sábado, 1 de abril de 2023

Sthepen King: La niebla, plasmación metafórica de política, sociedad y Derecho

 

Sthepen King (1947) es un escritor norteamericano de gran éxito editorial. Prácticamente todas sus obras se han convertido en bestsellers y han sido llevadas al cine, también con acierto. Carrie, El resplandor, Cujo, It, y tantos otros libros del autor han tenido una influencia notable en el género del terror y de la ciencia ficción. El estilo narrativo de Sthepen King se caracteriza por ser muy claro, directo, marcadamente descriptivo y sobre todo un fiel traslado a la literatura del conocimiento preciso de los miedos humanos, de los males y problemas de la sociedad actual, lógicamente presentados a través de historias y personajes ficticios, pero tras ellos existe una importante crítica al poder, a la simpleza, en ocasiones, del ser humano y a la manipulación de la realidad a la que se ve sometido por aquél, hasta el punto de llevarle a la autodestrucción.

King es autor de una novela, trasladada magníficamente a la gran pantalla, titulada La niebla. El argumento que se presenta al lector o espectador versa sobre lo acontecido en una localidad de los Estados Unidos, en la que un día comienza a llegar desde los montes una niebla muy densa y extraña, que lo cubre todo. Las gentes del lugar empiezan a desaparecer y los militares (que parecen saber algo que no dicen a la población) a marchas forzadas evacúan a los vecinos mientras esa niebla se introduce en el pueblo. Un nutrido grupo de personas quedan encerradas en un supermercado, ya con la niebla envolviendo todo el lugar, y cada vez que alguno se va de allí, o bien no regresa, o lo hace su cadáver, precedido de temblores del suelo, rugidos y sombras en la niebla que hacen intuir que en ella se encuentran criaturas abominables y de un tamaño descomunal.

Sin embargo, el principal problema de la situación no está en aquello que mora en la niebla, y que se encuentra fuera del supermercado; lo más grave se desarrolla dentro del inmueble, y viene propiciado por el comportamiento y reacciones de la gente que se encuentra en su interior. Así, pronto aparece una persona que se erige en salvadora de los demás y, dando lecciones de cómo comportarse, impone su propia ética enfermiza utilizando la coyuntura existente para afirmar que aquello es el fin del mundo y así consigue hacerse la líder del lugar –es decir, con el poder- y que los demás se conviertan en sus acólitos, de tal modo que dentro de aquél recinto, que debiera ser de seguridad, se empieza a desarrollar un superior miedo, pues la líder exige sacrificios de sangre para apaciguar a lo que se encuentra afuera, y así pone en el punto de mira a las personas –pocas- que se dan cuenta de la locura a la que se está llegando y prefieren arriesgarse y abandonar el sitio, si bien previamente se origina una revuelta que acaba con el asesinato de un inocente como ofrenda y con la muerte por un disparo de aquella autoproclamada líder. Todo ello, acompañado de decisiones poco afortunadas, por irreflexivas, así como derivadas de la desconfianza y los reproches de unos para con otros, que al final llevan a la práctica desaparición de aquel grupo de personas confinadas. Detrás de aquella niebla había un proyecto militar que tenía por objeto abrir una puerta dimensional a otra realidad, con fines que no trascendieron, pero que en todo caso salió mal y se descontroló, sin que se llegara nunca a saber si aquella “niebla” -realmente, el vehículo a otro plano con seres monstruosos-  consiguió ser disipada o si se extendió por todo el globo terráqueo acabando con la humanidad.

Con este argumento, la protesta de King hacia el comportamiento humano en situaciones de crisis resulta manifiesta. Y es trasladable al campo jurídico, ético, político y sociológico.

Ante un peligro exterior, en lugar de proceder la sociedad de una forma coordinada y al unísono para hacerle frente, surgen los egoísmos y la búsqueda de la supervivencia personal, por encima del interés común; algo que es irracional, pues la prevalencia del interés supraindividual redunda en la pervivencia del propio sujeto, pero es un hecho que el comportamiento del ser humano, aún ilógico, es éste, siendo incapaz de ver que tal forma de proceder le perjudica inmediatamente.

En este contexto de calamidad, siempre surgirá un dirigente –o varios agrupados- que se aprovechará del desconcierto, de las circunstancias, para presentarse como un valedor de la moralidad, que no es sino su propio y exclusivo interés, y así imponérsela a los demás, quienes lo asumen al no tener las herramientas intelectuales necesarias para darse cuenta de que están siendo utilizados. Aquí surge otra característica humana, en este caso muy singular de los detentadores del poder: el oportunismo -que se une a la faceta egoísta de base- revestido, eso sí, de una sola aparente cara de entrega y puesta a disposición del bien común: una sonrisa que no es sino una mueca. Y el tercer pie que cierra este devenir social es la mentira, la ocultación de la realidad: el poder nunca dice, a priori, lo que realmente está pasando, ni expresa sus intenciones ni sus deseos, faltando a la verdad ante la opinión pública y propiciando con ello la retroalimentación del propio poder político, al dar cabida al surgimiento de esos falsos libertadores.

Como colofón, aquel grupo social que convivía dentro del supermercado sitiado por la niebla generó de facto su propio sistema normativo, un microcosmos jurídico asentado en unos principios generales dispuestos por un loco, que sustituyó el razonamiento lógico y la ética por el fanatismo, de modo que generó un Derecho Natural ad hoc, enmarcado en la triple premisa antes referida (egoísmo, oportunismo y falsedad) para dar lugar a unas reglas de comportamiento social que llevaron a aquel grupo humano a consentir y a considerar legítimas, nada menos, que las muertes de varias personas. La falta de criterio social determinó, mediante su voto favorable y acrítico, sin objeción ni resistencia alguna, que ese planteamiento del poder prosperase, se infiltrase en el ámbito de la moralidad y construyese un conjunto de normas totalmente separadas de la ética, generando división y atacando a la minoría de pensamiento diferente y consciente de la tergiversación de la realidad. La conclusión no fue otra que la desintegración de aquél grupo humano, desde su autodenominado líder hasta todos y cada uno de sus miembros, desapareciendo no precisamente por la amenaza exterior a la que no supieron enfrentar, sino por sus propios males internos, por sus propias debilidades.

 “¡Hay cosas en la niebla! ¡Todos los horrores de una pesadilla! ¡Engendros sin ojos! ¡Criaturas espectrales! ¿Dudáis? ¡Pues salid! ¡Salid y decidles: «Hola, ¿qué tal?»!”

“Los monstruos y los fantasmas son reales: viven dentro de nosotros y a veces ellos ganan.”

 “La confianza de los inocentes es la herramienta más útil del mentiroso.”

“Y como escritor, una de las cosas que siempre me ha interesado hacer es invadir tu zona de confort. Porque eso es lo que se supone que debemos hacer. Ponernos debajo de tu piel, y hacerte reaccionar.”

 



Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 



lunes, 20 de marzo de 2023

Hipócrates: la conjunción de Ética y Medicina llevada al Derecho

 

Hipócrates de Cos (460-370 a.C.) es una de las más grandes figuras de la antigüedad griega; un intelectual que, si bien especializado en una rama del saber tan importante como es la ciencia médica, a la que imprimió caracteres que la han configurado desde su misma base, permaneciendo así a lo largo de los tiempos, también fue el ejemplo de hombre culto, pues en Hipócrates confluían Filosofía, Ética, Matemática, Medicina, es decir, todos los saberes como una unidad, cuya visión conjunta permitía entender y justificar cada una de las facetas del conocimiento. Nos encontramos ante un sabio contemporáneo de Sócrates y de Platón (quién a él se refiere en alguno de sus diálogos) así como de Pericles, esto es: Hipócrates vivió en la época genuina y dorada de la política –que tanto se echa de menos en el siglo XXI-; unos tiempos aquellos en los que los dirigentes anteponían la polis, esto es, lo que se puede entender hoy como interés general, personalizado en la ciudad-estado, sobre sus propias apetencias y egoísmos, precisamente porque en aquel entonces los planteamientos intelectuales caminaban por la senda de los principios éticos, de los valores inherentes al ser humano y por extensión a la misma sociedad.

La historia ha calificado a Hipócrates como “padre de la Medicina”. Quiero destacar que, más allá de que la ciencia médica de su tiempo es incomparable –afortunadamente- con los avances y descubrimientos que para el bienestar y la salud ha realizado el ser humano desde sus tiempos y hasta la actualidad, si algo se le debe al médico de Cos es la consideración ética de la Medicina, pues todas sus teorías científicas, hoy superadas en lo técnico, se asientan en valores primordiales y sobre todo en un profundo respeto al ser humano.

Para Hipócrates, paradigma del juicio clínico fundamentado en el cuidado, en la prevención y el pronóstico, la enfermedad era, ante todo, el resultado de un desequilibrio. El fluido vital, desde su perspectiva, materializaba las diferentes vertientes del orden natural, dando lugar a los denominados “cuatro humores”: sangre, bilis negra, bilis amarilla y flema. En la persona sana, todos estos componentes están en armonía. Cuando alguno de ellos prevalece sobre otros surge la enfermedad, que tendría por lo tanto un origen más primario, más remoto incluso que aquello que se pudiera anudar a lo físico. Si el orden natural de las cosas también fundamenta la vida y la salud del ser humano, la degradación de este orden implica la enfermedad y la muerte.

Un traslado de esta teoría al mundo del Derecho nos ha de llevar a la siguiente pregunta: ¿cuándo podemos entender que el Derecho está enfermo? Algunos síntomas de la patología son manifiestos: leyes que generan rechazo social, que ejemplifican la más viva injusticia, que suponen una afrenta al sentido común y a la protección de aquello para lo que se promulgan. La enfermedad en el Derecho se origina en la separación de los principios de la Ética, que no son sino su mismo fluido vital, aquello que debe recorrer todo el ordenamiento jurídico, como si del sistema vascular se tratase; en el momento en el que el influjo de los primeros valores éticos no llegue a alguna parte de dicho organismo, el cuerpo jurídico enfermará y la sociedad pagará las consecuencias. La génesis de la enfermedad en las normas jurídicas está en su separación de los principios del Derecho Natural y la sintomatología es la injusticia.

Debe recordarse que ya en la época de Hipócrates se empezaba a extender la idea de la configuración de las instituciones públicas, del Estado en general, como un cuerpo dotado de cabeza y extremidades; siendo en la parte superior del mismo donde se ubicaría el poder político del que dimanan las instrucciones al resto del organismo. Qué duda cabe que si el cerebro de ese gran cuerpo no está bien, si se desequilibra, al separarse en sus órdenes del principio ético de la búsqueda del bien común por encima del personal, todo el organismo sufre un colapso, es llevado a la enfermedad y a su final.

Aparte de esta reflexión, es necesario poner de manifiesto –ya desde un prisma especializado- que el valor ético en el desempeño de la profesión médica se plasmó por Hipócrates en el que, para mí, es el primer y más importante protocolo, que está, a todos los niveles, por encima de los que con posterioridad se hayan podido dar. El denominado juramento hipocrático es la base de toda la actuación clínica, y sobrepasa, por su componente moral, a cualquier otra pauta orientativa, generándose, entre dicho juramento y los protocolos médicos posteriores, una relación muy similar a la que se da entre Derecho Natural y Derecho Positivo: en modo alguno un protocolo médico puede contravenir al juramento hipocrático, y en el hipotético caso de que así fuera, siempre el juramento será prevalente. Bastará con que los protocolos que se den a lo largo de la historia prevean que, por encima de lo que en ellos se disponga a modo de orientación, sea siempre el médico quien decida en el caso concreto y atendiendo a cada paciente. El juramento consiste en no hacer daño (primum non nocere) y buscar el bien del paciente (bonum facere). Aquí reside la obligación médica, y de ella se deriva la responsabilidad jurídica: la puesta de todos los medios y esfuerzos posibles por el bien del enfermo y en evitación de su dolor. Como vemos, una Ética que transita de lo clínico a lo jurídico a través del puente del saber filosófico.

“Antes de curar a alguien, pregúntale si está dispuesto a renunciar a las cosas que lo enfermaron.”

“Si no puedes hacer el bien, por lo menos no hagas daño.”

 

                                               JURAMENTO HIPOCRÁTICO


Ὄμνυμι Ἀπόλλωνα ἰητρὸν, καὶ Ἀσκληπιὸν, καὶ Ὑγείαν, καὶ Πανάκειαν, καὶ θεοὺς πάντας τε καὶ πάσας, ἵστορας ποιεύμενος, ἐπιτελέα ποιήσειν κατὰ δύναμιν καὶ κρίσιν ἐμὴν ὅρκον τόνδε καὶ ξυγγραφὴν τήνδε.

Ἡγήσασθαι μὲν τὸν διδάξαντά με τὴν τέχνην ταύτην ἴσα γενέτῃσιν ἐμοῖσι, καὶ βίου κοινώσασθαι, καὶ χρεῶν χρηίζοντι μετάδοσιν ποιήσασθαι, καὶ γένος τὸ ἐξ ωὐτέου ἀδελφοῖς ἴσον ἐπικρινέειν ἄῤῥεσι, καὶ διδάξειν τὴν τέχνην ταύτην, ἢν χρηίζωσι μανθάνειν, ἄνευ μισθοῦ καὶ ξυγγραφῆς, παραγγελίης τε καὶ ἀκροήσιος καὶ τῆς λοιπῆς ἁπάσης μαθήσιος μετάδοσιν ποιήσασθαι υἱοῖσί τε ἐμοῖσι, καὶ τοῖσι τοῦ ἐμὲ διδάξαντος, καὶ μαθηταῖσι συγγεγραμμένοισί τε καὶ ὡρκισμένοις νόμῳ ἰητρικῷ, ἄλλῳ δὲ οὐδενί.

Διαιτήμασί τε χρήσομαι ἐπ' ὠφελείῃ καμνόντων κατὰ δύναμιν καὶ κρίσιν ἐμὴν, ἐπὶ δηλήσει δὲ καὶ ἀδικίῃ εἴρξειν.

Οὐ δώσω δὲ οὐδὲ φάρμακον οὐδενὶ αἰτηθεὶς θανάσιμον, οὐδὲ ὑφηγήσομαι ξυμβουλίην τοιήνδε. Ὁμοίως δὲ οὐδὲ γυναικὶ πεσσὸν φθόριον δώσω. Ἁγνῶς δὲ καὶ ὁσίως διατηρήσω βίον τὸν ἐμὸν καὶ τέχνην τὴν ἐμήν.

Οὐ τεμέω δὲ οὐδὲ μὴν λιθιῶντας, ἐκχωρήσω δὲ ἐργάτῃσιν ἀνδράσι πρήξιος τῆσδε.

Ἐς οἰκίας δὲ ὁκόσας ἂν ἐσίω, ἐσελεύσομαι ἐπ' ὠφελείῃ καμνόντων, ἐκτὸς ἐὼν πάσης ἀδικίης ἑκουσίης καὶ φθορίης, τῆς τε ἄλλης καὶ ἀφροδισίων ἔργων ἐπί τε γυναικείων σωμάτων καὶ ἀνδρῴων, ἐλευθέρων τε καὶ δούλων.

Ἃ δ' ἂν ἐν θεραπείῃ ἢ ἴδω, ἢ ἀκούσω, ἢ καὶ ἄνευ θεραπηίης κατὰ βίον ἀνθρώπων, ἃ μὴ χρή ποτε ἐκλαλέεσθαι ἔξω, σιγήσομαι, ἄῤῥητα ἡγεύμενος εἶναι τὰ τοιαῦτα.

Ὅρκον μὲν οὖν μοι τόνδε ἐπιτελέα ποιέοντι, καὶ μὴ ξυγχέοντι, εἴη ἐπαύρασθαι καὶ βίου καὶ τέχνης δοξαζομένῳ παρὰ πᾶσιν ἀνθρώποις ἐς τὸν αἰεὶ χρόνον. Παραβαίνοντι δὲ καὶ ἐπιορκοῦντι, τἀναντία τουτέων.”


“Juro por Apolo médico, por Asclepio, Higía y Panacea, por todos los dioses y todas las diosas, tomándolos como testigos, cumplir fielmente, según mi leal saber y entender, este juramento y compromiso:

Venerar como a mi padre a quien me enseñó este arte, compartir con él mis bienes y asistirle en sus necesidades; considerar a sus hijos como hermanos míos, enseñarles este arte gratuitamente si quieren aprenderlo; comunicar los preceptos vulgares y las enseñanzas secretas y todo lo demás de la doctrina a mis hijos y a los hijos de mis maestros, y a todos los alumnos comprometidos y que han prestado juramento, según costumbre, pero a nadie más.

En cuanto pueda y sepa, usaré las reglas dietéticas en provecho de los enfermos y apartaré de ellos todo daño e injusticia.

Jamás daré a nadie medicamento mortal, por mucho que me soliciten, ni tomaré iniciativa alguna de este tipo; tampoco administraré abortivo a mujer alguna. Por el contrario, viviré y practicaré mi arte de forma santa y pura.

No tallaré cálculos sino que dejaré esto a los cirujanos especialistas.

En cualquier casa que entre, lo haré para bien de los enfermos, apartándome de toda injusticia voluntaria y de toda corrupción, principalmente de toda relación vergonzosa con mujeres y muchachos, ya sean libres o esclavos.

Todo lo que vea y oiga en el ejercicio de mi profesión, y todo lo que supiere acerca de la vida de alguien, si es cosa que no debe ser divulgada, lo callaré y lo guardaré con secreto inviolable.

Si el juramento cumpliere íntegro, viva yo feliz y recoja los frutos de mi arte y sea honrado por todos los hombres y por la más remota posterioridad. Pero si soy transgresor y perjuro, avéngame lo contrario.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid 
y Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 




miércoles, 1 de marzo de 2023

Gustavo Adolfo Bécquer: la moraleja jurídica de La cruz del diablo

 

Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) gran escritor nacido en Sevilla y posteriormente afincado en Madrid, imprimió a toda su obra un espíritu muy diferente al que caracterizaba a la corriente literaria que en sus tiempos predominaba en tierras patrias. Frente al realismo, Bécquer representó al movimiento romántico, importado desde otras naciones europeas. Junto con Rosalía de Castro, su obra plasmó la penumbra, el misterio, una cierta nostalgia de lugares y momentos más allá de lo físico y, en definitiva, unos sentimientos de insondable profundidad que a través de verso y prosa fue plenamente reconocida tras su precipitado fallecimiento, siendo aún un hombre muy joven, cuestión que pareciera hermanarle con otros grandes autores del romanticismo.

Si Bécquer es conocido por su obra poética, por sus Rimas, no lo es en menor medida por su narrativa: una prosa lírica consagrada y de gran belleza que integra las Leyendas. Éstas constituyen un conjunto de relatos en los que el autor recrea historias que circulan, algunas desde tiempo inmemorial, de boca en boca en la tradición de ciertas localizaciones, a las que dota de una peculiaridad, de una personalidad diferenciada, al insuflarles el hálito romántico, aproximándose de este modo a la literatura gótica. Una de estas historias se titula La cruz del diablo, y produce en mí una reflexión que quizá no se quede en la pura teoría, en el pensamiento jurídico abstracto, sino que el paralelismo con actuales hechos y personajes resulta sorprendente, y bien merece ser expresado por escrito para dejar constancia de lo que a día de hoy le ocurre al Derecho, y tal vez como un testigo de cara al futuro, para que los lectores de mañana sepan apreciar la gravedad y las consecuencias de decisiones adoptadas con poca inteligencia o de forma malintencionada.

La cruz del diablo, de forma extractada, narra cómo se les explica a unos excursionistas el origen de una cruz ubicada en un pueblo de España, en Cataluña. El guía les cuenta que la historia de aquella cruz tiene unos tintes macabros, malditos. Un señor del castillo, abyecto y bestial, actuaba respecto del pueblo con una carencia absoluta de respeto y de escrúpulos, imponiendo sus decisiones por las armas; ello fue así hasta que este ser fue asesinado, pero su mal no murió con él, quedando impregnado en la armadura que vestía y ésta seguía, aparentemente por sí sola, sin nadie en su interior, sembrando el terror y la muerte por el lugar, con el antecedente de que se sabía que aquel castellano había tenido tratos con el diablo, pues lo único que motivaba sus acciones era el egoísmo, seguir mandando sobre el pueblo sometido a su persona, para lo cual pactó con el maligno; y a ello se añadió que tras su muerte, unos bandidos que entraron en el castillo volvieron a invocar al demonio, lo que propició que aquella armadura se deshiciera de ellos y siguiera el sangriento proceder de quien había sido su dueño. Esta armadura fue finalmente llevada a juicio, se la encerró en las mazmorras y tras intentar atacar al alcalde de la localidad, escapó, consiguiendo con el tiempo ser de nuevo apresada, comprobando entonces que nadie la ocupaba, ante lo que el alcalde ordenó que fuera inmediatamente quemada y reducida a hierro líquido. Se dice que mientras aquella armadura se derretía unos espantosos gritos de dolor surgían de ella. Con aquel hierro fundido se hizo una cruz…desde entonces llamada la cruz del diablo.

Esta leyenda de Bécquer me lleva a reflexionar sobre los efectos en el tiempo de las decisiones que toma el poder, y como esas decisiones, aunque traten de corregirse o de enmendarse –siquiera sea aparentemente- van a producir consecuencias perniciosas en el futuro, de una forma inexorable.

Si esta historia se lleva al plano legal, y específicamente al de las reformas y modificaciones de la normativa penal, las semejanzas resultan evidentes. No me refiero en este momento a cuestiones profundas de ética política a la hora de legislar, sino a la superficie, a lo visible, esto es: a los estrictos efectos legales, iuspositivos, de los cambios que producen las normas que entran en vigor y que responden a fines ilegítimos, al no primar en tales normas los principios esenciales que deben regir la producción legal en materia penal. Una norma que modifica tipos delictivos y consigue entrar en vigor, produce unas consecuencias irresolubles, pues aun cuando dicha ley perniciosa sea fugaz en el tiempo, y el mismo poder que la ha creado trate de retractarse más tarde de cara hacia el pueblo, mediante presuntas correcciones posteriores, el mal ya está hecho, pues el principio de norma penal más beneficiosa, máxime si las disposiciones transitorias –como es además el caso- lo propician, implica que el texto de aquella reforma en modo alguno desaparece, sino que es aplicable a los hechos correspondientes a su momento e incluso a los de distintas épocas, aunque más tarde se redacte de otra manera.

Esa ley atroz no es sino aquella armadura maldita de la leyenda, que vive por sí misma y sigue produciendo el terror, aunque quien la promulgó e hizo uso de ella ya no esté presente, pues todo poder es transitorio, pero sus efectos negativos pueden ocasionar unos daños forjados en la ultraactividad, sin solución futura; y es así a pesar de que, más tarde, todo lo que ese mismo poder ya haya hecho quiera presentarlo de otra forma e incluso dotarlo de un aspecto distinto, hasta con ribetes de santidad si hace falta. La cruz del diablo es un relato sobre la falsedad, sobre la hipocresía, y evidencia como detrás de las apariencias que pretendan darse a decisiones políticas perversas, revestidas, eso sí, de formal legalismo, la malignidad está en su mismo origen y sigue ocasionando sus lamentables consecuencias sine die.

Y detrás de estos nefastos efectos materiales derivados de la aplicación de la ley positiva, nos encontramos, sin cuestión, con que el espíritu del poder que la origina está muy lejos de ser benigno, como, por lógica, indican sus propios resultados en la realidad. Aquello que es esencialmente bueno no puede producir un efecto negativo. Una norma jurídica asentada en los principios del Derecho Natural, en la ética, en el respeto a los valores y derechos humanos, en la defensa de las víctimas y de sus bienes jurídicos protegidos, en definitiva, un poder que actúe de manera honorable y bondadosa con quien lo merece, nunca producirá las terribles implicaciones derivadas de leyes emanadas desde el egoísmo; más claramente: desde la pura maldad.

“Entonces apelaron a la justicia del rey; pero el señor se burló de las cartas-leyes de los condes soberanos; las clavó en el postigo de sus torres, y colgó a los farautes de una encina.

Exasperados y no encontrando otra vía de salvación, por último, se pusieron de acuerdo entre sí, se encomendaron a la Divina Providencia y tomaron las armas: pero el señor llamó a sus secuaces, llamó en su ayuda al diablo, se encaramó a su roca y se preparó a la lucha.”

“Esa cruz es la que hoy habéis visto, y a la cual se encuentra sujeto el diablo que le presta su nombre: ante ella, ni las jóvenes colocan en el mes de mayo ramilletes de lirios, ni los pastores se descubren al pasar, ni los ancianos se arrodillan, bastando apenas las severas amonestaciones del clero para que los muchachos no la apedreen.”    




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 




miércoles, 1 de febrero de 2023

José Saramago: una ceguera impuesta por el poder

 

José Saramago (1922-2010) fue un escritor portugués, Premio Nobel de Literatura, Doctor Honoris Causa por múltiples universidades, prolífico autor en los diversos ámbitos de las letras, desde el ensayo a la novela, la poesía o el teatro. De origen familiar humilde, fue objeto de censura por la dictadura de Salazar, siendo algunas de sus obras más relevantes Todos los hombres, El Evangelio según Jesucristo, La caverna o Caín.

Una de las novelas de Saramago que genera en la actualidad un especial impacto por lo próximo de lo que en ella se expone y por las consecuencias sociales que desprende su narrativa, haciendo de ella, en cierta forma, un vaticinio de futuro, es Ensayo sobre la ceguera, a la que me quiero referir especialmente.

Una terrible enfermedad pandémica, la ceguera blanca, comienza a extenderse por las ciudades, de modo que progresivamente todas las personas empiezan a perder la vista de una forma radical. El terror y el caos se apoderan de la sociedad, desapareciendo la noción de orden y transformando al mundo en una auténtica locura. La ceguera lleva a la depravación, a la pérdida del sentido de la moral, a una suciedad y abandono que avanzan desde lo estético hacia la  profundidad del ser humano, ennegreciendo su propia definición; situación que el poder aprovecha para producir confinamientos de los primeros infectados con la finalidad de evitar que trascienda la gravedad de lo que ocurre y progresivamente comienza a configurar unas reglas jurídicas que restringen los derechos de los ciudadanos hasta límites impensables, dando lugar a un Estado opresor y dictatorial, en el que solo algunas camarillas consiguen enriquecerse a costa de las necesidades básicas de la población, haciendo del delito su campo habitual de desarrollo, en una situación de completa impunidad. La única persona que sorprendentemente no ha perdido la vista tiene que simular que es ciega y trata de ayudar al resto de los primeros confinados cuando abandonan su reclusión y empiezan a moverse por una ciudad devastada por el crimen y la perversión, hasta un punto en el que ya no puede más, y al borde de sucumbir, la pandemia empieza a ceder y con ello la pesadilla en la que se había sumido la humanidad.

Se ha querido ver en Ensayo sobre la ceguera un paralelismo con el mito de la caverna platónica, en el sentido de mostrar al lector la realidad en la que se mueve estando con los ojos cerrados, siendo su vida una pura creación artificial, una obra teatral dirigida desde el poder, que impide a los ciudadanos ser conscientes (esto es, recuperar la vista) de la auténtica y plena existencia, pues tal descubrimiento y toma de conciencia supondría la desintegración del mismo poder, que se encarga de aprovechar (e incluso crear) las situaciones de miedo y caos generalizadas con el fin de erigirse en un ser necesario, imprescindible para sobrevivir, siendo verdaderamente el responsable de la degradación y pérdida paulatina de los derechos, beneficiándose, por el contrario, él mismo y, gracias a su proceder, ciertos sujetos o minorías, a costa de la desgracia ajena, generando incluso espacios amnistiados, libres de cualquier tipo de reproche, en los que la sombra, el peor lado del ser humano, campea libre.

Si se piensa en el relato de Ensayo sobre la ceguera desde una perspectiva filosófica y jurídica, creo que resulta indudable que el sentido de la vista al que se refiere la novela, y que se pierde de forma escalonada y absoluta por la sociedad, a consecuencia de una denominada “enfermedad”, es una metáfora de la ética, de los principios morales. Qué duda cabe que el abandono progresivo de la moralidad en la vida social conlleva a la perdición absoluta. Y tal estado de cosas hace surgir a hipotéticos salvadores que se autolegitiman en el poder como si fueran la última esperanza para encauzar a una sociedad desbocada.

Considero que la pandemia de ceguera que presenta la obra tiene, como toda patología vírica, un proceso de incubación.

Se llega a esta situación de una forma intencionada, con su origen en la falta de adopción de los debidos cuidados o de la puesta de cortafuegos que eviten la explosión definitiva del caos. Desde un primer momento, incidiendo en los sistemas educativos, con la supresión de ciertas materias o la tergiversación de su contenido, el poder impide que la sociedad pueda tener los ojos bien abiertos, y se encarga de dibujar una realidad configurada a su gusto, rechazando todo aquello que no se amolda a sus propios intereses, a su particularísimo concepto de “realidad”. Así surge la dictadura del relativismo, aun cuando, en apariencia, los gobiernos se presenten como esencialmente democráticos y, con una impostada intensidad, “tolerantes”: el hecho es que no se admite otra perspectiva de las cosas que no sea la del poder. Y la sociedad, ciega, carente de medios intelectuales para defenderse, sin principios éticos, pues han sido eliminados desde su raíz, no es siquiera capaz de darse cuenta de la manipulación, hasta el punto de emprender el camino hacia su propio fin, bajo la dirección de un poder al que solo le preocupa mantenerse en el sitio. Incluso aquellas pocas personas que conservan la visión de lo auténtico (en la novela hay un ejemplo paradigmático de ello), quienes retienen crítica y moral, deben ocultarse, es decir, hacerse los ciegos, simular que no ven, evitar destacar, para impedir que la masa acrítica y dirigida acabe con ellos.

Lógicamente, el “Derecho” que pueda emanar desde el poder en esta situación sólo tendrá de norma jurídica y de Justicia el revestimiento formal. Tales preceptos legales, cuya promulgación es presentada como un bien para la sociedad, en verdad se separan de cualquier atisbo de ética y suponen genuinas imposiciones que, lejos de colaborar a que los seres humanos abran los ojos y comprendan cuáles son sus verdaderos derechos y libertades, los limitan terriblemente, bajo la aquiescencia social de quienes creen –ello, con gran pesar- que están siendo defendidos cuando en realidad están recibiendo recortes y limitaciones continuadas en sus vidas, bienes y derechos, sin ser conscientes de que lo único que motiva al poder es su propia continuidad, su mantenimiento, a toda costa y sin que se le cuestione, para lo cual es necesario que la sociedad esté cegada y en la perenne creencia tanto de que todo ocurre por azar como de que el gobierno será quien les salve.

Y resulta que todo es al revés: ni los acontecimientos surgen de la nada ni el gobierno les salvará. Pero para verlo, es necesario crítica, cultura, ética, una verdadera Justicia, no truncada por intereses espurios. En definitiva: no estar ciegos.

Creo que no nos quedamos ciegos; creo que estamos ciegos, ciegos que ven, ciegos que, viendo, no ven.”

“La hora de las verdades terminó. Vivimos en el momento de la mentira universal. Nunca se mintió tanto. Vivimos una mentira todos los días.”

“Para que los hombres se ciñan a la verdad, primero tendrán que conocer el error.”

“Estamos llegando al fin de una civilización, sin tiempo para reflexionar, en la que se ha impuesto una especie de impudor que nos ha llegado a convencer de que la privacidad no existe.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


sábado, 7 de enero de 2023

Giordano Bruno: la condena al pensamiento libre

 

Giordano Bruno (1548-1600) fue un erudito italiano conocedor de múltiples facetas del saber: matemáticas, astronomía, filosofía, teología o astronomía. Como suele ocurrir con aquellos estudiosos cuya inteligencia es capaz tanto de ver las diferentes facetas del conocimiento como de comprender que todas ellas actúan al unísono, formando parte de un todo, pronto elaboró sus propias teorías, que reunieron las características propias de la genialidad: su naturaleza original o genuina, y su impronta revolucionaria o rompedora con los dogmas comunes e impuestos desde el poder, entonces eclesiástico.

Tan pronto como Giordano comenzó a cuestionar ciertos postulados filosóficos y teológicos, y relacionó los mismos con una idea del universo y del sistema solar que se salía de los cánones establecidos, acercándose mucho a lo que a día de hoy la propia ciencia defiende, en cuanto a la infinitud del cosmos y la existencia de innumerables sistemas planetarios similares al de la Tierra, fue objeto de denuncia ante la Inquisición por diferentes cargos, siendo el más importante de ellos el de herejía. Giordano quería que sus estudiantes, -poniendo en especial valor a la memoria como herramienta para llegar a otro nivel de conocimiento- pensaran, reflexionaran, que fueran críticos con la presentación de la realidad que desde el poder se realizaba. Tras un proceso que duró años, e incluyó prisión, finalmente toda la obra de Giordano Bruno fue objeto de anatema, desarrollándose un juicio, en realidad, a la integridad de su pensamiento, con la pretensión de reducir a cenizas sus libros y su propio ser. Y así fue: su producción, prohibida o perdida; y él mismo ajusticiado en la hoguera, quemado vivo y con un trozo de madera en la boca para que no hablase. Durante el proceso inquisitorial el acusado hizo alegaciones (que ni tan siquiera se leyeron) y la sentencia que lo condenó a muerte no hizo sino que plasmar una decisión tomada de antemano.

Las vicisitudes de Giordano Bruno, su pensamiento crítico e innovador, que se aproximó a una realidad científica verificada con el devenir de la historia, y el final que tuvo, llevan a plantear un necesario contraste con la actualidad.

No es discutible que en aquella época el concepto de tolerancia era inexistente. Ocurría todo lo contrario: el poder imponía su criterio, no precisamente caracterizado por unos argumentos racionales ni razonables, sino guiados, especialmente, por el afán de mantener el estado de control sobre las personas en toda su dimensión, física y espiritual. Por ello, cualquier intelectual que, naturalmente, se mostrase al mundo como tal, con todo lo que ello lleva implícito (el pensamiento crítico, la creatividad, la originalidad, en definitiva, el avance) era un auténtico peligro para aquellos cuya vida discurría desahogada y colmada de abundancia a todos los niveles, mientras la sociedad se encontraba en una oscuridad intencionada, pues cada vez que se encendía una vela que era capaz de empezar a iluminar la mente de las personas para ver la verdadera cara de la vida, siempre el poder se iba a encargar no solo de apagarla, sino de destruirla y además atemorizar a cualquier otro que intentase seguir un camino parecido. Obvio es decir que las normas procesales en el enjuiciamiento a Giordano Bruno fueron un puro artificio, una forma de dar cobertura a un asesinato.

Siglos han pasado desde entonces.

En los tiempos actuales, regidos por un nominativo progreso en libertades de pensamiento y expresión, que teóricamente gozan, además, de una protección jurídica y un asentimiento ético que, de cara hacia fuera, no se niegan, en la práctica estamos asistiendo a un fenómeno que se empieza a aproximar a lo que acontecía en la época de Giordano Bruno, pero desde un punto de vista laico o civil. El fundamento de ello se encuentra en el actual imperio del relativismo moral, conforme al cual, aunque, en principio, se enarbola la bandera de la tolerancia suprema, y especial y públicamente por aquellos que defienden un a priori pensamiento que dicen contemporáneo y respetuoso, lo cierto es que se traduce en la total intransigencia hacia quien, con razón o sin razón, se mantiene firme y seguro en sus convicciones, de modo que todo aquel que no cuestione o reniegue de su personal posición ética, para adscribirse a la de los demás, y hacer todo lo que los demás hacen, es objeto de un rechazo visceral. Se trata de la práctica obligación de forzar a una retractación del propio pensamiento diferenciado, para ser admitido socialmente. La nominativa tolerancia del relativismo moral no es tal en absoluto, sino una auténtica y encubierta imposición sobre la libertad de decisión y de criterio, sin duda alentada, cuando no insuflada, desde el poder, pues el verdadero respeto al libre pensamiento es lo que genera una reacción en contra de las cadenas impuestas por dirigentes que actúan movidos por su propio interés. A ello éstos contribuyen con sistemas educativos que no solo no buscan lo que pensadores como Giordano Bruno inculcaban, sino que los emplean como medio de aleccionamiento, creando personas acríticas y con un sentido de la realidad configurado por múltiples intereses creados. El resultado es muy similar a lo que le ocurrió, no solo a Giordano Bruno, sino a muchos otros pensadores y científicos: primero, la obligación social, a modo de práctica coacción, para renegar de su pensamiento (en aquellas personas cuyo criterio se mantenga, a pesar de todo), y segundo, el empleo de todos los instrumentos posibles (ley incluida) para convencer tanto sobre la bondad de lo impuesto, hasta sobre lo consensuado del origen de esas normas; y si, aun así, alguien todavía se cuestiona sobre su justicia y legitimidad, se le imponen como leyes que son.

Poco falta para llegar al triste desenlace del buen filósofo italiano.

          “En cada hombre, en cada individuo, se contempla un mundo, un universo.”

“Alce la cabeza y vea si por el aire vuelan ahora las perniciosísimas estinfálides, quiero decir, si vuelan aquellas harpías que a veces solían nublar el aire e impedir la visión de los astros luminosos.”

“No es verdadera ni buena aquella ley que no tiene por madre a la sabiduría y por padre al intelecto racional.”

“Es natural que las ovejas que tienen al lobo por gobernante tengan como castigo el ser devoradas por él.”

 



Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


miércoles, 4 de enero de 2023

Lope de Vega: la consecuencia de la injusticia

 

Félix Lope de Vega Carpio (1562-1635) fue uno de los más relevantes escritores españoles del Siglo de Oro, emblema de las letras hispanas, junto con Miguel de Cervantes, Luis de Góngora o Francisco de Quevedo. Tuvo una vida, como también caracterizó a los escritores de su tiempo, en sí misma constitutiva de novela, en la que es posible encontrar todo tipo de episodios. Tales vivencias incuestionablemente contribuyeron a forjar una producción literaria tan rica cuantitativa como cualitativamente, uniéndose a su innato ingenio literario una trayectoria vital definible, al menos, como variopinta, materializando, de forma ejemplar, el grado que supone la experiencia.

Como escritor polifacético, son de su autoría auténticos referentes en la poesía, el teatro o la novela. Me quiero referir en concreto a una de sus obras como dramaturgo, Fuenteovejuna. Publicada en Madrid en 1619, deja entrever, con bastante claridad, el pensamiento de Lope de Vega sobre el proceder de los dirigentes políticos y la reacción que tal forma de actuar lleva aparejada, concluyendo que no en pocas ocasiones aquellos comportamientos del poder, aparte de alejados de la visión de Estado, o de la debida atención al bien común, no resultan especialmente inteligentes, ni siquiera para aquellos que los llevan a cabo, pues terminan dándose la vuelta. Hay, además, una importante moraleja jurídica que, con el devenir de la historia, ha tenido momentos de realidad, aparte de plasmar aquello que, precisamente, trata de evitar el Derecho: la venganza.

En Fuenteovejuna, el comendador Fernán Gómez actúa como un auténtico tirano en la villa del mismo nombre, saciando, a costa de los habitantes del pueblo, todas sus apetencias y vicios, sin límites. La paciencia de los lugareños se acaba y un día entran todos en su vivienda y lo matan, colocando su cabeza en una picota. Tras el crimen, los Reyes Católicos envían a un instructor o pesquisidor para saber quién, de entre los habitantes del pueblo, había matado al comendador, no pudiendo averiguarlo, porque todos los ciudadanos se respaldaron entre ellos y nadie acusó a nadie, sino que afirmaron que la muerte fue obra de todos, de Fuente Ovejuna. Finalmente, se consideró que el hecho había sido fruto de un acto de justicia, natural y espontáneo, emanado del propio pueblo.

Pues bien, la visión de Lope sobre ejercicio del poder es claramente de crítica feroz, algo muy propio en la literatura de entonces, en algunas obras de una forma más sutil que en otras, pero desde luego en el caso de Fuenteovejuna el reproche es abierto. Hasta tal punto el autor rechaza al dirigente que lo presenta como un auténtico monstruo, quien además actúa bajo el paraguas de una supuesta legitimidad que no se corresponde con la falta completa de moral en su conducta. En este aspecto, brilla una de las cuestiones más importantes de la filosofía jurídica, que no es sino la evidente diferencia entre lo legal y lo legítimo: entre la forma, la mera apariencia, y el fondo, la ética de quien dirige el destino de una sociedad, procediendo con esa finalidad e impulsando los procesos legislativos y la actuación administrativa con esa misma orientación. Precisamente, si el poder recibe las potestades administrativas de dirección, actuación y ejecución ello es debido a que se presupone que su comportamiento se basa y orienta hacia un fin justo, y por ende, ético siempre, cual es la visión global de procurar el bien común. En el momento en el que esa razón de ser, de naturaleza estrictamente ética, desaparece y el poder actúa de forma desviada, con el fin de procurarse su propio beneficio, o el de terceros a los que interese tener satisfechos, la razón misma de la existencia del dirigente se hace añicos, no estando justificada su continuidad, tratándose en consecuencia de un poder ilegítimo, sin el sustento del pilar de la moral, aun cuando aparezca revestido de legalidad formal en su nombramiento, en el devenir del ejercicio de sus atribuciones o aunque emplee el propio instrumento de la ley, modificándola a su antojo, para justificar sus tropelías. Los efectos de sus actos son los propios de la perversión, esto es: todas y cada una de sus decisiones son injustas, y así las percibe el pueblo, a pesar de que sean obligatorias. Esto también tiene una consecuencia de especial gravedad, a la que a continuación me refiero.

En Fuenteovejuna el pueblo que percibe y siente la injusticia acaba haciendo su propia justicia, que posteriormente, además, resulta avalada por los reyes. Es decir: los actos arbitrarios del poder han dado lugar a su propia aniquilación, pero también a revelar la cara más atroz de una sociedad agotada, que se termina alzando contra aquel poder ilegítimo de una forma violenta e imparable. Esto supone, de forma literal, el retorno a la autotutela, a la venganza, como único recurso para reestablecer una situación de convivencia pacífica de la que el poder privó al pueblo. Aunque la obra teatral concluye con una exaltación a la justicia popular, y una oda a la solidaridad, también es una derrota social, pues la desunión del Derecho con la ética en la forma de actuar del poder supone que todo un modelo de convivencia pacífica, que es el que fundamenta los ordenamientos jurídicos modernos nacidos con el objetivo de evitar tener que acudir a las revoluciones para lograr e incluso mantener lo ya ganado, salte por los aires para volver a estados sociales anteriores a aquello que entendemos, sencilla y llanamente, por civilización.

Conclusiones cuya aplicación práctica –tristemente- va más allá de la época en la que Lope vivió, que permiten ver el carácter atemporal de la obra, y ratifican que un Derecho desprovisto de los principios de la ética, que ha de estar ubicada tanto en los cimientos del sistema jurídico como en la propia mente de quienes, de forma transitoria, detenten posiciones de poder, no es sino una mera cobertura para la injusticia, y con ello, el vehículo para acabar, llegado el momento, con logros de siglos. 

Pleitos, a vuestros dioses procesales

confieso humilde la ignorancia mía;

¿cuándo será de vuestro fin el día?

Que sois, como las almas, inmortales.

 

Hasta lo judicial, perjudiciales;

hacéis de la esperanza notomía:

que no vale razón contra porfía

donde sufre la ley trampas legales.

 

¡Oh monte de papel y de invenciones!

Si pluma te hace y pluma te atropella,

¿qué importan Dinos, Baldos y Jasones?

 

¡Oh justicia, oh verdad, oh virgen bella!,

¿cómo entre tantas manos y opiniones

puedes llegar al tálamo doncella?



   Enlace al artículo publicado en la revista literaria "Oceanum":

   https://www.revistaoceanum.com/revista/Numero6_1.pdf#page=30




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 




domingo, 1 de enero de 2023

Benedicto XVI: la razón humana, base del Derecho Natural y pilar maestro de los ordenamientos jurídicos

 

Benedicto XVI es el nombre del Papa nº 265 de la Iglesia Católica, adoptado en 2005 por el cardenal Joseph Ratzinger (Marktl am Inn, 1927 – Roma, 2022), eminente teólogo alemán, desde mi punto de vista uno de los pensadores más importantes del siglo XX y albores del XXI, caracterizado, precisamente, por su faceta profesoral, filosófica, intelectual. No se trata, en esta reflexión, de abundar en los aspectos propiamente religiosos de su pontificado, sino de traer a colación una nota relevante sobre su Filosofía del Derecho, materia en la que desde luego también elaboró una tesis relevante, y que implica el retorno hacia los valores primigenios de la persona, como sustento de las normas jurídicas que se crean con el fin de defender los referidos valores. Como ya ocurriera con su predecesor en la Sede de Pedro, San Juan Pablo II, con el que su afinidad de pensamiento era mucha, nos encontramos con un concepto de los derechos humanos que no nace, como a priori podría estimarse, de la revelación o de una la metafísica ajena al propio intelecto humano, sino que resulta ser fruto de la razón.

En un primer momento el cardenal Ratzinger consideró que el concepto de Derecho Natural había quedado, en cierta forma, anquilosado; se trataría de una antigua noción empleada para definir lo que la naturaleza establece como común en animales y hombres, y cuya inferencia podría extraerse de elementos de carácter empírico. En este punto, el ya Papa Benedicto XVI, superando aquella vetusta definición, expresó la necesidad de actualizar el término de Derecho Natural para adaptarlo a las propias y específicas características del ser humano, toda vez que los principios y valores morales, lógicamente, por su propia esencia, no pueden derivarse sin más de un examen biológico o fisiológico. Esto es: resulta imprescindible vincular la ética, los principios morales, con la nota diferenciadora de la especie humana: el razonamiento. Por lo tanto, en modo alguno el Papa Benedicto XVI rechazó una concepción del Derecho ajena a los principios y valores morales, sino que, respaldando en todo caso la pervivencia del Derecho Natural que los clásicos ya habían advertido y consolidado, ajustó, configuró (e incluso puede afirmarse que actualizó) su contenido a la especificidad del hombre, y no lo hizo acudiendo a un aspecto netamente religioso, a modo de principios inoculados por Dios al margen de cualquier intervención humana, sino que en la creación del acervo integrante del denominado Derecho Natural es el intelecto humano, la capacidad para el pensamiento, en definitiva, la razón, la premisa mayor de la que se deriva toda la construcción de ese ámbito metajurídico que actúa como el fundamento de las normas positivas y justifica su existencia, pues la norma jurídico-positiva existe para reconocer y proteger esos valores inherentes a la especie humana, y que proceden de su propio razonamiento. Claramente: la existencia de la dignidad no se obtiene a través de examen y decantación en un laboratorio, sino de la extracción de un razonamiento común que hace el propio ser humano y del que se deriva un principio ético aplicable a todos los miembros de la especie. El factor religioso no actúa bajo la imposición de los principios y valores, que son obra directa de la razón humana, sino de una manera, por así decirlo, indirecta: Dios, sobre las bases de la bondad y del amor, dota de razón al hombre, y es éste quien, mediante dicha razón, crea o establece las normas éticas, y posteriormente jurídicas, que rigen su día a día.

Además, en segundo lugar, el Papa Benedicto XVI conjugó este necesario Derecho Natural de perfil evidentemente filosófico, y en especial racionalista, con la necesidad de diferenciar taxativamente el lugar que ocupa y a quién le corresponde dar pautas interpretativas sobre dichos principios. En este particular asunto, Joseph Ratzinger expresó que la interpretación de las normas morales, esto es, de la ética o del Derecho Natural, no puede corresponder a una institución o a un poder, ya sea civil o eclesiástico. La ética es un patrimonio exclusivo del ser humano, en su definición como persona, siendo así que ninguna potestad, Iglesia o Estado, puede condicionar o imponer las normas morales a los individuos. Las instituciones, no obstante, sí deben cumplir una importante misión: proporcionar los medios, los instrumentos que sean necesarios para que las decisiones personalísimas de cada individuo puedan ser llevadas a cabo, pero en ningún modo le corresponde a una instancia pública definir cuáles hayan de ser las reglas propias de la moralidad, que por definición es personalísima. Esta es la razón por la que el Papa Benedicto XVI abogó por un Estado laico, pues debe ser siempre libre la elección de cada individuo, ajustándose en sus actos a las reglas éticas o separándose de ellas, dando lugar, en este caso, a una primera y principal responsabilidad: del sujeto para consigo mismo, a través de su conciencia, pues en su interior resonará que ha actuado de forma contraria a la moral, y externamente, socialmente, será indiscutible que ha sido así, no tanto porque una norma jurídico-positiva tipifique su acción como delictiva, o contraria a Derecho, sino porque desde la perspectiva de los valores, de la ética, sus actos son, indiscutiblemente, separados de un proceder recto y justo, conforme al Derecho Natural.

Con ello, el Papa Benedicto XVI también estaba proyectando una necesaria defensa de las propias instituciones públicas, haciendo del Estado (y por extensión, de cualquier Administración Pública o entidad religiosa) un ente a disposición de las personas, un prestador de servicios e infraestructuras para que cada individuo pueda desarrollarse en plenitud, conforme a su conciencia y libertad. De este modo, residenciando los valores del Derecho Natural en la razón de cada sujeto, y por derivación en el reconocimiento social de estos valores, se evita que sea el dirigente de alguna institución, ya sea laica o religiosa, quien, instrumentalizándola, se erija a él mismo en ejemplo de moralidad e imponga la suya propia a todas las personas, incluso a través de la utilización del vehículo que es la ley escrita, presentándola como sagrada o legítima cuando en realidad es todo lo contrario. Es este un peligro atemporal que muchos intelectuales han subrayado a lo largo de la historia, por desgracia en múltiples ocasiones no a nivel teórico, al haberlo experimentado a través de gobiernos dirigidos por sátrapas, emperadores, usurpadores e incluso príncipes que llegan al poder a través de fórmulas legalmente previstas, por ende democráticas, e inmediatamente muestran su verdadera cara dictatorial (nada de ello nos es ajeno en el devenir reciente del camino de la humanidad, sin necesidad de remontarse a épocas lejanas), y Joseph Ratzinger lo tuvo muy presente.  

En definitiva, el pensamiento iusfilosófico del Papa Benedicto XVI constituye una faceta más de un gran y eminente intelectual, que abarcó, entre sus muy variados ámbitos de conocimiento, también la materia jurídica, en unos planteamientos en verdad avanzados y acordes con la realidad social y política, en una visión de la convivencia humana que resulta de plena actualidad. El pontífice expresó así, nítidamente, su concepto de la Justicia y el Derecho:

“La Justicia, en efecto, no es una simple convención humana, ya que lo que es justo no está determinado originariamente por la ley positiva, sino por la identidad profunda del ser humano.”

A modo de humilde homenaje, este artículo ensalza una vertiente más de su pensamiento, y debe cerrarse con las palabras que pronunció en el momento en el que se retiró, pues ilustran a la perfección la calidad humana y talla intelectual del querido Papa Filósofo:

“Gracias, gracias de corazón. Gracias por vuestra amistad y vuestro afecto (...). No soy más el Sumo Pontífice de la Iglesia. A partir de las 20:00 horas, seré simplemente un peregrino que continúa su peregrinaje sobre la Tierra y afronta la etapa final. (...) Gracias y buenas noches.”    




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación