jueves, 1 de julio de 2021

San Isidoro de Sevilla: la Ética, fundamento del verdadero Derecho

 

San Isidoro (556-636), gran intelectual de la España visigoda, Arzobispo de Sevilla y considerado uno de los Padres de la Iglesia, contribuyó determinantemente a la expansión de la cultura clásica y jurídica de una doble manera: por una parte, y de forma genuina, gracias a su inmensa capacidad de organización de los saberes, al compilar todo el conocimiento existente en sus obras; y por otra, al ser el enlace entre dos mundos, ambos caracterizados por no encontrarse en sus momentos de mayor gloria: Roma era ya un gigante que, carcomido por diversos males, se había desmoronado y el reinado visigodo, oriundo de un pueblo al que los romanos (la élite, en su día, de la sociedad occidental) consideraban despectivamente bárbaros, acababa de nacer. San Isidoro consiguió que la cultura clásica, la Filosofía y el Derecho Romano, entraran a formar parte del contexto visigodo, y por ello no solo enriqueció a esta cultura, sino que conservó todas aquellas aportaciones, a través de un sistema normativo que, más allá de sus implicaciones religiosas, ha tenido una crucial importancia histórica en su faceta precisamente canalizadora del saber clásico, erigiéndose en el auténtico vehículo transmisor, a través de los siglos, de los más importantes principios jurídicos, nacidos en Roma, e incluso filosóficos: el Derecho Canónico.

Hombre de vasto y enciclopédico saber, marcó de forma decisiva la marcha de la cultura y del humanismo en España, siendo tan querido en su tierra natal como en el Reino de León; muestra de ello es que, cuando los reyes leoneses Fernando I y Sancha, en el año 1063, reclamaron sus restos al taifa de Sevilla Al-Mutadid, este, con una gran pena y mostrando una sensibilidad innegable, no pudo desprenderse de ellos sin aportar algo suyo, como fue su propio manto, para que una parte de él también se fuera con el santo, y que cubriría para siempre sus reliquias, tanto a través de su viaje de Sevilla a León, en el que acontecieron hechos milagrosos, como en la urna que las conserva para la eternidad en el corazón de la Real Basílica que lleva su nombre en la ciudad de León.

Aparte del elemento conversor del arrianismo que supuso la labor de San Isidoro (que verdaderamente lo que vino a constituir fue un factor culturizador, o de refinamiento, del pueblo visigodo) me interesa la visión combinada de la Filosofía y el Derecho que recoge su pensamiento, pues abunda, de nuevo, en el carácter inseparable de ambas disciplinas. Lo decisivo es que no se trata incluso de una mera relación a nivel horizontal, o entre iguales, sino que el extremo relevante está que uno de estos saberes fundamenta al otro, hasta el punto de ser su matriz. Esta vinculación es la que existe entre Filosofía y Derecho, de modo que, para San Isidoro, la ciencia jurídica tiene como fuente primordial a la Filosofía, y más específicamente, a la Ética.

Una de sus principales obras, las Etimologías, contiene la organización de la Filosofía en tres partes: Física, Lógica y Ética. Es precisamente dentro de la Ética donde San Isidoro ubica a la Justicia. Si el Derecho es el instrumento material, iuspositivo, para llevar a efecto la Justicia, y ésta nace a su vez de la Ética, hemos de concluir que la aplicación del Derecho supone el desembarco de los principios éticos en la problemática social, y que la solución a los conflictos tiene lugar porque es la Ética (los valores inmanentes, eternos y más altos de la humanidad, materializados a través de las normas jurídico-positivas) lo que en verdad soluciona la controversia, finalizándola de un modo racional y pacífico. Por lo tanto, un Derecho no fundado en la Ética, esto es, en el denominado Derecho Natural, y que en lugar de solucionar los conflictos arrope posiciones exclusivas e interesadas del poder, supone una auténtica aberración, en términos incluso etimológicos, pues es un hecho antinatural: la aplicación del Derecho para fines contrarios a la moralidad, alejados del bien común, aunque de forma simulada se presente como si así lo fuera.

Esta concepción del Derecho, subordinado de forma esencial a la Ética, tiene su traducción positiva en los actos ejecutados en fraude de ley, que el Código Civil español contempla en su artículo 6.4: Los actos realizados al amparo del texto de una norma que persigan un resultado prohibido por el ordenamiento jurídico, o contrario a él, se considerarán ejecutados en fraude de ley y no impedirán la debida aplicación de la norma que se hubiere tratado de eludir. La instrumentalización del Derecho Positivo con una finalidad particular, encubierta en un solo nominativo bien común, que en realidad no es sino la búsqueda de un beneficio propio aun a costa del quebrantamiento de principios básicos del Derecho, es la manifestación más elocuente del fundamento ético del Derecho al que se refería San Isidoro, y es posible encontrar este tipo de usos perversos del ordenamiento jurídico en la historia y en la más reciente actualidad. Sin que la moralidad impere en la aplicación del Derecho, este se convierte, en efecto, en un fraude o desviación, pues deja de ser auténtico Derecho para convertirse en una mera cobertura de los actos egoístas del poder, en el sentido de buscar exclusivamente su rédito personal, perjudicando al bien común y generando unos daños que afectan, incluso, a los pilares maestros de cualquier Estado, como pueden ser su unidad o el respeto a las instituciones.

San Isidoro fue el puente entre culturas, el catalizador de lo mejor del mundo clásico hacia los venideros tiempos y un pensador que no pudo concebir un Derecho ajeno a la moral, so pena de generar tal atrocidad que, aunque trate de mostrarse como algo legítimo y justo, no puede encubrir el gran daño que verdaderamente causa, al resonar en el interior de la sociedad su perversidad más allá del formalismo jurídico-positivo o de los argumentos grandilocuentes expresados por medio de las vacías y transitorias palabras de quienes así actúan. Con ello, junto con sus relevantes aportaciones, San Isidoro manifestó, incuestionablemente, una faceta adicional: la perspectiva de futuro.

"Contra los reyes futuros, promulgamos que si alguno de ellos, obrando contra la reverencia debida a las leyes, con soberbia dominación... ejerciere una potestad crudelísima por maldad o por ambición, sea anatema; sufra la separación – excomunión - por haber obrado mal y empleado el poder en daño del pueblo."

“La ley deberá ser honesta, justa, posible, conforme a la naturaleza y a las costumbres patrias, conveniente al lugar y al tiempo, necesaria, útil, manifiesta, para que no caiga alguien en engaño por su oscuridad, no acomodada al interés privado, sino al común interés de todos."

Enlace al artículo publicado en el diario digital ILeón:
https://www.ileon.com/opinion/119920/san-isidoro-de-sevilla-la-etica-fundamento-del-verdadero-derecho?fbclid=IwAR31QjEV0HY4-S4CPoQF8sDKXcvPkCTcLfskQwo379Qa2ebGuFEpxu_2eQ0




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 



martes, 1 de junio de 2021

Ludwig van Beethoven: el Derecho como sinfonía

 

Ludwig van Beethoven (Bonn, 1770, aprox. – Viena, 1827) es uno de los más grandes genios que ha dado la humanidad, cuya obra trasciende el tiempo y el espacio, y a través de ella, por medio de la música, que viene a ser una de las mejores vías para canalizar razón y sentimiento, se transmiten múltiples aspectos de una personalidad compleja y rica, que cuenta con una importante conclusión de tipo filosófico, desde luego también aplicable al Derecho.

De un talento precoz, impulsado por la fuerza del trabajo, desde niño destacó (Mozart fue testigo de ello) y comenzó una trayectoria musical con múltiples sinfonías que hicieron de Beethoven no solo el puente entre el clasicismo y el romanticismo, sino el modelo al que todos los compositores, durante siglos, aspiraban a parecerse, aun cuando fuera de un modo meramente conceptual.

La música de Beethoven, por su composición y por las emociones que ocasiona, ha dado lugar a consideraciones que trascienden el ámbito estrictamente musical. La Filosofía ha mirado a su producción musical para escrutar en ella un principio metafísico, con el fin de explicar el inmenso alcance de las sinfonías y la razón de su gran impacto. Precisamente es este elemento supra-musical el que se traslada a todos los ámbitos del conocimiento humano, incluido el jurídico.

Immanuel Kant ya afirmó que detrás de toda realidad tangible, y por lo tanto también del fenómeno sensible musical, se debía de encontrar un fundamento causal del equilibrio, de la armonía, de esa realidad. El pensador lo denominó “noúmeno”, o “la cosa en sí misma”. Pues bien, esta sería la raíz de la realidad sensible. Algo no apreciable desde un plano físico o perceptible por los sentidos, con una excepción: la música. Y es en este punto en el que otro gran filósofo, Arthur Schopenhauer, llega a afirmar que la música es aquella única manifestación, o fenómeno, que llegaría a trascender al mundo, si éste concluyese, pues la música refleja a “la cosa en sí”: es, en sí misma, la realidad causal del mundo sensible, y la razón de su armonía y coherencia.

Cuando Schopenhauer se refería a Beethoven, lo hacía en los siguientes términos: “Si ahora echamos un vistazo a la música meramente instrumental, en una sinfonía de Beethoven se nos muestra la máxima confusión basada, sin embargo, en el más perfecto orden, la lucha más violenta que en el instante inmediato se configura en la más bella concordia: es la rerum concordia discors [concordia discordante de las cosas], una reproducción fiel y completa de lo esencial del mundo, que rueda en una inabarcable confusión de innumerables formas y se conserva mediante la perpetua destrucción de sí mismo. Pero, a la vez, desde esa sinfonía hablan todas las pasiones y afectos humanos: la alegría, la tristeza, el amor, el odio, el horror, la esperanza, etc., en innumerables matices pero sólo en abstracto y sin especificación: es su sola forma sin contenido material, como un mero espíritu del mundo sin materia. Desde luego, al oírla tendemos a realizarla, a revestirla de carne y hueso en la fantasía y a ver en ella escenas de la vida y de la naturaleza. Pero eso, tomado en su conjunto, no facilita su comprensión ni disfrute; antes bien, le da un añadido ajeno y arbitrario: por eso es mejor captarla en su inmediatez y pureza”. (El mundo como voluntad y representación, segundo volumen, capítulo 39).

Cualquier ordenamiento jurídico moderno, desde una perspectiva iuspositivista, se tiene que caracterizar, precisamente, por el orden, un requisito que lleva implícito en su propia denominación. El ordenamiento jurídico es (o debe ser) la antítesis del caos, y surge precisamente para solucionar en las relaciones humanas sus elementos no armoniosos o caóticos y establecer los parámetros de cara a evitar su futura reproducción. Bien es cierto que en la actualidad la amalgama normativa, la legislación motorizada de la que hablaba Karl Schmitt, hace de los ordenamientos jurídicos lugares tendentes a la confusión en no pocas ocasiones, aunque considero que dicha situación obedece a motivos coyunturales (políticos, que no jurídicos) y por lo tanto, no suprimen la naturaleza del Derecho como sistema ordenado, que lo sigue siendo, aun cuando de forma transitoria (unas veces por impericia, otras intencionadamente) se cubra de niebla.

Tras este orden, que no es meramente formal, debe encontrarse un principio, de corte metafísico, que dote al conjunto normativo de coherencia, de valor, y de un sentido práctico final que materialice la Justicia. Este “noúmeno” para el mundo jurídico, no es sino el denominado Derecho Natural, el conjunto de principios eternos que justifican y organizan al Derecho Positivo. Si para la música, las notas, los signos, no son sino el trasunto de la verdadera armonía, de “la cosa en sí” que se encuentra en un plano diferente al tangible, y hace que las sinfonías y composiciones musicales estén dotadas de equilibrio y trasladen al oyente una sensación de perfección a todos los niveles, el Derecho correctamente constituido por medio de un Derecho Positivo que plasme los principios del Derecho Natural hará posible que el ordenamiento jurídico suponga la verdadera acción de la Justicia, y en definitiva, que el Derecho, como la música, adquiera la dimensión y los efectos de una perfecta sinfonía.

“¡Actúa en vez de suplicar. Sacrifícate sin esperanza de gloria ni recompensa! Si quieres conocer los milagros, hazlos tú antes. Sólo así podrá cumplirse tu peculiar destino.”

“Todavía no se han levantado las barreras que le digan al genio: De aquí no pasarás".

“Es curioso ver cómo a medida que las libertades teóricas aumentan, las libertades prácticas disminuyen”.

          “La música constituye una revelación más alta que ninguna filosofía”.

      


      Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
      Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


sábado, 1 de mayo de 2021

John Fitzgerald Kennedy (JFK): el impulso jurídico por la igualdad material del ser humano

 

John Fitzgerald Kennedy (1917-1963), trigésimo quinto Presidente de los Estados Unidos de América, hubo de afrontar diversos y significativos problemas que, como viene aconteciendo en la historia de los Estados Unidos, no se delimitan únicamente al ámbito americano, a pesar de que puedan tener origen dentro de sus fronteras, sino que acaban por trascender al mundo entero, por lo que la responsabilidad de una correcta gestión de los mismos no sólo tiene consecuencias internas, sino que repercute de una manera decisiva en la deriva política y económica planetaria. JFK se enfrentó, entre otras cuestiones, a la problemática con Cuba, materializada con la invasión de Bahía Cochinos y la crisis de los misiles; la construcción del Muro de Berlín o los primeros signos de la que sería de Guerra de Vietnam. Fue el suyo un mandato con decisiones importantes, algunas con mayor acierto que otras, y por lo tanto no exento de claroscuros; pero, junto con los inicios de la carrera espacial, una de las aportaciones de mayor relevancia de este Presidente para la historia y el Derecho, a la que me quiero referir, se encuentra en la materia de los derechos civiles de los ciudadanos y en el combate contra la discriminación racial. Por el gobierno de JFK se adoptaron una serie de iniciativas que, desde mi punto de vista, supusieron la tan necesaria conjugación (y por desgracia no muchas veces experimentada en la realidad, al margen de apariencias o simulaciones de ello) entre Derecho Positivo y Derecho Natural, esto es: la conducción de la norma jurídica positiva conforme a los designios de la ética, o de los postulados filosóficos, en última instancia, que han de regir la convivencia de la humanidad, y sobre los que el Derecho se debe de asentar para ser, verdaderamente, Derecho y no un artificio, una sombra desvirtuada de su esencia.

La realidad americana en tiempos de JFK, al margen de las decisiones que a nivel jurídico se hubieran adoptado, era que la discriminación racial seguía existiendo en bastantes Estados, reflejada en incidentes de distinto tipo: desde el encarcelamiento de Martin Luther King hasta la negativa a que algunos estudiantes negros pudieran acudir a clases en la Universidad, ello con la aquiescencia de distintos gobernadores. En definitiva, una realidad social contraria completamente a la modernidad que se suponía caracterizaba a los Estados Unidos del siglo XX, que en teoría contaba con textos normativos inspirados en el racionalismo, completados mediante enmiendas y en definitiva postulados como el modelo del progreso. Sin embargo, la realidad adveraba que las consecuencias de la esclavitud durante siglos aún pervivían, y lo hacían en zonas de poder e influencia.

Pues bien, JFK (prescindiendo de las motivaciones que hubiera, electorales o no) inició una actividad, de la que él mismo, en persona, formó parte, haciendo valer el principio de igualdad ante la ley y en la ley (nótese el matiz) de todos los ciudadanos americanos, con independencia de su raza. A tal fin, dirigió las gestiones políticas necesarias para excarcelar a Luther King y contactó con los gobernadores reacios a que los estudiantes negros accedieran a las universidades conminándoles a que les dejaran entrar. Al mismo tiempo, propició la iniciativa legislativa necesaria para confirmar, desde el prisma del Derecho Positivo, lo que no era sino la plasmación de genuinos derechos humanos, empezando por la igualdad en la atribución de los mismos a todas las personas, sin discriminación, dando valor normativo a decisiones jurisprudenciales previas que se estaban, de facto, soslayando. Esto es, la aprobación de una ley como la Civil Rights Act de 1964, que garantizaba el acceso de todos los ciudadanos a los derechos y servicios esenciales que les corresponden, con independencia de su raza, supone el tipo de norma jurídica plena, perfecta y real, al unir al mandato imperativo de la Ley la legitimidad de su sentido, es decir, su trascendencia o razón metajurídica, consistente en el principio inmanente, filosófico, de la igualdad material de todos los ciudadanos. El mismo carácter diferenciado que existe entre la igualdad formal y material es el que se da entre el Derecho Positivo y el Derecho Natural, de modo que solo en la union de ambos surge el verdadero Derecho, como así se plasmó en la referida Ley de Derechos Civiles.

JFK murió asesinado en 1963, un aciago destino que, a lo largo de la historia de la humanidad en general y del pensamiento en particular ha aguardado siempre a aquellos personajes que han marcado la diferencia, al romper paradigmas, enfrentarse a la realidad establecida y fortificada por los poderes fácticos. En la actualidad, y a la vista de ciertos incientes, con vertiente judicial incluída, que han acontecido en Estados Unidos, y que parecen hacer revivir al fantasma del racismo, es conveniente recordar que, en un ayer no muy lejano, sin necesidad de retrocer siglos o milenios en el tiempo, hubo un dirigente que intentó solucionar esta situación poniendo los mimbres precisos a tal fin, consiguiendo aunar Derecho y Filosofía, ley y ética; habrá de tenerse presente para evitar que la deriva de la sociedad, y de la práctica legislativa, en lugar de seguir avanzando (lo que sólo se consigue con la union de las dos facetas en la ley: jurídica y filosófica) entre en una dinámica de involución y que la sociedad del futuro no sea capaz de mirarse, con dignidad y sin sonrojo, en el espejo de sus antepasados.

“Un hombre hace lo que debe hacer, a pesar de las consecuencias personales, a pesar de los obstáculos, los peligros y las presiones, y esa es la base de toda moralidad humana”.

 

 “La grandeza de un hombre está en relación directa a la evidencia de su fuerza moral”. 

“Los problemas del mundo no pueden ser resueltos por escépticos o cínicos cuyos horizontes están limitados por las realidades obvias. Necesitamos hombres que puedan soñar con cosas que nunca fueron”.



   Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
  Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 

jueves, 1 de abril de 2021

Juana de Arco: la manipulación del proceso y la independencia judicial como base de la Justicia

 

Juana de Arco (1412-1431) fue una campesina francesa que se vio abocada a un destino increíble: ponerse al frente de un pueblo sometido por el invasor, y obtener un práctico resurgimiento en una situación de inferioridad de condiciones. Inglaterra se había convertido en la potencia dominante sobre Francia, y salvo muy contados bastiones, existía un control de hecho y de derecho sobre el territorio galo por parte de los ingleses. La corona francesa se encontraba muy debilitada; y llegando la noticia (amparada por ciertas historias y profecías según las cuales una joven liberaría al pueblo del invasor) de que la hija de unos campesinos había solicitado, siguiendo una serie de designios y visiones místicas, tener una audiencia con quien posteriormente sería coronado como Carlos VII de Francia, fue recibida y de forma desesperada enviada a Orleans para tratar de hacer frente a los ingleses que pretendían hacerse con uno de los pocos reductos libres. Juana, vistiendo armadura masculina y portando estandarte, se puso al frente del ejército francés y de forma milagrosa consiguió la retirada de los ingleses del llamado sitio de Orleans, dando lugar a una importante victoria para una Francia prácticamente derrotada en la Guerra de los Cien Años y que había sufrido las consecuencias calamitosas de la pandemia de la peste negra. Así, Carlos VII fue coronado rey de Francia y a ello siguió una tregua ficticia con Inglaterra, que terminó con una emboscada de los ingleses y la captura de Juana de Arco, quien fue retenida y juzgada por un tribunal eclesiástico, resultando condenada, entre otros delitos, por herejía y travestismo y penada a morir en la hoguera.

El desarrollo de este juicio (al que se le puede dar esta denominación sólo a efectos dialécticos) nada tuvo que ver con la acción de la justicia, sino que constituyó una auténtica obra teatral en la que los principios más elementales del Derecho fueron pisoteados para mayor gloria del ánimo de venganza del poder, presentando como una objetiva aplicación de las normas a los hechos lo que no era sino un ejercicio visceral de búsqueda de legitimación para un premeditado ajusticiamiento, esto es, un crimen revestido de mera fórmula, de formalismo procesal. Sin embargo, una somera consideración de su devenir (como de la propia historia posterior) adveran que lo que aconteció en ese acto no fue Derecho, no resistiendo el menor examen riguroso.

De principio, el tribunal fue conformado con una exquisita selección de nobles y religiosos ingleses, esto es, el enemigo en potencia, lo que garantizaba que la decisión que pudiera salir de ese grupo de personas en absoluto sería ajustada a Derecho. Se trata de un elemento esencial de la justicia, para que ésta sea real y se materialice: la independencia del Poder Judicial, extremo que todos los ordenamientos jurídicos modernos plasmaron de forma positiva al reconocer que de nada sirve la existencia de un ordenamiento jurídico que se presuma avanzado si quienes lo tienen que aplicar actúan motivados por pasiones, odio o animadversión, o bien por inclinaciones políticas. Este principio, decisivo para la real impartición de la justicia, no se respetó en el proceso seguido contra Juana de Arco; y la conclusión derivada de ello fue, como antes he referido, que los ordenamientos jurídicos que se consideran modernos han establecido la independencia judicial como un prius para obtener la verdadera justicia; no obstante, a día de hoy no dejan de existir contradicciones, pues junto con las reglas procesales de abstención y recusación conviven fórmulas de integración del órgano rector del Poder Judicial que no son exclusivas de dicho poder, sino que suponen la intervención de ámbitos ajenos al judicial.

En el acto Juana de Arco no tuvo asistencia letrada, algo que ya entonces, conforme al Derecho Canónico, era ilegal, y tuvo que autodefenderse; además no existían pruebas de cargo, por más que el propio tribunal encargó su búsqueda, siendo finalmente fabricadas en su contra; y los interrogatorios, absolutamente guiados por un ánimo sugestivo y capcioso, tampoco arrojaron un resultado incriminatorio, pues Juana supo defenderse bien ella sola, pese al menosprecio al que fue sometida, al entender que era una campesina analfabeta, poseída por el diablo o aquejada de una enfermedad mental. En definitiva, un completo despropósito de actuación, en la que se vulneró y desprestigió al Derecho como instrumento para la impartición de la justicia, lo que constituye su única razón de ser. Por supuesto, todo ello sirvió para justificar su condena a muerte en la hoguera, siendo posteriormente quemado varias veces el cadáver de Juana para evitar la veneración de sus restos, en la consumación de la más completa ignominia.

Tales prácticas fueron objeto de posterior revisión, bajo el amparo de un tribunal independiente y con respeto a los principios del proceso, que terminó con una anulación de aquel crimen, la condena por herejía del conciliábulo al que se le denominó tribunal, la consideración de Juana de Arco como una mártir y su canonización por Benedicto XV a principios del siglo XX.

En definitiva, la conclusión que se extrae de la historia jurídica de Juana de Arco (que, por cierto, recuerda al pseudo-proceso al que fue sometido Jesús de Nazaret, también con infames consecuencias) es que la independencia judicial constituye el pilar maestro para la obtención de la justicia verdadera, siendo éste incluso un postulado ético, propio del Derecho Natural, de modo que su contravención origina un resultado perverso: blanqueado por las formas, pero pútrido en su fondo. Y el Derecho, como segunda consecuencia necesaria, existe para garantizar la materialización de la justicia, para servir de freno y no para arropar o justificar los actos viles del poder, que lo instrumentalicen en su propio beneficio. 

 Dices que eres mi juez. ¡No sé si lo eres! Pero te digo que debes tener mucho cuidado de no juzgarme erróneamente, porque te pondrás en gran peligro”.

 

 “Mejor la integridad en las llamas que sobrevivir en la retractación de la verdad”. 

“Sacrificar lo que uno es y vivir sin creer es un destino más terrible que morir”.



Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


lunes, 1 de marzo de 2021

Francisco de Quevedo: ingenio crítico y Derecho

 

Francisco de Quevedo y Villegas (1580-1645) es uno de los autores más importantes de la literatura española, exponente del Siglo de Oro y hombre polifacético, pues no solo se dedicó a la poesía (faceta por la que es más conocido) sino también al teatro y a la prosa, con textos de carácter filosófico, histórico, político o moral. De una gran inteligencia natural desde niño, avanzado en los estudios pero muy peculiar en lo doméstico y para la vida ordinaria, Quevedo pronto dio muestras de una profunda inquietud por la realidad social de su tiempo que, junto con su riqueza léxica, generaron una obra marcadamente crítica, en ocasiones feroz, pero siempre libre, acompasada con una personalidad de fuerte temperamento que él mismo aplacaba con la lectura de la filosofía estoica, para evitar, conocedor como era de su propio carácter, que la fogosidad de su producción supusiera un incendio imposible de apagar. La acidez de los escritos de Quevedo originó reacciones inmediatas, pues así como tuvo la admiración de Lope de Vega o Cervantes, se ganó un nutrido grupo de enemigos, de todos los sectores: desde la literatura, la iglesia, la monarquía y la política. Sus textos eran muy populares, a pesar de que en vida contaron con dificultades para ser publicados, precisamente por referirse de forma contundente, entretejida con recursos literarios de una gran calidad, a aquellos asuntos que se sabían incorrectos pero no trascendían, tal y como realmente eran, por temor a represalias. De hecho, tuvieron para él, ya mayor, la consecuencia de un encierro en León, en el entonces Convento de San Marcos, actual Parador Nacional de Turismo, por un envolvente político hacia su persona implicándole en falso en actos de traición a la Corona, acusado de presunta filtración de información a Francia. Quevedo expresaba, de hecho, que había sido llevado preso, enfermo y con heridas, sin juicio de ningún tipo, a una tierra de invierno permanente y con un río como vecino (el río Bernesga, que, efectivamente, discurre al lado del Parador-Hostal de San Marcos).

Francisco de Quevedo, al abarcar en su obra todos los aspectos de la vida de su tiempo, también se refirió al Derecho, y particularmente en la dimensión de la impartición de la justicia, proyectando su opinión sobre esta faceta humana. Así, es suyo el siguiente soneto, titulado A un juez mercadería

Las leyes con que juzgas, ¡oh Batino!,

menos bien las estudias que las vendes;

lo que te compran solamente entiendes;

más que Jasón te agrada el Vellocino.

 

        El humano derecho y el divino,        

cuando los interpretas, los ofendes,

y al compás que la encoges o la extiendes,

tu mano para el fallo se previno.

 

No sabes escuchar ruegos baratos,

y sólo quien te da te quita dudas;

no te gobiernan textos, sino tratos.

 

Pues que de intento y de interés no mudas,

o lávate las manos con Pilatos,

o, con la bolsa, ahórcate con Judas.

 

La opinión de Quevedo sobre la aplicación del Derecho es claramente muy desfavorable y expresa una completa desconfianza en la objetividad de la decisión que pueda adoptarse. Exterioriza un concepto decadente de la materia jurídica en el momento en el que el autor vivió, que incluso sufrió a título personal, y le genera un rechazo visceral.

Desde el prisma iusfilosófico, el soneto se centra en la práctica del Derecho, no así en la propia ley, que viene a reflejarse como una víctima más (aparte del particular que sufre concretamente la injusticia) de la anómala actuación desarrollada por quien tiene el deber de aplicarla con rectitud. Esto es: si resulta esencial que la ley positiva se fundamente en un Derecho Natural que le atribuya los parámetros de legitimidad necesarios para su auténtica fuerza vinculante, también este Derecho Natural debe estar, a título personal, en el aplicador del Derecho. Quien teniendo el deber de aplicar la norma y resolver los conflictos se separe de los valores de moralidad e integridad que tienen que encontrarse en su interior, en el momento de dar una solución al caso concreto, producirá un resultado ilícito, contrario a Derecho, perjudicando a quien ha acudido pidiendo justicia, y a la propia ley. En definitiva, la conclusión que se extrae es que de nada sirve contar con leyes perfectas en forma y fondo, en estructura y legitimidad, si quien las aplica no cuenta con los mismos valores éticos que han fundamentado a la ley, del tipo que sea, como expresa el soneto. El denominado Derecho Natural se revela así como la verdadera causa eficiente de la correcta impartición de la justicia, pues se debe presentar de forma doble: en el Derecho Positivo y en su aplicador, a quien le corresponde argumentar jurídicamente y decidir. La ausencia de este ingrediente primigenio en cualquiera de los dos planos, o conjuntamente en ambos, determina siempre un resultado perverso.

Y desde la perspectiva del Derecho Penal, es incuestionable que Quevedo está describiendo a la perfección y literariamente una acción integrativa, al menos, del delito de prevaricación del artículo 446 del Código Penal, revistiendo ésta todos los elementos típicos, objetivo y subjetivo, del injusto: la aplicación arbitraria de la norma, dolosamente asumida a través de una voluntad desviada que se manifiesta externamente por medio del cobro de comisión o soborno (que en el soneto metafóricamente se encuentra bajo la referencia al mítico vellocino de oro) y cuyo fin no es otro que producir una injusticia manifiesta y no justificable en Derecho desde ninguna hipótesis interpretativa. 

Por lo tanto, la visión del Derecho y especialmente de su aplicación que ofrece Francisco de Quevedo revela la importancia decisiva de que el quehacer jurídico se asiente sobre los pilares de la ética, por medio de un Derecho Natural que, como un mar que alcanza con su oleaje a todos los ordenamientos jurídicos y les da vida, también llegue a las costas de quienes personalmente ostentan el honor y la alta responsabilidad de aplicarlos.

“A 7 de diciembre, víspera de la Concepción de nuestra Señora, a las diez y media de la noche. Fui traído en el rigor del invierno, sin capa y sin una camisa, de sesenta y un años, a este con­vento Real de San Marcos, donde he estado todo este tiempo en rigurosísima prisión, enfermo con tres heridas, que con los fríos y la vecindad de un río que tengo a la cabecera, en tierra donde todo el año es invierno rigurosísimo, se me han cancerado, y por falta de cirujano, no sin piedad me las han visto cauterizar con mis manos; tan pobre, que de limosna me han abrigado y entretenido la vida. El horror de mis trabajos ha espantado a todos.”

“Donde hay poca justicia es un peligro tener razón”.



          Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
          Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación


lunes, 1 de febrero de 2021

Pico della Mirandola: escultor de la dignidad humana como valor supremo del Derecho

 

Giovanni Pico della Mirandola (1463-1494), fue un filósofo italiano cuya juventud no le impidió llegar a las más altas cotas de popularidad en su época. Hombre de vastísima formación, aglutinó en su persona amplios conocimientos de todas las ramas del saber, desde la filosofía clásica de Platón, pasando por un Aristóteles tamizado a través de los pensadores árabes, la escolástica o el hermetismo. Conocedor de varios idiomas, Pico della Mirandola sorprendía por su intelecto superior y prematuro, y pronto su conocimiento sincrético, conformado por tantas líneas de pensamiento, cristalizó en una posición propia y, como era de esperar, revolucionaria, por la que se ganó la enemistad de importantes núcleos de poder civil y eclesiástico, acomodados en una concepción de la vida que les beneficiaba, rodeada de unas penumbras que no permitían el acceso de ningún atisbo de luz sobre unas inteligencias sedadas a base de grandes dosis de miedo y dogmas. No extraña, por lo tanto, que el filósofo fuera pronto declarado hereje y muriera a la edad de treinta y un años en circunstancias muy poco claras.

Si bien Pico della Mirandola no trató, de forma específica, las cuestiones normativas, sí lo hizo, y de manera determinante, a través de los aspectos filosóficos en los que se centró. Como quiera que, desde mi punto de vista, Derecho y Filosofía no pueden en modo alguno considerarse ciencias separadas, sino saberes necesariamente unidos, es incuestionable que los planteamientos filosóficos de Pico, adelantados a los tiempos que estaban por venir, han influido, muy positivamente, en nuestra actual concepción de la materia jurídica.

Obra esencial del filósofo fue la implantación de un original y rompedor concepto de dignidad humana, que hasta él no se había dado. Pico estaba muy influido por Platón, y en consecuencia partía de una noción ideal de dignidad, toda vez que ésta se presenta, por su naturaleza, como un valor inmaterial, no por ello en absoluto carente de una necesaria protección jurídica. Es más, no se trata de que sea un bien que debe ser tutelado como cualquier otro, sino que se presenta como la base de todos los demás. La dignidad es para Pico della Mirandola el fundamento del propio hombre, de la filosofía (que adquiere una dimensión antropocéntrica) y, en consecuencia, de todas las relaciones jurídicas, sobre las que el Derecho establece su regulación.

Quiere con ello decirse que todo Derecho debe estar fundamentado en el valor superior de la dignidad humana para ser tenido por tal. La dignidad es para el hombre su propia naturaleza, la razón de su existencia; es, en sí misma, el Derecho Natural que legitima a la norma jurídica positiva. Ahora bien, esta dignidad de Pico della Mirandola tiene un matiz novedoso decisivo; pues a su vez, la dignidad no es un valor impuesto en la naturaleza del ser humano desde una fuente externa al mismo, sino que procede de su interior y se fundamenta, a su vez, en un principio esencial: el libre albedrío. Es la libertad del ser humano para escoger su camino, para construirse, lo que confiere el estatus de dignidad al hombre.

Por esta razón, Pico della Mirandola concibió al ser humano como el escultor de sí mismo, sin injerencias políticas o religiosas; lo que de trascendente tiene el hombre se halla en su propia superación, en ser el creador de su destino, dotándose de un cincel con el que, esforzadamente, perfila los rasgos de su propia existencia, depurándolos hasta la perfección o dejándolos en un mero y desdibujado boceto; no es el resultado final de esta autorrealización humana la base de la dignidad, sino la capacidad libre para escoger el camino. El Derecho positivo se debe fundamentar, pues, en la dignidad así entendida, que hace al ser humano superior respecto de cualquier otra obra de la creación.

No es discutible que esta noción filosófica de la dignidad ha sido determinante en la evolución de los pueblos y en la historia del Derecho; las constituciones modernas tienen como punto de partida precisamente la dignidad, como un río del que nacen múltiples afluentes. Pico della Mirandola abrió la puerta de la futura Ilustración y anticipó el constitucionalismo moderno.

Como no podía ser de otro modo, un filósofo que propugnaba el valor de la dignidad, a su vez cimentada en la absoluta libertad para decidir el destino personal, tuvo una segunda y lógica vertiente en su pensamiento: la tolerancia.

En Pico della Mirandola, a la edad de veintidós años, nació la necesidad intelectual de convocar una suerte de concilio universal al que acudieran todos los pensadores de la época para poner en común sus tesis filosóficas, que no se pudo celebrar finalmente, si bien los postulados del filósofo se reunieron en la obra Conclusiones filosóficas, cabalísticas y teológicas, también conocida como Las 900 tesis, algunas de las cuales fueron consideradas heréticas y supusieron el principio de la persecución a la que fue sometido, actuando a modo de  perfecta justificación o cobertura para hacer posible la más pronta desaparición de Pico del ámbito público, y por extensión de la historia del pensamiento, por quienes así lo ansiaban desde que empezó a dar muestras de su brillantez. El prefacio de esta obra, conocido como el Discurso sobre la dignidad humana, lo considero como uno de los documentos más importantes de la filosofía jurídica.

Los planteamientos de dignidad, libertad y tolerancia, como valores superiores del hombre (y por lo tanto, como elementos configuradores del Derecho Natural que debe legitimar a la norma positiva), en el contexto de una humanidad culta y conocedora de las diversas fuentes del saber, creadora del espíritu crítico y personal hacia la realidad, sin dejar de respetar todas las opiniones e ideas, hicieron que Pico della Mirandola fuera apodado en su época (haciéndose extensivo a la actualidad) como el Príncipe de la Concordia, siendo, de este modo, uno de los pensadores cuyo legado habría de fomentar en la actual sociedad un noble espíritu de emulación, con el fin de garantizar su supervivencia y progreso.

“No te he dado una forma, ni una función específica, a ti, Adán. Por tal motivo, tendrás la forma y función que desees. La naturaleza de las demás criaturas la he dado de acuerdo a mi deseo. Pero tú no tendrás límites. Tú definirás tus propias limitaciones de acuerdo con tu libre albedrío. Te colocaré en el centro del universo, de manera que te sea más fácil dominar tus alrededores. No te he hecho mortal, ni inmortal; ni de la Tierra, ni del Cielo. De tal manera, que podrás transformarte a ti mismo en lo que desees. Podrás descender a la forma más baja de existencia como si fueras una bestia o podrás, en cambio, renacer más allá del juicio de tu propia alma, entre los más altos espíritus, aquellos que son divinos.”

“Nunca he filosofado sino por el amor a la pura filosofía; ni he esperado ni he buscado nunca en mis estudios y en mis meditaciones ninguna merced ni ningún fruto que no fuese la formación de mi alma y el conocimiento de la verdad, por mí supremamente ansiada. He sido siempre amante tan apasionado de la verdad que, dejada toda preocupación de los asuntos privados y públicos, me he dedicado por entero a la paz contemplativa.

De esta, ni las calumnias de envidiosos ni los dardos de los enemigos han podido hasta aquí ni podrán nunca apartarme. Ha sido la filosofía quien me ha enseñado a depender de mi sola conciencia más que de los juicios de los otros y a estar atento siempre no al mal que se dice de mí, sino a no hacer o decir algo malo yo mismo.”

“Hay quienes (como esos perros que siempre ladran a los extraños) condenan y detestan siempre lo que ignoran.”



Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 



viernes, 1 de enero de 2021

San Juan Pablo II: el respeto a la persona, epicentro del Derecho y razón de ser de la actividad política

 

Karol Wojtyla (1920-2005), nombre secular del Papa Juan Pablo II, quien dirigió la Iglesia Católica entre los años 1978 a 2005 y fue canonizado, por práctica aclamación popular, en 2014, ha pasado a la historia como uno de los papas más influyentes en la sociedad, no sólo desde la perspectiva religiosa (dejando un recuerdo cariñoso e imborrable en la generación que nació y creció con él como Papa, pudiendo atestiguar su cercanía, especialmente con la juventud) sino también desde el prisma de la política y el Derecho, siendo definido como uno de los dirigentes más importantes que han existido en el mundo.

Juan Pablo II fue una personalidad poliédrica, y como filósofo del Derecho propugnó una serie de postulados que deben ser tenidos en cuenta con independencia de las cuestiones referentes a la fe cristiana, sin desconocer que, como es obvio, en una serie de aspectos de su filosofía jurídica necesariamente ha de encontrarse la doctrina de Jesús de Nazaret. Pero más allá de este extremo, el pensamiento del Papa Magno sobre el Derecho ostenta una practicidad y atemporalidad que posibilita su aplicación en cualquier momento de la vida de la sociedad. Como intelectual, siempre consideró que una de las ramas más sublimes del conocimiento y del humanismo era, precisamente, la jurídica, por la combinación de saberes que debían conjugarse para su correcta aplicación.

Para San Juan Pablo II la tendencia creciente hacia una racionalización u objetivismo radicales en la aplicación de las normas jurídicas, desconectada de una serie de valores inherentes a la persona, genera un Estado de Derecho, encargado de materializar dicha puesta en práctica, que no cumple con su verdadera función, consistente, de forma esencial, en servir a la persona (como una Administración Pública no es sino una prestadora de servicios a los ciudadanos, mutatis mutandis), y proteger sus derechos subjetivos más primarios e inherentes, que se ubican en un plano ajeno al jurídico, el propio de la ética. Por lo tanto, este pensamiento iusfilosófico no se caracteriza, como pudiera a priori esperarse, en la consideración de que la fuente legitimadora del Derecho se origina extra muros del mismo, sino que, muy por el contrario, el Derecho no es sino el instrumento para el ejercicio de una justicia, que como valor moral y metajurídico, se origina en la propia dignidad de la persona y en la defensa de dicha dignidad por parte del Estado de Derecho y de los diferentes poderes públicos que, de forma necesariamente separada, lo integran. La legitimidad y obligatoriedad del Derecho no proceden de una fuente exógena o de la revelación, sino que tienen una naturaleza inherente a la persona; y es a partir de este individualismo desde donde nace el Derecho, protegiendo los intereses personales en relación con los de los demás individuos, dando lugar, de este modo, al imprescindible principio de solidaridad, convertido en el pilar maestro no solo de la convivencia privada intersubjetiva, sino de la relación jurídico-pública pacífica entre los estados.

El Derecho, en definitiva, nace en la persona individualmente considerada, con la finalidad de atender a la protección de sus valores o derechos fundamentales, y se proyecta así al conjunto de la sociedad. No a la inversa. Se puede advertir, en consecuencia, que este iusnaturalismo no es de un carácter netamente teológico, basado en la revelación divina impuesta sobre la ley positiva, sino que, más bien, está ubicado en el iusnaturalismo racionalista, aunque tamizado con una serie de principios filosóficos y éticos de carácter sagrado que principian en el interior de la persona y la configuran. Se trata de un innatismo que aproxima esta filosofía jurídica de San Juan Pablo II más a Descartes que a Santo Tomás de Aquino, sin dejar de afirmar, por supuesto, que el origen de estos valores personales que el Derecho se encarga de proteger (conformándolos técnicamente como derechos fundamentales o humanos a partir de la vida y la dignidad) y con ello hacer cristalizar la acción de la Justicia, se encuentra en Dios. Así, se conjugan dos líneas de pensamiento sobre el Derecho (la racionalista y la cristiana) que habilitan una teoría jurídica que, sobre un fundamento religioso, aplica la razón y la experiencia derivada de la vida social y de la actividad política de los estados, obteniendo una posición en absoluto radical, sino, desde mi punto de vista, moderada y sensata, que une armoniosamente religiosidad y razón, moral y Derecho; esto es, la propia imagen del ser humano, en su doble faceta: material y espiritual, o si se prefiere, jurídica y ética. Extremos que resultan inseparables. La verdad a la que siempre se refirió San Juan Pablo II como luz de guía de la humanidad, en el caso del Derecho, arranca desde el interior de la persona y se refleja en la necesidad de conformar los ordenamientos jurídicos y los sistemas políticos como fortalezas defensoras de la dignidad, la vida y los derechos que definen jurídicamente a la persona.

De este modo el Papa Wojtila advirtió del peligro de que un nominal Estado de Derecho no tuviera como punto de partida el elemental respeto a los derechos básicos de la persona y en lugar de servir a la defensa y protección de dichos derechos (lo que constituye su razón de ser) se convirtiera en un sistema de corte totalitario que, o bien abiertamente no protegiera en absoluto estos primeros derechos o valores esenciales, o bien los enarbolara de una manera meramente simbólica o semántica, como vehículo para legitimar falsamente los actos del poder político. Son cuestiones que San Juan Pablo II se encargó de poner de manifiesto en diversas encíclicas y en comunicaciones que personalmente realizó ante las más importantes organizaciones internacionales.

Es evidente que nos encontramos ante un nuevo exponente de la necesaria imbricación entre Derecho Natural y Derecho Positivo, siendo aquél la imprescindible fuente de valor de la norma jurídica, desde un plano diferente al positivo. Estos valores personales legitimadores de los sistemas jurídicos son los denominados derechos fundamentales o derechos humanos, y es aquí donde el pensamiento cristiano se materializa, pues estos derechos inherentes y primordiales tienen su razón de ser en la compasión, la generosidad y el amor. Sobre estas premisas se sostiene el respeto interpersonal de los derechos fundamentales de carácter individual y se justifica la existencia de un verdadero Estado de Derecho que vele por su reconocimiento y aplicación.

 Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia.”

Los desafíos que tiene que afrontar un Estado democrático exigen de todos los hombres y mujeres de buena voluntad, independientemente de la opción política de cada uno, una cooperación solidaria y generosa con la edificación del bien común de la Nación.”

Hasta que quienes ocupan puestos de responsabilidad política no acepten cuestionarse con valentía su modo de administrar el poder y de procurar el bienestar de sus pueblos, será difícil imaginar que se pueda progresar verdaderamente hacia la paz.”      

“Los medios de comunicación han acostumbrado a ciertos sectores sociales a escuchar lo que les halaga los oídos.”



Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación