida humana, movida por instintos primitivos en múltiples ocasiones descontrolados, originados en la propia génesis de la especie, donde la fuerza bruta y las necesidades reproductivas y sexuales determinaban la vida y la supervivencia. En el inconsciente humano esas inercias permanecen latentes, y en el momento en el que cristalizan en la realidad, en su caso a través de la perpetración de acciones antijurídicas, surge una doble necesidad: primero, volver a un padre primigenio en el que descargar las culpas y las debilidades, y segundo, crear un sistema que restrinja las bajas apetencias humanas, ante la imposibilidad del individuo de contenerse, pues con ellas nace y muere, y la convivencia precisa de una represión necesaria, que el ser humano no alberga en su inconsciente, siendo preciso originarla y recibirla de forma exógena, para a continuación ser asumida internamente: éste es el origen del superyó freudiano. Así pues, para que la vida social pueda tener lugar, dada la incapacidad individual para refrenar las pasiones y los deseos, el ser humano vuelve a la figura de un padre, que lo controla y limita por su propio bien, naciendo de este modo el Derecho, y además, el quebrantamiento de la norma paterna, la infracción del Derecho, también le genera al sujeto un conflicto interno, pues el inconsciente se enfrenta al superyó, que le dicta e impone unas normas de contención, y en esa encrucijada, surgen el sentimiento psíquico de culpabilidad en el individuo, la depresión y la melancolía, pues el propio sujeto es el primer juez de sí mismo.

El Derecho es, de este modo, fruto de una trágica y decadente concepción del ser humano, de nuevo presentado como dependiente de sus bajas pasiones, y necesitado de una fuente externa de poder que lo someta, autogenerándola al ser consciente de sus debilidades intrínsecas, y vinculándose a ella como un menor de edad lo hace respecto de un padre, añadiendo a ello que el propio individuo se reprime internamente al asumir las reglas morales y jurídicas como propias, por medio del superyó.

“La mayoría de la gente no quiere la libertad realmente, porque la libertad implica responsabilidad y la mayoría de la gente teme la responsabilidad”.

“He encontrado pocas cosas buenas sobre los humanos en general. Por mi experiencia, la mayoría son basura, no importa si se suscriben públicamente a una doctrina ética o no. Es algo que no puedes decir muy alto o siquiera pensar”.




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 





miércoles, 1 de mayo de 2019

Arthur Schopenhauer: el Derecho como voluntad y representación


Arthur Schopenhauer (1788-1860) fue un filósofo alemán que concibió la vida y quehacer humanos desde una perspectiva oscura, desesperanzada y materialista, tomando como base en buena medida los planteamientos de Thomas Hobbes en cuanto a la consideración del hombre como un lobo para el hombre (homo homini lupus). Para Schopenhauer, el hombre es un ser exclusivamente biológico, dotado de inteligencia (elemento que lo hace diferenciarse de los demás animales), pero movido por las pasiones o los impulsos, que el autor describió como “voluntad”. Para materializar la convivencia, el ser humano recurre al artificio de atemperar su propia voluntad, esto es, refrena los impulsos que le caracterizan, generando a través de la inteligencia un escenario adecuado para la vida social, una “representación” que hace viable las relaciones intersubjetivas y las trata de dignificar por encima de su decepcionante naturaleza. Estas tesis fueron expuestas en la obra cumbre de Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación.

Como puede deducirse, para este autor cualquier concepto de trascendencia, y por extensión, la metafísica en su conjunto, o la explicación, externa al ser humano, de su propia realidad, resulta descartable, a menos que ese razonamiento sea generado voluntariamente para conseguir una mayor seguridad existencial o bien obtener un centro de imputación en el que descargar las propias responsabilidades o debilidades derivadas de no lograr contener a la voluntad desbocada.

El traslado de estos postulados al campo jurídico se refleja en la consideración de que los individuos ostentan una serie de derechos subjetivos, iguales para todos, pero la realidad de la dimensión o extensión de estos derechos sólo depende de su plano material, de modo que el derecho de propiedad, que se ostenta por todas las personas, será una entelequia meramente teórica en el pobre y un hecho en el rico. Al final, la vida humana sigue desarrollándose en el estado de naturaleza, en el ejercicio del poder y de la fuerza, como factores que en verdad generan una situación de respeto hacia el otro, más bien infundida por el miedo que por la valoración de la persona en su dimensión jurídica y ética. A ello se añade el que este estado de cosas es propio de un individuo (y de una sociedad) débiles desde un punto de vista del progreso, del desarrollo y mejora, de tal manera que al formar parte de su naturaleza, el hombre difícilmente podrá cambiar este destino, siendo consciente de él por su inteligencia, pero dominado por la voluntad, por lo que debe articular mecanismos que posibiliten la convivencia y resignarse a depender de algún tipo de autoridad, dada su radical insuficiencia para superar sus debilidades, encontrándose como si fuera un permanente menor de edad.

De este modo, los derechos subjetivos, que Schopenhauer reconoce, quedan confinados en el ámbito de la teoría, y el Derecho Positivo, el conjunto normativo que rige la vida en sociedad, es una obra humana constituida sobre una base de desesperanza o de decepción, pues no de otra forma puede articularse la convivencia que mediante el sometimiento al imperativo de las normas, que pueden ser en sí mismas imperfectas. He aquí lo que de trascendente, para Schopenhauer, existe en el Derecho: el fundamento de la norma positiva, se halla en la incapacidad humana para regir de forma autosuficiente el destino social, y en el conocimiento de que la voluntad ejerce un control pleno sobre la persona, siendo precisa la conformación de un escenario (una representación), con unas reglas de juego, en el que desarrollar una vida en apariencia pacífica.

“La mayoría de los hombres no son capaces de pensar, sino sólo de creer, y no son accesibles a la razón, sino sólo a la autoridad”.





Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


lunes, 1 de abril de 2019

Drácula en el Derecho Internacional: del principio de hospitalidad a la hostilidad


Bram Stoker (1847-1919), fue un escritor y abogado irlandés, con una brillante carrera académica en el ámbito de las matemáticas y la ciencia. La novela que le ha inmortalizado es, indiscutiblemente, Drácula. Se trata de una obra que ha sido examinada desde todas las perspectivas del saber, y el Derecho también tiene cabida en ella, pues no sólo se trata de que el autor tuviera conocimientos jurídicos; Jonathan Harker, personaje coprotagonista del libro, es abogado, y acude a los sombríos montes Cárpatos, en las profundidades europeas, para cerrar con un noble que allí reside un negocio inmobiliario, actuando por representación de su principal. En este punto, ya se deja entrever el conocimiento de Stoker en materia de Derecho privado, pues trata con minuciosidad los aspectos de la actuación desarrollada por Harker al efecto de perfeccionar con Drácula el negocio inmobiliario mediante representación. Pero más allá de este ámbito, existe una cuestión muy relevante en la novela referente a la plasmación de uno de los principios de la convivencia internacional: el de hospitalidad, una vez que se produce el tránsito de personas entre Estados.

Harker llega al castillo transilvano para ser recibido por un ser imbuido de poder, perteneciente a la nobleza, magnético, atractivo, culto y sumamente educado. La situación de Harker es la del extranjero ante el Estado de acogida, y es aquí donde Drácula es presentado como un magnífico anfitrión. Esto es, la recepción es acogedora, desde un punto de vista meramente teórico, formal. Sin embargo, la situación, una vez abiertas las fronteras del castillo, cambia de forma radical. Una vez dentro de la casa del anfitrión, es cuando aquel poder y magnetismo dan su verdadera cara, surgiendo la sangre y la oscuridad devoradora de todo a su paso. Drácula, que algún día aparentó benevolencia, es la encarnación del mal, y pasa de ser un acogedor a ser un secuestrador, deseando perpetuarse a costa de la vida de quienes acudieron a su presencia, convirtiendo aquella supuesta hospitalidad en hostilidad.

Principio vertebrador del Derecho Internacional habría de ser el de la hospitalidad, en su vertiente de la necesidad de habilitar los mecanismos necesarios para que quienes, por diferentes razones, se desplazan de un territorio soberano a otro, cuenten en éste con auténticos derechos y garantías. Como ocurre en la novela de Stoker, la ruptura de las relaciones pacíficas y estables se produce cuando esa hospitalidad es una mera entelequia, una simulación, y el responsable de la acogida la pervierte para transformarla en hostilidad, aprovechando su poder y la ventaja de un entorno conocido para él, pero inhóspito para el extranjero.

Si, conforme al artículo 6 de la Declaración Universal “Toda persona tiene derecho, en todas partes, al reconocimiento de su personalidad jurídica”, ello implica que la acogida deberá ser plena, es decir, contener no sólo una vana apertura de puertas, sino también el reconocimiento de los derechos inherentes a la personalidad, y sus correspondientes garantías, como se ha procurado desde el ámbito comunitario europeo. En otro caso, la metáfora contenida en la obra de Stoker será una realidad, y Drácula cobrará vida a través de la forma de comportarse de los Estados ante una sociedad, cada vez más, nómada o itinerante, no siempre de forma voluntaria. 

“Una vez más, bienvenido a mi casa. Ven libremente, sal con seguridad; deja algo de la felicidad que traes.”  (Drácula, Bram Stoker)




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


viernes, 1 de marzo de 2019

Ludwig Wittgenstein: Derecho y lenguaje


Ludwig Wittgenstein (1889-1991), es considerado uno de los más grandes pensadores del siglo XX, periodo en el que desarrolló su obra filosófica, con una muy relevante influencia en el positivismo jurídico, esto es, en la consideración de que el Derecho se constituye como un sistema autorregulado y cerrado que se genera sobre la base de sus propias reglas internas (legitimidad, jerarquía, competencia) sin recibir fundamentos externos que condicionen su obligatoriedad y eficacia.

Wittgenstein es esencialmente un filósofo de la lógica y del lenguaje, de modo que el modelo propuesto en su obra capital Tractatus logico - philosophicus, trasladado al Derecho, sigue estas pautas. La norma jurídica se presenta como una proposición, una frase, que resulta comprensible para sus destinatarios porque se enuncia a través de un lenguaje que entienden; de esta manera, nada existe si no puede verbalizarse, si no puede plasmarse a través del lenguaje, que sirve tanto para materializar el mandato jurídico como para concretar aquello que sólo obra en el ámbito de la especulación y de las ideas, plano éste que por su indefinición se descarta como vinculante e incluso como realidad misma, pues la no tangibilidad de las ideas y pensamientos, al no ser especificados a través del lenguaje, determina que carezcan de eficacia social. “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo” es la célebre síntesis de este postulado filosófico.

Sin embargo, esta primera tesis de Wittgenstein empieza a quebrarse desde el momento en que, aparte de que la norma jurídica se presente a través de una herramienta como es el lenguaje, su aplicación se deriva de que la sociedad estima esa norma como obligatoria, y la razón de su obligatoriedad trasciende al lenguaje, encontrándose en el concepto de regla jurídica. El mismo lenguaje, como instrumento para materializar la norma, tiene unas reglas de funcionamiento (gramática, sintaxis) que son determinadas ex ante, esto es, predeterminadas; constituyen el primer motor del propio lenguaje y se encuentran más allá de las proposiciones o de los enunciados: se trata de una base metalingüística, con todo lo que ello supone para una tesis positivista del Derecho: su relativización o cuestionamiento. Si el lenguaje requiere de reglas metalingüísticas para funcionar, el Derecho (que utiliza el lenguaje para materializarse) requiere de unas reglas de obligatoriedad también metajurídicas, como sistema reglado que es, de modo que las normas de su funcionamiento no se autogeneran, sino que nacen en algún momento y lugar ajeno al propio sistema, creándolo.

El propio Wittgenstein, en una segunda etapa de su pensamiento, comenzó a criticar varios aspectos del Tractatus; en particular la limitación del entendimiento del lenguaje a lo puramente gramatical o sintáctico. Porque la comprensión de las proposiciones depende en verdad del propio criterio de cada destinatario a título particular. Así la palabra “dolor” no tiene el mismo significado ni se comprende igualmente en todos los individuos. Por ello, en este segundo Wittgenstein lo importante ya no está en la comprensión de la proposición materializada a través del lenguaje, sino del uso que se hace del mismo.

El uso, en el campo jurídico, significa la necesaria interpretación de las normas y ponderación de los derechos, cuestiones que quedan extra muros de la propia norma jurídica y se circunscriben a criterios de razonamiento del juzgador. En consecuencia, el sentido y eficacia final de la norma jurídica en su aplicación al caso (que es la razón de ser esencial del Derecho) dependerá ya no de cuestiones positivistas, sino de la sana crítica del Juez, o del Jurado, que se fundamenta en argumentos, en el mejor de los supuestos, de la razón iusnaturalista; y en el peor, de los sentimientos tan propios de la condición humana.
  
“El sentido del mundo tiene que residir fuera de él y, por añadidura, fuera del lenguaje significativo” (segunda etapa de Wittgenstein)




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación



viernes, 1 de febrero de 2019

Rosalía de Castro: la Justicia por la mano


Rosalía de Castro (1837-1885), referente universal de las letras gallegas, ha imprimido toda su obra con la esencia romántica y tenebrista propia de aquellas tierras; un sentimiento de profunda nostalgia denominado saudade, identificado con la melancolía por encontrarse lejos de lo amado y saber que esa distancia se vuelve infinita, dando lugar a una separación irrevocable, que comienza por el hogar y se extiende a todos los ámbitos del sentir. 

Esta sensibilidad tan propia del romanticismo gallego se deja entrever en un poema de la autora en el que se ofrece una visión del Derecho acorde con la personalidad y estilo que han definido su obra, titulado en gallego A xustiza pola man, cuya traducción es “La Justicia por la mano”: 
                                                    
Aquellos que de honrados tienen fama en la villa,
ladrones me robaron, las blancas ropas mías,
arrojáronme lodo sobre mis joyas ricas,
y de mis otras galas fueron haciendo trizas.

Ni una piedra dejaron donde vivido había;
sin hogar, sin abrigo, erré por la campiña,
al raso con las liebres dormí sobre las briznas
y mis hijos, ¡mis ángeles!, que tanto yo quería,
¡murieron porque el hambre les arrancó la vida!
Y quedé deshonrada, marchitaron mis días
diéronme triste lecho de abrojos y de espinas…
y los zorros en tanto, los de sangre maldita,
en su cama de rosas, descansados dormían.

-Jueces -grité-, ¡salvadme!, pero vana porfía
de mi ruego mofáronse, vendióme la justicia.
-¡Ayudadme, Dios mío!-grité, desvanecida.
Mas Dios tan alto estaba que oírme no podía.

Entonces como loba rabiosa, o mal herida,
cogí la hoz acerada, de hoja cortante y fina,
rondé en torno despacio… ¡ni las hierbas sentían!
Y la luna ocultábase, y la fiera dormía
al lado de los suyos, en su cama mullida.

Contempléles con calma, y la mano extendida,
de un golpe… ¡de uno solo! les arranqué la vida.
Y allí al lado, contenta, sentéme de las víctimas
esperando serena que amaneciese el día.

Y entonces… sólo entonces se cumplió la justicia…
Yo, en ellos, y las leyes en mi mano homicida.


Dos son las cuestiones de mayor relevancia que se pueden extraer de la lectura de este poema: en primer lugar, la plasmación de la reivindicación de los derechos de la mujer. El momento vital de Rosalía de Castro se caracterizó por la desigualdad radical de las mujeres, en cuanto a derechos y libertades, y el feminismo fue uno de los emblemas de la obra de Rosalía de Castro, convertida en un canto a la lucha por la independencia y la puesta en valor de las mujeres. Este poema, en efecto, tiene una protagonista femenina, que se presenta en un acto supremo de rebeldía. La víctima no es tal, aunque a priori así se presente. 

Y en segundo lugar, Rosalía de Castro presenta una imagen muy desvirtuada de lo jurídico, a través de una materialización del Derecho, una aplicación práctica de la norma, que no se correlaciona con la Justicia. El Derecho Positivo es empleado como un instrumento de impunidad, protector en verdad de quienes han causado un mal, viéndose ratificado por una plasmación procesal que genera una gran injusticia. Ello conlleva a la venganza privada, toda vez que la Justicia material no ha podido alcanzarse a través de los instrumentos teóricamente dispuestos para tal fin. De nuevo, la idea que resplandece en el concepto del Derecho para Rosalía de Castro es que, sin un armazón o fundamento en ciertos valores y principios superiores a la norma positiva, sobre los que ésta se sustente, su aplicación se transforma en una mera entelequia de la acción de la Justicia, y la desconexión entre el Derecho Positivo y el denominado Derecho Natural no sólo conlleva a un resultado injusto e ilegítimo que opere en el ámbito teórico, sin mayor repercusión: implica, desgraciadamente, la vuelta a la autotutela, a la venganza de propia mano.  

 “Yo soy libre. Nada puede proteger la marcha de mis pensamientos, y ellos son la ley que rige mi destino”.




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


martes, 1 de enero de 2019

Miguel de Unamuno: el individualismo y el perdón como bases del Derecho


Miguel de Unamuno (1864-1932), escritor y filósofo español, exponente de la denominada Generación del 98, es un autor posicionado en las antípodas del fenómeno jurídico, pues su perspectiva no sólo está puesta en una dimensión ajena al Derecho, sino incluso en una concepción desvirtuada y negativa del mismo; su opinión sobre la materia no era buena. Por lo tanto, no se trata de un filósofo del Derecho, pero precisamente por sus manifestaciones sobre lo jurídico sí puede extraerse una enseñanza, aunque lejana del rigor academicista. Se llegó a afirmar por su parte que “eso que hay y pasa por Derecho no es tal, sino algo así como una imitación degenerativa del mismo”.

Unamuno es autor de la obra titulada “Vida de Don Quijote y Sancho”, en la que realiza reflexiones sobre los episodios vitales del caballero recogidos en el libro cervantino, y de los mismos se concluye que el Derecho llega a ser articulado como un sistema que se pretende objetivo, pero siempre fundamentado en la satisfacción del fin de resarcimiento del perjuicio hipotéticamente causado, esto es, en una forma de dotar de aparente imparcialidad a la venganza privada, aunque no por ello pierde su impronta indeseable: “pero no hay derecho estricto a castigar a un culpable mientras otros se escapan por las rendijas de la Ley; que al fin, la impunidad general se conforma con aspiraciones nobles y generosas, aunque contrarias a la vida regular de las sociedades, en tanto que el castigo de los unos y la impunidad de los otros son un escarnio de los principios de la justicia y de los sentimientos de humanidad a la vez”. El Derecho aparece así como un mecanismo represivo que sanciona ciertas conductas y a ciertos sujetos, manteniendo otras en la impunidad, pero no es éste el Derecho del Quijote, que es el que defiende Unamuno: un derecho de corte trascendental, basado en la idea de Justicia, en la que la sentencia y la sanción resultan instantáneas, fundamentadas en la nobleza del caballero, desprovistas de formalismos y vericuetos procesales que pueden tender a desvirtuarla, y sobre todo asentada en una pena que se impone sin un fin resarcitorio, sino corrector, seguida del perdón hacia el trasgresor.

La pena quijotesca y unamuniana es instantánea, y su objeto es que el delincuente se enderece, no siendo para ello preciso penas materialmente eternas, que no permitirán al trasgresor rectificar y dar prueba de su reorientación. Así, la concepción como aberrantes de las penas perpetuas implica el perdón al delincuente, pues la respuesta que merecen sus actos es inmediata y se aleja de la frialdad y la despersonalización que el Derecho implica. Obviamente, la idea del Derecho en Unamuno está muy lejana de concepciones jurídicas y se adentra en la idea de la individualización, del personalismo, estimando que el sentir sociológico del Derecho, desprovisto de esas notas, lo envilece.

De hecho, Unamuno guarda en este campo una proximidad manifiesta con el existencialismo de Nietzsche, y con las conclusiones sobre la pena y la naturaleza del delincuente, al entender que éste no es sino un hombre débil, y que la sociedad ha de establecer un sistema corrector, no represivo, que consiga canalizar esa debilidad, dejando atrás un modelo penal resarcitorio o de devolución del daño causado. En este elemento se encuentra el verdadero avance, y de este modo, cuanto más progrese la sociedad y más elevada se encuentre a nivel ético, la conducta criminal se reducirá y primará el perdón sobre el castigo, momento en el que el Derecho Positivo y el Derecho Natural estarán imbricados.

El célebre “sentimiento trágico de la vida” unamuniano se traduce, en el campo jurídico, en que la verdadera actitud del hombre hacia la Justicia, correctora y avanzada, se ve encorsetada en un sistema normativo basado en extensas penas y en el castigo como respuesta a las conductas antijurídicas, de modo que la plasmación de la real impronta social hacia el Derecho claudica ante el necesario respeto del sistema normativo establecido, en el que la objetividad resulta impuesta desde el poder, perdiendo, en consecuencia, aquello en lo que quiere basarse. 

“A un pueblo no se le convence sino de aquello de que quiere convencerse”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


sábado, 1 de diciembre de 2018

Mary Shelley: de Frankenstein a la robótica y el nacimiento de la personalidad


Es célebre el aforismo jurídico “se es persona, se tiene personalidad”. El Código Civil español dispone en su artículo 29 que “el nacimiento determina la personalidad”. A su vez, el artículo 30 establece, de forma explícita y restrictiva que “La personalidad se adquiere en el momento del nacimiento con vida, una vez producido el entero desprendimiento del seno materno”. Consecuentemente, desde una interpretación sistemática de ambas normas, resulta concluyente que la persona, en términos jurídicos, es aquel ser que nace vivo, y continúa vivo una vez desconectado plenamente de su madre.

La adquisición de la personalidad, con todos los derechos inherentes a la misma (tales como el propio derecho a la vida, al honor, a la libertad en todas sus dimensiones, en definitiva, los derechos fundamentales especialmente protegidos por el ordenamiento jurídico) se vincula de forma indiscutible a datos objetivos, esto es, a la constatable vida independiente, y de una cierta y precisa forma, por parte de aquel ser que atendiendo a su configuración fisionómica, pueda ser de base hábil y autosuficiente para responder al impulso vital.

Sin embargo, resulta notorio que las normas jurídico-positivas expuestas (respondiendo, precisamente, a ese limitado carácter positivista) en absoluto refieren cuestión alguna al aspecto subjetivo, es decir, a la sensibilidad del ser, a su voluntad determinante de considerarse a sí mismo una persona, a la libre expresión de su conciencia para ser tenido por tal, aun cuando las circunstancias de su nacimiento, quizá, no se subsuman en el rigorismo de la norma civil. ¿La existencia de una voluntad en el ser para ser reputado persona, su sensibilidad exteriorizada, aun cuando no reuniese, por diferentes razones, los elementos objetivos para ello, resulta insuficiente para hacer valer, y respetar a su vez, su condición personal y los derechos inherentes a la misma?

Mary Shelley (1797-1851), escritora británica, es la autora de la novela Frankenstein o el moderno Prometeo, que se considera el origen de la narrativa gótica y un referente literario universal. La obra, al margen de la conocida exposición de las pretensiones humanas de crear, de forma artificial, un ser vivo, del proceso puesto en marcha para tal fin y del monstruoso resultado del intento, no sólo plantea reflexiones importantes en la dirección del soberbio creador y sus divinas aspiraciones, sino también hacia el propio ser creado de esa manera, que por desgracia para él, está dotado de conciencia y sentimientos, apreciando su deforme realidad física y las reacciones que genera en los demás; y no obstante, quiere vivir y ser correspondido, siendo sensible ante la belleza y reaccionado ante todo aquello que le rodea, expresando desde una delicada sensibilidad, hasta la ira, pasando por la tristeza; en definitiva, comportándose como una persona, y además de una categoría ética, por cierto, destacable.

Muestras de esta personalidad (filosófica que no jurídica) de la criatura de Frankenstein son manifestaciones como las siguientes, obrantes en la novela, que, como podrá comprobarse, no son propias de un ser carente de inteligencia, sensibilidad y amor por la vida:

“Pero ¿no estoy solo, miserablemente solo? Si tú, mi creador, me detestas, ¿qué me cabe esperar de tus semejantes, que no me deben nada? Me desprecian y me odian. Mi refugio son las montañas desiertas y los desolados glaciares. (…) ¿No habré de odiar, entonces, a quienes me odian a mí?”

“¡Maldito, maldito creador! ¿Por qué vivía yo? ¿Por qué, en aquel instante, no apagué la chispa de la existencia que tan extravagantemente me habías infundido? (…) ¡Insensible, despiadado creador! Me habías dotado de percepción y de pasiones, y luego me habías arrojado al mundo para desprecio y horror de la humanidad”.

“¿Pretendes ser dichoso, mientras yo me arrastro en la intensidad de mi desventura? Podrás aplastar mis otras pasiones, pero me queda aún la venganza… ¡la venganza, en adelante, será para mí más querida que la luz y el alimento! Puede que yo muera; pero antes tú, mi tirano y verdugo, maldecirás el sol que alumbra tu miseria”.

El traslado a los tiempos recientes de este pensamiento, y su relevante proyección jurídica, se materializa en el desarrollo de la cibernética, a través de sistemas operativos cada vez más desarrollados y autosuficientes, no siendo impensable en absoluto que en el marco de la prestación de la ayuda en la actividad humana que realizan, vayan adquiriendo unas capacidades resolutivas que dejen de precisar de instrucciones, llegando a la toma de conciencia propia. Este hecho (que el cine también se ha encargado de reflejar de múltiples formas) ya ha dejado de ubicarse en el ámbito de la imaginación y empieza a dar muestras de su consistencia.

Por ello, incluso existe una rama jurídica que empieza a integrar toda la normativa en la materia y que se denomina Derecho de los Robots, siendo una de las principales cuestiones del mismo (y objeto de un muy encontrado debate, por las implicaciones que tiene) el atribuir, de forma categórica, el concepto jurídico de “personalidad” a las máquinas, considerando al robot una persona en términos jurídicos, como titular de derechos, existiendo diversas y opuestas opiniones. Desde mi punto de vista, la atribución del concepto de personalidad a un robot no tiene su principal punto problemático en el dato objetivo de la forma de venir a la vida, esto es, de los requisitos tasados que la ley (como contempla el Código Civil) determine para reputar “persona” a un ser desde la perspectiva externa, toda vez que éstos pueden ser adaptados por los cauces oportunos; el problema se encuentra precisamente en lo que la norma positiva no contempla, en el elemento subjetivo de la personalidad: la adquisición de la conciencia propia, de la voluntad inherente de ser persona, con todos sus derechos, y en definitiva, mostrar sentimientos, que comienzan con el propio reconocimiento de la identidad personal y pueden (y deben por lógica) concluir con la reclamación de la libertad, como derecho inherente a la personalidad, y la emancipación de los creadores.

Y así, en efecto, la Resolución del Parlamento Europeo, de 16 de febrero de 2017, con recomendaciones destinadas a la Comisión sobre normas de Derecho Civil sobre Robótica, ya incluye la referencia a la creación de un estatuto de persona electrónica. Se constituye, de este modo, el fundamento de la renovación y adecuación de las normas jurídicas existentes a la realidad del avance de los tiempos, con la mano extendida hacia un horizonte que ya se dejó intuir a través de la inquietud literaria y que comienza a alcanzar un destino más allá de la mera inteligencia artificial. 

“Ten cuidado; pues no conozco el miedo y soy, por tanto, poderoso”. (Frankenstein o el moderno Prometeo, Mary Shelley, 1818)




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación