lunes, 1 de enero de 2024

Epicteto: otro día más en el paraíso

 

Epicteto (55-135) fue un filósofo cuya existencia comenzó de una forma bastante complicada: como esclavo -con todas sus implicaciones- en la Roma que fue el escenario de su vida. Se trataba de un hombre sensato, muy inteligente, tanto era así que su dueño, Epafrodito, estaba admirado con su valía intelectual, y consideró indigno que un hombre de tal categoría no fuera considerado más que una cosa. Afortunadamente hablamos de personajes, ambos, dotados de una cierta ética, y por ello, aunque hubiera sido posible que al dueño no le importase lo más mínimo que su esclavo sobresaliera tanto, o bien sí le importase, pero en el sentido de obtener a su costa algún tipo de rédito personal, es decir, aprovecharse de él y de ese modo mantenerle ajeno al estatus jurídico de persona de por vida, lo cierto es que fue Epafrodito quien lo envió a perfeccionar su talento filosófico a una prestigiosa escuela y ello supuso, de hecho, el impulso final a la manumisión de Epicteto: su entrada, conforme al Derecho Romano, en la plena libertad y consideración de persona a todos los efectos. Enseñó en tierras del Imperio hasta que -cosas de políticos- el emperador Domiciano, temeroso de que un grupo de rebeldes pensadores, los filósofos, entre los que estaba él, pusieran contra las cuerdas a los dogmas e imposiciones emanadas de su infalible persona, lo desterró a Grecia, donde fundó su propio grupo de seguidores y falleció.

La obra de Epicteto, de carácter oral, fue posteriormente recogida en el llamado Manual de Vida (o Enchiridion), siendo un pilar esencial del pensamiento estoico, al que nuestro autor se adscribe como uno de sus referentes.

Eminentemente práctico, Epicteto se preocupó más por el alcance de la felicidad y tranquilidad personales, en el día a día, que por la definición y averiguación de lo universal. Mejor llevar una vida apacible, tranquila, como camino de la sabiduría, que escrutar lo insondable y no tener un momento de paz interior. En consecuencia, el concepto de ética para Epicteto arranca desde el individuo, sobre dos premisas esenciales: primero, saber que, en lo que de uno depende, todo el buen hacer y la mejor voluntad deben ser dispuestas; pero respecto de lo que está en manos de terceros, o de circunstancias o de hechos ajenos a uno mismo, toda vez que nada se puede hacer, asumirlo como lo natural y saber vivir con ello, sin mayor preocupación; y segundo: la construcción del buen individuo supone un crecimiento interior, un perfeccionamiento forjado en el autocontrol, en la disciplina, en la prudencia, para llegar a ser la mejor versión de uno mismo, no desbocada por las pasiones o los vicios que hagan de la persona un ser controlado por las circunstancias y no a la inversa.

A partir de aquí, es posible observar una proyección de su filosofía a la idea de lo público o al debido comportamiento que cualquier dirigente político debiera de tener. Una cuestión constante en Epicteto es el recurso a llevar una vida “acorde con la naturaleza”. Esto implica armonía, actuar de forma sensata, noble, honrada, y en el caso de un mandatario, estar a una serie de principios que se adicionan a aquéllos que el estoicismo enseña al respecto de la llevanza de una vida serena, propia de cualquier persona que no se dedique a la cosa pública. Estamos, pues, ante un plus, algo más, que la ética, esos principios de la naturaleza, exigen a quien desarrolla funciones públicas: la superación del interés personal por el interés colectivo. Forma parte de la ética política estar por el bien de la comunidad y no por el propio. Epicteto estaba hablando, en definitiva, del eterno Derecho Natural, de aquellos preceptos inmutables, radicados en el plano de la moral pública, que deben regir la vida y acción de presidentes, emperadores y reyes, y así hacerse extensivos a su producción normativa, dando lugar a unas leyes honestas, justas, completas en el sentido de conjugar los mundos de la norma positiva y la norma moral.

Y si quien recibe el honor de representar al colectivo, y por lo tanto de velar por sus intereses, no se ve capaz desde un punto de vista moral de llevar a cabo dignamente tal tarea que, como digo, tiene por cimientos la renuncia a lo personal y la entrega a la comunidad, si es una persona de bien, lo que debe hacer es marcharse y dejar de perjudicar a todos. El filósofo lo decía muy claramente en el Manual de Vida:  

“Cualquier posición que puedas mantener conservando el honor y la fidelidad a tus obligaciones está bien. Pero si tu deseo de contribuir en la sociedad compromete tu responsabilidad moral, ¿cómo puedes servir a tus conciudadanos si te has convertido en un irresponsable sinvergüenza? Más vale ser una buena persona y cumplir con tus obligaciones que tener renombre y poder.”

La propuesta filosófica de Epicteto, desde mi punto de vista acertadísima, no es para nada sencilla de ejecutar, de llevar a la práctica. Y ello tanto por las propias debilidades humanas como por el rechazo que genera el toparse con alguien digno en el marco de una sociedad maleada, simplificada, debilitada y de un poder corrompido. Es, como mínimo, un elemento discordante –por no decir enervante- fundamentalmente porque, de inicio, solo el mero contraste ya saca a la luz las vergüenzas globales. El estoico debe luchar consigo mismo para perfeccionarse y asumir como circunstancia tan incontrovertida como incontrolable el mal ajeno, no doblegándose ante él, manteniendo la dignidad, pero tampoco frustrándose al no poder cambiar lo que es un hecho, como lo es que el sol sale todos los días por la mañana, guste o no guste. De ahí se explican las graves persecuciones, hasta la aniquilación incluso, por parte del poder, de aquellos que considera incómodos o muros incombustibles de resistencia ante sus imposiciones: exilio (como nuestro filósofo vivió), ceses, reproches, amenazas, calumnias, y hasta la muerte (pensemos en Jesús de Nazaret, por ejemplo). Así lo dejó dicho Epicteto:

“La vida de la sabiduría, como cualquier otra cosa, tiene un precio. Siguiéndola puedes ser objeto de burla e incluso llevarte la peor parte en todos los aspectos de la vida pública, con inclusión de la profesión, la posición social y hasta la posición legal ante los tribunales.”

En fin, unos principios filosóficos esenciales para la buena marcha del mundo, pero que en la actualidad hacen de quien los practica un ser heroico desde todos los frentes.

Y, mientras tanto, disfrutemos nosotros de otro día más en el paraíso.

 

“Compórtate siempre, en todos los asuntos, grandes y públicos o pequeños y privados, de acuerdo con las leyes de la naturaleza. La armonía entre la voluntad y la naturaleza debería ser tu ideal supremo.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid 
y Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


jueves, 28 de diciembre de 2023

Negan Smith: la ley del miedo

 

Negan Smith es un personaje de ficción, quizá el antagonista más relevante de la exitosa serie televisiva The Walking Dead, interpretado por el actor norteamericano Jeffrey Dean Morgan, quien supo dotarle de una profundidad y aristas psicológicas muy interesantes, de tal modo que lo acercó a un concepto de personalidad comprensible, con sus ambivalencias o claroscuros; un carácter siempre fuerte, en absoluto perfecto, pero al mismo tiempo en evolución, en un dinamismo desde la brutalidad hasta una especie de redención o prevalencia final de la razón, todo ello determinado por la presencia, al principio ciertamente difusa pero al final cristalina, de una ética personal e incluso pública que concluyó definiendo la conducta de Negan.

Nuestro personaje es el líder de un grupo denominado “Los salvadores”, que, en el marco de un mundo postapocalíptico, dominado por la trasformación de la humanidad en muertos vivientes, se ha erigido en garante de la seguridad de las comunidades humanas frente al asedio de dichos muertos vivientes (los caminantes) y de los propios grupos de no infectados ante los ataques recíprocos entre ellos. El motivo por el que Negan adquiere esta posición de líder procede de un acontecimiento personal que supuso una inflexión importante en su vida: su esposa Lucille, a la que quería pese a sus devaneos e infidelidades, enfermó de cáncer y a partir de ese momento él se dedicó a su cuidado. Al acudir a por medicación para ella, fue asaltado, y posteriormente, cuando llegó de vuelta a su casa, se encontró con su mujer ya transformada en zombi y con un mensaje escrito de que acabase con ella, cosa que hizo. Desde entonces, armado con un bate de béisbol recubierto de espinos, al que bautizó con el nombre de su mujer, configuró un grupo que se dedicó a extorsionar a otros colectivos humanos, exigiendo diezmos (ciertamente, la mitad de sus recursos, una práctica confiscación) por su protección, y cobrándose tributos, incluso de sangre, a cambio de garantizarse la lealtad de esas comunidades.

Negan estableció, sin duda, un auténtico sistema normativo configurado por él mismo, como un dictador, con el culto a su persona como pilar maestro, del que dimanaban las normas, justificadas en un pretendido bien colectivo, pero a costa de una supervivencia siempre vinculada a su deificación. Con el paso de los acontecimientos, la brutalidad que Negan desarrollaba para imponer su ordenamiento de salvación sobre las comunidades fue dando lugar a ciertas resistencias en aquellos grupos y por lo tanto a enfrentamientos entre sus líderes, que concluyeron de una manera muy poco favorable, no solo para el propio Negan, quien termina encerrado por el líder de otra comunidad, sino para las personas que se encontraban en el medio de tales enfrentamientos por el liderazgo. Todo este devenir da lugar a que Negan se plantee internamente si esa forma de proceder, basada en el miedo, es correcta desde un punto de vista ético. Si bien siempre contó con ciertas pinceladas de principios morales, como las máximas de la protección del colectivo, del respeto a la jerarquía o una idea de justicia –aunque un tanto desvirtuada, pues se trataba de su propia justicia, a modo de justiciero- fue a partir de su caída cuando aquella reflexión se materializa en un cambio real, en el que el personaje entiende que, sin renegar de la necesidad de ser fuerte y de su carácter determinado, debe encauzar los medios por un camino mejor, más inteligente y que suponga un menor daño para aquellos que ciertamente quiere proteger.

La historia de Negan tiene esta profundidad e interés por su perspectiva filosófica y también jurídica. Nos encontramos con una transformación del ser humano a través de la vía de la ética personal. Negan Smith es un personaje con principios, no nos encontramos ante un completo inmoral, pero sí ante alguien en el fondo muy dolido por razones personales, en cierta forma rabioso, decepcionado, iracundo, lo que le hace enfocar esos buenos principios a través de unas formas inadecuadas. Estamos ante la viva manifestación de cómo unos concretos medios no justifican el fin que se pretende. Y es más: aparte de la patente brutalidad de los mecanismos empleados, la inadecuación para el fin pretendido es también objetiva, por cuanto los resultados no son positivos, ya que llevan al enfrentamiento entre comunidades y al sufrimiento humano. A todo ello hay que añadir, especialmente, que esta forma de entender la moralidad pivota sobre el propio líder, nace de él mismo esa forma de actuar, la impone al resto de afines so pena de matarles e, incuestionablemente, deriva de su propia idealización. De modo que en realidad, ese mal entendido sentir de protección hacia la comunidad no es sino un sistema de pedestalización de su propia persona, con consecuencias negativas evidentes, no solo para los colectivos humanos, sino para él mismo, pues resulta derrocado.

Por lo tanto, desde un prisma filosófico, tenemos que no solo resulta importante contar con principios éticos a título personal -y público en el caso de quien gobierne-, sino también saber ejecutarlos debidamente. Ha de existir una moral efectiva, tanto interna como en la forma de manifestarse, de modo que, aun en presencia de ciertos principios éticos, si en el momento de materializarlos, o de llevarlos a la práctica, aquello que predomina es el egoísmo, representado en la conservación del poder a costa de todo, esto es, en la gloria personal, el resultado va a ser destructivo, pero para todos: para la sociedad y para el propio líder, porque su forma de proceder lleva a la confrontación, a la generación de facciones, y de dicha pugna el líder no va a salir indemne, por más que él crea otra cosa.

Abordando estas consideraciones desde la perspectiva jurídica, es de ver que las leyes que dimanen de un poder que actúe de forma egoísta, sin ética o, en el mejor de los casos, con un mal entendimiento de cómo llevar a efecto el interés general que dice pretender, lo que van a ocasionar es tensión social, desunión y confrontación, es decir: un daño. Y tales normas positivas –que se acatan en cuanto que obligatorias y solo por miedo a sanciones, presiones o persecuciones-, en tanto que contrarias a la ética pública, no serán legítimas. La ilegitimidad de tales leyes cristalizará en el exterior en forma de conflicto social constante, que en modo alguno se produciría si las leyes corrieran parejas con la verdadera defensa del interés general. El problema de que el poder genere dicha tensión constante a nivel social es que su progresión es impredecible y puede terminar de la peor manera, arrastrando al propio poder, causante y víctima del mal ajeno y del suyo propio. Negan tuvo un arrebato final de lucidez, y pudo reflexionar sobre su forma de actuar, como hombre cabal que era; en el fondo, de verdaderos principios, y supo reconducirse, tratando de ajustar los medios hacia el buen fin.

Ojalá de la ficción se pasara a la realidad, y aquellos que dirigen el destino social supieran orientar su acción verdaderamente hacia el bien común y no hacia su único y personal beneficio. Pero para ello, lo primero, es contar con una ética personal que lleve implícito el concepto de interés general y, en definitiva, el de saber estar y comportarse dignamente, sin cinismo y con altura de miras, cuando en las manos de uno está el futuro de todos.   

"Si alguien se mueve o dice algo, sacadle al chico el otro ojo y hacédselo tragar a su padre, luego seguimos"

"Por si no te has dado cuenta, te he metido a Lucille hasta la garganta y tú me has dado las gracias"

"¿Conoces ese chiste sobre un gilipollas llamado Rick, que creía saberlo todo y no sabía nada y consiguió que mataran a toda la gente que iba con él? Ese eres tú"




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid 
y Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


viernes, 1 de diciembre de 2023

Alicia "en el país de las maravillas": un cuento que no lo es

 

Lewis Carroll (1832-1898) fue un matemático, fotógrafo y escritor inglés, cuya faceta literaria, iniciada a través de la publicación de cuentos breves en algunas revistas, despuntó con uno en especial, Alicia en el país de las maravillas, al que le siguió Alicia a través del espejo.

Mucho se ha escrito y estudiado sobre estas obras, y la conclusión a la que se llega es que ambos relatos están más allá de ser libros infantiles; se trata de una narrativa de notable profundidad, dotada de un gran simbolismo, con un tinte crítico encubierto que, a través de la visión del adulto experimentado, se manifiesta claramente hacia el exterior. Y a ello ha de añadirse que resulta sorprendente su proximidad, haciendo de Carroll un escritor inteligente, pues supo exponer de forma metafórica la naturaleza de la sociedad, del poder e incluso de la forma de proceder en Derecho, presentando una peculiar acción de la justicia, que, como digo, a la luz del día de hoy se entiende perfectamente.

Se ha encuadrado el cuento de Alicia dentro de lo que ciertos expertos consideran un tipo de literatura surrealista. Discrepo de esta catalogación. Sí creo que se trata de un relato metafórico, que lleva a una moraleja, pero no lo estimo con un nivel de alteración de la realidad de tal calibre que suponga una deformación de la misma para generar un mundo desconectado totalmente con el real, o constitutivo de un contexto fantástico alternativo. En modo alguno. Los escritores, en ocasiones por ser así su estilo y en otras –no escasas- para evitar la censura –instaurada o no, pero igualmente existente, dejando las apariencias de lo contrario atrás- recurren (recurrimos) a la metáfora y a otras figuras literarias para realizar una crítica, incluso feroz, a la realidad que tenemos y a los evidentes causantes de los males que nos afectan. Pero esto no quiere decir que se inventen mundos gratuitamente, surrealistas por injustificados, o que esos mundos se separen de aquél en el que el autor está viviendo. En toda obra su autor está, y muy presente, porque es parte de él. Hay que saber leer, y sobre todo saber leer entre líneas. Otro problema muy distinto es el no ser capaces de hacerlo, una tristeza (cosa que al poder le interesa intensamente, y trabaja en ello con ahínco) o que el lector simule que no entiende lo que el autor le está queriendo decir de una forma velada. Esta última posición se manifiesta muy ilustrativamente con el silencio: leer y callar, o mirar y callar. No pronunciarse. No hemos visto nada. Falso: el interés (o el ánimo, más que intelectual –ojalá fuera-, escudriñador – bien provistos de visillo y catalejo-) es absoluto, pero unas veces nada se dice porque fastidia, y otras porque hay que protegerse -no alineándose con lo leído o visto- de lo que mora ahí fuera, en ocasiones manifiesto por salvaje, y otras tan escondido, por cierto, como el propio mensaje auténtico de los relatos; pero es que aquello es cinismo, y ésto, literatura. Sutil diferencia.

Alicia es una niña que un buen día, estando en el campo, ve pasar a un conejo blanco a gran velocidad, y le persigue hasta su madriguera, cayendo a través de ella -que resulta ser un agujero cuasi infinito- a un mundo absurdo donde los objetos y los animales hablan y la personalidad y carácter de Alicia parecen diluirse en un ritmo frenético de acontecimientos, hasta llegar a conocer a la reina de corazones, una tirana en toda regla que tiene por la principal de sus aficiones condenar a que le corten la cabeza a todo aquel pobre infeliz que no sea de su misma opinión, y asistir a un juicio como testigo. Un variado periplo, que concluye con el despertar de Alicia, descubriendo que se había quedado dormida.

La representación del personaje del conejo blanco es evidentemente la plasmación del elemento tiempo en la vida del ser humano. Un componente esencial en la existencia, y en efecto, nada hay más veloz y fugaz que la propia vida. Como para desperdiciarlo. En paralelo, este personaje también sirve de catalizador entre realidades, pues conduce a Alicia de un plano a otro. Desde luego, el autor ha querido representar al factor tiempo como aquello que nos va a trasladar a ese mundo ilógico en el que ahora vivimos. Es el tiempo el que lleva a la sociedad, a través de la historia, hasta momentos respecto de los que nadie puede discutir que no son de una especial brillantez en el devenir humano, al punto de colocar a la sociedad en una situación de ultimatum. También es ilustrativo que Alicia cae a través de un agujero sin fin; por lo tanto, el tránsito hacia esa época oscura es negro y en descenso. Y al llegar a ese nuevo mundo, lo que se encuentra Alicia es el completo caos lógico, lo que no es lo mismo que la irrealidad. Es entendible que existen momentos históricos y sociales (no hace falta remontarse muy lejos) que son una realidad y al mismo tiempo una completa locura.

Ya en ese plano, hay seres fantásticos que hacen cuestionar a Alicia su propia naturaleza, su mismo carácter, en definitiva, jugar con ella para que asuma obligatoriamente lo que estos personajes quieren que sea ahí. Y cuando Alicia se ratifica en quien es, sin asumir la imposición ni las órdenes de nadie, lo que genera es un profundo enfado. Estamos ante la manipulación del individuo: la necesidad de los detentadores del poder y de sus acólitos de no ser cuestionados, incluso negando lo objetivo, repitiendo hasta el hartazgo absolutas falsedades e incidiendo en la educación para que el ciudadano achante con su dogma, interiorizándolo sin crítica y fundiéndose con él, colonizando su mente, parasitando su personalidad. El imperio de la mentira.

El juicio que se celebra en el relato es un ejemplo absolutamente contundente de todos los males derivados de la infiltración del poder en la justicia y de la ruptura del principio de separación de poderes. El juez es la propia reina de corazones, por lo tanto, nos encontramos ante el poder ejecutivo actuando como poder judicial, directamente, sin ningún tipo de cortapisa, con desfachatez; el rey, sentado al lado de la reina, es menospreciado y presentado como alguien que se preocupa por cuestiones secundarias a ese juicio, siendo así la viva representación del sometimiento total al poder ejecutivo y a sus decisiones, aunque sean atroces y en ejercicio de atribuciones que no son las suyas. Y finalmente, aunque en ese juicio, que se sigue por el robo de unas tartas, las pruebas no indican que el acusado sea su responsable (los testigos desconocen los hechos), y, es más, aquellas tartas habían vuelto a la mesa (razón sobrada para retirar la acusación) la reina, completamente frustrada, ordena que al acusado le corten la cabeza igualmente. Por lo tanto, aquí son indiferentes la moral, la justicia y el Derecho: lo único que importa es la voluntad del poder, que se reviste de unas facultades que no tiene, porque son de otros, y de unas apariencias y formalidades solemnes, para actuar de forma viciosa y siempre arbitraria, condenado -o perdonando, o amnistiando, o suavizando los castigos…- según le viene en gana, siendo ese poder el verdaderamente inmoral y el jurídicamente responsable de todo lo que pasa.

Por lo tanto, coincidiremos en que las aventuras de Alicia, siendo nuestra protagonista la representante atemporal de una persona como cada uno de nosotros que vive los acontecimientos a los que le lleva un poder desbocado, están muy lejos de quedarse en un simple cuento para niños, y que su “país de las maravillas” es “nuestra tierra del caos”.

“¿Quién decide lo que es apropiado? Y si decidieran ponerse un salmón en la cabeza, ¿tú lo usarías?”

“Solo unos pocos encuentran el camino, otros no lo reconocen cuando lo encuentran, otros ni siquiera quieren encontrarlo.”

“Si yo hiciera mi mundo todo sería un disparate. Porque todo sería lo que no es. Y entonces al revés, lo que es, no sería y lo que no podría ser sí sería.”

“En un mundo de locos, tener sentido no tiene sentido.”

“De modo que ella, sentada con los ojos cerrados, casi se creía en el país de las maravillas, aunque sabía que solo tenía que abrirlos para que todo se transformara en obtusa realidad.”



Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 



miércoles, 1 de noviembre de 2023

Fausto: cuando Mefistófeles atraviesa las letras y quiebra el Derecho

 

Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) fue uno de los más grandes escritores alemanes. Sus obras abarcaron, con maestría, prácticamente todos los géneros literarios, y han sido examinadas desde prismas muy diversos, advirtiendo una innegable calidad estilística y relevante profundidad, de modo que ninguna de ellas puede ser contemplada solo desde un punto de vista superficial, al ofrecer capas y metasignificados que entroncan con cuestiones filosóficas de primera importancia.

En esta ocasión no me centro en la personalidad del autor, sino en uno de sus personajes, que en verdad se originó en una tradición precedente. Personaje que pareciera que lo tenemos hoy día a nuestro lado, o aún peor, con capacidad para tomar decisiones que nos afectan a todos.

Tampoco he querido dedicar este artículo abiertamente al que voy a llamar “socio” de Fausto. No he de negar que me tienta, desde hace bastante tiempo, examinar jurídica y filosóficamente al diablo, a Satanás, y hacerle protagonista de un texto.

Pero como yo no deseo, en modo alguno, ser un Fausto más en la vida (porque con los que tenemos ya hay bastantes) que caiga en esa tentación –aún simplemente literaria-, ni tampoco me apetece darle protagonismo a quien no se lo merece y que siempre está y estará a la sombra del Bien, por más que le pese, pues no le llega a la suela de los zapatos y todo lo que hace en este mundo es bajo permiso, control y yugo de la Bondad Suprema, que le venció y le vencerá eternamente, sí creo oportuno utilizarle para algo positivo, como la tradición literaria y el propio Goethe, en su versión del mito fáustico, también hicieron. Por lo tanto este será un artículo dedicado a poner de manifiesto, desde lo ético, las consecuencias de la debilidad humana, de la perversión del poder, e indirectamente aquí estará presente esa figura diabólica, que influye sobre el ser humano, porque él mismo lo busca y le hace caer, dañando en su despropósito a la sociedad entera.

La historia clásica de Fausto es la de un hombre culto, científico, que por desgracia adolece de una inmensa ambición y de debilidades. No está conforme con lo que tiene ni con lo que sabe – que no es poco - y desea acaparar todavía más: más sabiduría, más poder, más juventud, más placer. Con ese fin, en un momento determinado de su vida invoca al diablo, que se le aparece en la figura de Mefistófeles, y hace un pacto de sangre con él. Renuncia al conocimiento superior por otro más mundano, dando su alma a cambio del placer, del poder y de una juventud que le aporte fortaleza hasta que el maligno, en el día de su muerte, se cobre el precio pactado. Entre Fausto y Mefistófeles se genera una sociedad, convirtiéndose ambos en un par de compañeros de viaje; desde mi punto de vista más que de una asociación hablamos de una simbiosis, en la que es el diablo quien está controlando a Fausto, se divierte con él y disfruta porque ve como un hombre culto cae en la depravación, arrastra en su deriva a muchas personas a las que hace daño, y tiene garantizado que se va a cobrar una suculenta alma para el infierno. Sin embargo, Fausto, como consecuencia de ese pacto, ha perdido lucidez y se ha transformado en un ser bastante simple, naíf en cierta forma, que piensa que todo lo que siente y le ocurre redunda en su beneficio y es porque él lo ha querido así, cuando realmente es una marioneta manejada por el maligno. En la versión de Goethe, es el amor hacia una mujer, Margarita, quien hace que Fausto despierte y reconduzca sus acciones hacia el lado del bien, librándose del pacto. Pero antes de ello, el diablo había intervenido en la muerte de Margarita, y había hecho de Fausto un personaje corrupto y deseoso de infiltrarse en ámbitos de poder político, haciéndose en ellos el imprescindible, al tiempo que su moralidad se diluía en el goce de placeres de muy poca altura.

No creo que sea preciso decir que este “mito” no lo es tanto.

Dejando al margen las figuras literarias del bien y del mal, y la disyuntiva de Fausto entre ambas, en las que pareciera que Mefistófeles es quien gana, pero por la poca solidez de Fausto, hasta que en un momento crucial él mismo orienta sus actos hacia el lado opuesto, la obra nos trae al día presente el debate moral, la necesidad de la prevalencia de la ética en la toma de decisiones públicas sobre el beneficio personal.

Nos movemos en unos tiempos en los que somos conscientes de que aquél que detenta o pretende detentar el poder sobre la sociedad tiene que pactar con otros. La cuestión es cuál haya de ser el límite para ese pacto. Hasta la fecha, el que quiere alzarse con el poder, aunque lo diga con un tono tan grave como pomposo, no siendo sus palabras de fiar, pues sus hechos no se corresponden con ellas, no pone límite alguno, ya que lo que anhela, ante todo y sobre todos, es el poder, y ello aunque su alianza implique para él tomar una decisión que destruya al estado. Aquí tenemos a nuestros Fausto y Mefistófeles del día de hoy. La situación es idéntica: el que pacta, el que acude a “socios” para llegar al mando, no es quien ejercerá el poder sobre la sociedad, sino que será su simbionte quien lo haga, poniendo de rodillas a una población completa y a las instituciones que la rigen. El Derecho, desprovisto de un valor firme ético, de un respeto por los pilares básicos, por los valores de Derecho Natural, que disponen tanto el armazón de la propia configuración histórica del estado, sustentado en su unidad, como el reconocimiento de nuestros derechos subjetivos más esenciales, será manipulado hasta niveles increíbles, haciendo de lo blanco, negro; sacralizando esa afrenta hasta lo institucional, y con ello los únicos perjudicados seremos nosotros. Ni al Derecho Penal, ni al Derecho Constitucional, ni a ninguna otra rama jurídica las reconoceremos; serán instrumentalizadas, y bien derogadas, modificadas o interpretadas para consagrar el pacto y en pro de sus artífices, beneficiando al simbionte y alegrando, sin más, al que piensa que resulta favorecido por el acuerdo, cuando no es sino un pobre títere altanero, carente de cualquier tipo de ética personal que le permita cortar las cuerdas que lo dirigen.

Y mientras no lo haga, todos nosotros bailaremos forzosamente con él, al tiempo que las carcajadas de Mefistófeles resonarán de una forma ensordecedora. A menos que alguien lo impida…

Yo soy una parte de aquella parte que al principio era todo; una parte de las tinieblas, de las cuales nació la luz, la orgullosa luz que ahora disputa su antiguo lugar, el espacio a su madre la noche.”

“Suplicas jadeante por verme, por oír mi voz, mi rostro contemplar; me inclina la poderosa súplica de tu alma. ¡Aquí estoy! ¿Qué lastimero espanto se apodera, superhombre, de ti? ¿Dónde está el grito del alma? ¿Dónde está el pecho que un mundo en sí creó, y lo llevó y lo cobijó, y que, temblando de alegría, se hinchó, alzándose, hasta igualarse con nosotros, los espíritus? ¿Dónde estás Fausto, de cuya voz oí el sonido, ese que, con todas sus fuerzas, se afanaba por llegar a mí? ¿Eres tú ese que, animado por mi hálito, hasta en lo más recóndito de su alma tiembla, un medroso gusano retorcido?”

“El hombre se extravía siempre que, no satisfecho de lo que tiene, busca su felicidad fuera de los límites de lo posible.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 




domingo, 1 de octubre de 2023

El Greco: manierismo jurídico

 

Doménico  Theotokópulos (1541-1614), apodado el Greco, artista griego nacido en la isla de Creta, es uno de los más grandes pintores de la Historia del Arte occidental. Desde su tierra natal emprendió una travesía vital que le llevó a Venecia, Roma y finalmente a la ciudad de Toledo, lugar en el que se consagró, generando un estilo muy propio y especial, diferente entonces y aún hoy sorprendente.

El Greco estuvo muy influenciado por grandes pintores y artistas italianos, de Tiziano a Miguel Ángel, y además su intelecto iba más allá de la faceta pictórica, pues contaba con una gran cultura forjada desde Grecia y tamizada a través de las aportaciones de los pensadores latinos, siendo la filosofía, la arquitectura o la escultura algunos de los ámbitos en los que nuestro protagonista tuvo especial interés. Considero que es esta característica polifacética la que ha conllevado a poder, no ya solo especular, sino incluso visualizar en su obra pictórica un mensaje de trascendencia, que va más allá de la realidad tangible o de las convenciones.

El Greco se alineó con una tesis que defendía más la plasmación de la imaginación que la representación de la realidad en el arte. Es de ver que su obra, y muy especialmente la que se corresponde con su época de Toledo, avanza progresivamente hacia una elevación que se refleja en la deformación de la realidad, pero con un fin concreto: transmitir un fundamento superior a los sentidos físicos que basa a la realidad sensible. No solo se trata de que el componente transcendental o metafísico sea patente en la obra del Greco por ser el propio carácter del artista lo que dotaba de esa naturaleza a sus cuadros; durante el periodo vital en Toledo la contrarreforma de la Iglesia frente al protestantismo adquirió apogeo, de tal modo que la pintura debía emanar un impresión de misticismo, de elevación sobre lo material, ante la negación de ciertos extremos dogmáticos que Lutero propugnaba. Cierto es que los tiempos favorecieron este tipo de pintura por esas razones, pero considero que el Greco, al margen de ese momento histórico, por su propio pensamiento, tenia la voluntad clara de dejar patente en la pintura que no solo existe aquello que se puede ver, sino también lo que se puede sentir o percibir.

Así es: aunque su estilo es personalísimo, si existe una corriente artística en la que puede tener encaje su producción toledana es el manierismo. A través de este estilo, el autor plasma lo simbólico, lo metafísico, rompe las formas de manera intencionada, buscando la elongación de las figuras (la denominada “serpentinata”: posturas físicas inverosímiles, giros y quiebres del cuerpo físico que lo aproximan al movimiento de una llama de fuego) la desproporción o el uso un tanto artificioso del color para acercarnos a la verdadera realidad, a lo trascendente. Es un movimiento intelectual, realmente filosófico, en cierta forma considerado elitista al separarse del naturalismo, de lo popular. Estamos ante un estilo pictórico espiritualizado, y así debe entenderse para llegar a comprender la belleza y el trasfondo de la obra del Greco, pues el sentido de sus cuadros es tanto o más importante que su belleza exterior.

Al contemplar pinturas como El entierro del Conde de Orgaz, La Trinidad o La Inmaculada Concepción, pienso en la repercusión que para la ciencia jurídica tiene la conjunción plasmada en ellos de lo real y lo ideal.

Cualquier ordenamiento jurídico, tanto si se considera desde una perspectiva teórica como práctica, no puede ser entendido debidamente si no se analiza desde una óptica filosófica, hipotética, trascedente o metafísica, según cada línea de pensamiento. El examen teórico del Derecho, si por algo se caracteriza, es por la permanente tensión o debate entre positivistas y iusmoralistas: entre aquellos que afirman que todo sistema normativo es autosuficiente, autorregulado y cerrado, frente a quienes postulan que la razón de ser del ordenamiento jurídico está en la plasmación de unos principios o valores superiores a lo material, que precisan de un armazón dentro de la realidad para ser efectivos. Incluso el positivismo clásico no se puede desprender de una conceptuación metanormativa del Derecho, al considerar en la cúspide del sistema jerarquizado de normas a una “norma hipotética fundamental”. La creación de este concepto, puramente filosófico, en el marco de un pensamiento, insisto, empírico y por ello aparentemente ajeno a elucubraciones metafísicas, demuestra que incluso los positivistas han de acudir a una modalidad de manierismo, aquí aplicado al Derecho, estilizando, elongando o si se quiere estirando las encorsetadas normas jurídicas –como ellos mismos las entienden- para justificar su propia existencia, lo cual no deja de ser una paradoja para los positivistas. No son capaces de desligarse, para explicar su realidad, del componente imaginativo, como el Greco hizo en sus obras.

Igualmente, en la aplicación práctica del Derecho, es incuestionable que la tarea de interpretar la norma jurídica es una actividad no solo intelectual, sino incluso creativa. En todo caso, las normas jurídicas han de ser interpretadas y aplicadas al supuesto concreto entendiéndolas desde el paradigma de los derechos humanos y libertades fundamentales, que -consten en cada momento histórico reconocidos en lo positivo o no lo hagan- siempre estarán en el ámbito ontológico que les corresponde, mucho más elevado que el positivo, enmarcándose en el denominado Derecho Natural. Nos encontramos, así, ante otra modalidad de manierismo jurídico: la interpretación de la ley a la luz de los principios del Derecho Natural. Y se trata, en muchas ocasiones, de una tarea ciertamente artística, pues la calidad de la norma positiva en la actualidad es precaria y las intenciones del legislador cuanto menos discutibles, por lo que los intérpretes de las normas y sus aplicadores tienen que estirar el texto de la ley, a modo de imagen del Greco, para conseguir dotarla de una cierta apariencia de Justicia, siendo entonces cuando esa norma puede revelar su verdadero sentido. Por desgracia, estamos en unos tiempos en los que las leyes adolecen de tal falta de rigor y calidad y la formación humanística es tan endeble y manipulada que el manierismo jurídico, entendido como la realización de la Justicia a través del estudio y aplicación correctas de las normas jurídicas, es una gesta heroica.

“Está allí,

Theotocópulos cretense,

De sus visiones lúcido amanuense,

Todo infuso en azules, ocres, rojos: el alma ante los ojos”

(Jorge Guillén)

 

“Hombre orgulloso y quizá más introvertido y taciturno que lunático, que es por lo que le tomaron algunos de sus contemporáneos, prefirió siempre ser considerado más como un “artista filósofo” que como cualquier otra cosa relacionada con la artesanía”.

(Eduardo Chamorro)

 

“Pintando lo humano mejor que lo divino, y sujetando lo divino casi siempre a lo humano; más libre, más moderno, más actual cuanto más viejo, y siempre rebelde, hasta el último instante de su vida. Este fue el Greco”.

(Manuel Bartolomé Cossío)





Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


 


viernes, 1 de septiembre de 2023

Leopoldo Alas "Clarín": Derecho y Literatura unidos. Jurista, novelista y prologuista excepcional

 

Leopoldo Alas (1852-1901), apodado “Clarín”, es uno de los escritores más relevantes de las letras españolas, y ejemplo perfecto de la adecuada e imprescindible conjugación del saber jurídico con el filosófico y literario, formando un todo indisoluble: vía para obtener el verdadero conocimiento del Derecho.

Nacido en Zamora, sus vínculos con Asturias fueron muy fuertes, a través de su madre, así como con León, donde estudió el bachillerato y al final de sus días volvería. Fue en la Universidad de Oviedo donde se licenció en Derecho y en Madrid obtuvo el doctorado, con una tesis sobresaliente sobre Derecho y Moral, extremo que ya apuntaba al camino que el insigne literato emprendería en la materia jurídica. Fue, además, un prolífico y brillante escritor, sumamente ácido e incisivo en su faceta de articulista, lo que dio lugar a que entre la casta política se generase varios enemigos, que más tarde incidirían en su vida y carrera académica. Clarín obtuvo el número uno en las oposiciones a catedrático de Economía Política, pero, a consecuencia de alguno de sus artículos, un político de entonces, que se sentía ofendido y desafortunadamente había llegado a ministro, jugó sus mezquinas cartas y consiguió que el aspirante con el número dos se hiciera con esa cátedra. No obstante, la brillantez de Clarín se hizo notar, más allá de ese bochornoso influjo político –que la historia no olvida-: desaparecido ese ministro cual hoja movida por el viento, Clarín fue desagraviado y obtuvo su cátedra, si bien seguidamente volvió a la Universidad de Oviedo, encargándose allí de la cátedra de Derecho Romano y posteriormente de la de Derecho Natural.

Clarín, como intelectual y jurista, fue, ante todo, un filósofo del Derecho. Excelente como profesor en todas las disciplinas, era en la de Derecho Natural donde la esencia de Clarín se mostraba pura: en sus clases las citas de Ulpiano y del Quijote iban de la mano -por poner un ejemplo, pues el desfile de autores y personajes, de las leyes y las letras, debía de ser infinito- dando lugar a que sus alumnos no comprendieran bien la unión de esos dos mundos que era una constante en su docencia.

He de confesar que me habría encantado conocerle y asistir a sus clases. Por desgracia, la variable tiempo, la vida, nos separa. Clarín tenía razón: ahí, en esa imbricación del Derecho con la Literatura se halla el verdadero saber jurídico, la plenitud del jurista, en fondo y en forma. No se trataba de un “hueso” como profesor, como algunos de sus alumnos dejaron referido, sino de un intelectual innovador, creativo, magnífico. De hecho, contaba con una notable influencia del krausismo, por lo tanto, era un firme exponente de la mejor pedagogía y de una concepción avanzada del Derecho, sobre la base de una ética determinante para su correcta comprensión y de la sociología aplicada a las leyes.

La faceta literaria de Clarín es bien conocida, a través de su novela más famosa, La Regenta, ambientada en Vetusta, trasunto de la ciudad de Oviedo, en la que el autor retrata, con acidez, la vida de una sociedad en la que la corrupción política, clerical, las apariencias, el cinismo, marcan la pauta de las vicisitudes de su protagonista. Lógicamente, por esta gran novela Clarín se ganó de nuevo enemigos de esos estamentos, que se dieron por aludidos y no supieron entender que se trataba de una novela ni apreciar la gran calidad de su técnica literaria. En cierta forma, por sí solos, estos nuevos enemigos confirmaron el bajo nivel intelectual en el que se encontraban, siendo ellos los únicos responsables de asimilarse con los personajes del texto.

En esta ocasión quisiera referirme especialmente a la faceta jurídica de Clarín, que quedó muy bien reflejada en su prólogo a la obra La lucha por el Derecho, del gran romanista alemán Ihering.

Clarín, como profesor, era un forjador de hombres, no se limitaba a impartir unas lecciones. Por eso su condición de catedrático era para él algo sumamente serio, toda vez que, por el krausismo del que tomaba inspiración, su actividad académica íntegramente se basaba en la ética y en la necesidad de transmitirla a los alumnos.

En este punto, la nota más característica de nuestro autor, desde el prisma jurídico, es una negación al respecto de que la operatividad del Derecho, esto es, de la norma positiva, se dé por si sola. Es decir: el Derecho, las normas, no pueden quedar en el ámbito de la mera abstracción. La sociedad tiene que pelear, que luchar, primero, para conseguir esas normas jurídicas que puedan suponer un avance en la tutela de sus derechos subjetivos, pues históricamente –y en este punto puede traerse a colación la dialéctica hegeliana- toda proactividad que supone un avance, aquí jurídico, se va a encontrar con resistencias de ciertos sectores a los que tales avances no les interesen, teniendo así lugar el fenómeno de acción y reacción que constituye a la historia; y en segundo lugar, una vez obtenidos esos logros en cuanto al reconocimiento de los derechos subjetivos en las normas positivas, el ser humano tiene que seguir luchando, esto es, ser proactivo, para que tales derechos no sean mera entelequia, sino que cuenten con un efecto real. Por ello, en esta segunda vertiente de lucha por el Derecho, es tan importante el Derecho Procesal, pues el reconocimiento de la acción, de la posibilidad técnica de articular la pretensión de tutela de un derecho ante los Juzgados, implica que tal derecho no se queda únicamente en el terreno teórico, sino que tiene un efecto verdadero, ante posibles lesiones del mismo o intromisiones en él por parte de terceros. Así, primero se consiguió socialmente el reconocimiento del derecho a la propiedad privada, y así se estableció en las normas; y a continuación se dispusieron los necesarios mecanismos para su protección, a través de los correspondientes procedimientos judiciales, con el ejercicio, entre otras, de la acción reividicatoria, negatoria de servidumbre, la tutela de la posesión, etcétera.

El Derecho es contrario a la quietud social. Requiere de movimiento, de una voluntad interna de la sociedad, de una activación de la misma para producir el cambio. Necesita trabajo, proactividad, lucha. Es aquí, en este terreno de la voluntad, donde se incardina el elemento esencial para el funcionamiento de todo el engranaje jurídico: la ética. La voluntad nace de unos principios éticos sociales que reclaman una consecuencia material y efectiva, pues de otro modo ningún efecto práctico, en la vida de los ciudadanos, va a tener lugar. La norma jurídica, el Derecho Positivo, se erige así en un instrumento -necesario, pero instrumento- para conseguir los objetivos de la ética; una ética que se vale de la voluntad para obtener leyes que reconozcan esos principios y valores universales y para establecer también los mecanismos técnicos precisos en orden a su eficacia y protección.

Por todo lo referido, Leopoldo Alas “Clarín”, al igual que Ihering, fue un jurista renovador, valiente, completo: solo desde un punto de vista filosófico puede concluirse que es la voluntad social, el ánimo de lucha y de consecución de objetivos, el factor que permite obtener un Derecho dinámico con la historia, acorde con las necesidades de cada tiempo, y que, con carácter decisivo, no solo reconozca tales derechos esenciales, que pertenecen y se configuran en el plano de la ética, sino que prevea los medios procesales para garantizar su eficacia, dejando atrás toda posible abstracción. El Derecho, como la sociedad, no puede ser exclusivamente abstracto ni estar aletargado: precisa de energía, de movimiento, para cumplir su fin. En definitiva, está tan vivo como la propia sociedad, y requiere de una sangre y de unos impulsos nerviosos que proceden del corazón mismo de las personas que integran la sociedad. Una humanidad inconsciente, perezosa o aletargada, esto es, sin voluntad ni sentido crítico, ya sea por causa propia o procedente de sectores que pretendan que no se luche por el Derecho, jamás tendrá, en verdad, en la práctica, un conjunto de derechos eficaces aunque crea que sí cuenta con ellos.

El verdadero y completo jurista, aquél que está dotado de un conocimiento auténtico del Derecho, ha de ser, en esencia, un humanista. Leopoldo Alas “Clarín” lo fue.

“El Derecho requiere la voluntad de un ser libre y con conciencia que preste las condiciones que de él dependen como medio para el fin racional de los seres capaces de finalidad jurídica.”

“Las lecciones del mundo están escritas en un idioma del que no se puede traducir nada: el de la experiencia. El inexperto las sabe de memoria, pero no las entiende.”

“Más que a España, amo yo al mundo, y más que a mi tiempo, a toda la historia de esta pobre, interesante humanidad, que viene de las tinieblas y se esfuerza, incansable, por llegar a la luz.”

Enlace al artículo publicado en la revista literaria Oceanum:
http://www.revistaoceanum.com/revista/Numero6_9.pdf




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación


viernes, 25 de agosto de 2023

Eça de Queirós: el clamor del Derecho Natural en Memorias de una horca

José María Eça de Queirós (1845-1900) fue un jurista y escritor portugués, considerado uno de los más importantes narradores lusitanos, adscrito al realismo. Comenzó a escribir durante su carrera universitaria, en formato de artículos, posteriormente recopilados, y más tarde relatos cortos y novelas, destacando El crimen del padre Amaro y Los Maia. Como miembro de la carrera diplomática, salió de Oporto y Lisboa para conocer mundo, habiendo sino destinado en La Habana o Bristol.

Uno de los relatos o cuentos más significativos de Eça de Queirós desde la perspectiva iusfilosófica se titula Memorias de una horca. Se trata de una narración que, de forma breve, rezuma, en primer lugar, un sentimiento de tristeza ante la realidad de los resultados de la justicia impartida por los hombres que, desde mi punto de vista, en cierta forma hace que el relato tenga un componente romántico notable, a pesar de que, en términos generales, el autor se encuentre adscrito al realismo, que viene a ser una corriente literaria opuesta al romanticismo. Pero, no solo contribuye a esta opinión el fondo del asunto sobre el que versa la obra, claramente crítica con el proceder humano en un aspecto como la impartición de justicia, que se presume virtuoso o elevado (razón por la que el relato también tiene un tinte irónico, pues difícilmente puede hablarse de virtud dado el comportamiento del ser humano, aunque simule otra cosa); la forma en la que se expresa el autor, los recursos literarios empleados, partiendo de que se trata de un monólogo interior, con escenas claramente tenebrosas y explicitas, eleva a Memorias de una horca en un peldaño más allá del romanticismo, para entrar en lo gótico.

La obra es una reflexión, esto es, una personificación –por lo tanto, tenemos al propio autor hablando por medio de un personaje al lector- de una horca, objeto empleado en los ajusticiamientos de los condenados. El autor encuentra casualmente unos papeles donde esta horca había dejado escritas sus memorias. Y a partir esta presentación, la horca toma la palabra, describiendo su origen, en un roble; cómo entonces vivía en libertad y era testigo del curso de la naturaleza, del crecimiento de las hojas, del vuelo de las aves y de la vida de los seres humanos, a los que cobijaba bajo sus ramas. Hasta que llegó el día en el que unos hombres cortaron el árbol y a patadas, lo tiraron en lo que llama un “patio infecto”. Así como ella sabía que otros árboles tenían un destino más luminoso, vigas para las viviendas, o mástiles para barcos, a ella le correspondió el dar muerte a los condenados por la justicia humana. Así lo expresa:

¿Qué iría a ser yo?... Llegamos. Tuve entonces la visión real de mi sino. ¡Iba a ser una horca!

Y me quedé inerte, destrozada por la pena. Me levantaron. Quedé sola, tenebrosa, en un campo. Había entrado, al fin, en la realidad dura de la vida. Mi destino era matar. Los hombres, con sus manos siempre cargadas de cadenas, de cuerdas y de clavos ¡habían ido a buscar un cómplice entre los robles austeros! Yo iba a ser la eterna compañera de las agonías. ¡Sujetos a mí se balancearían los cadáveres como en otro tiempo las ramas verdes salpicadas de rocío!

¡Mis frutos serían negros: los muertos! Mi rocío sería de sangre.”

Eça de Queirós vuelve al realismo, a la descripción precisa, no tan poética, del contexto, y detalla cómo un cadáver se mueve con el viento, cómo los buitres lo asedian y comen una parte de su rostro, y la horca llora, clama al cielo contra la mal llamada justicia del hombre y pide a Dios que la devuelva a la naturaleza floreciente, carente de maldad, de la que procede. Pero no recibe respuesta, y pasan los años, y también las muertes que ella propicia a consecuencia de las sentencias de condena.

Sólo ruega por envejecer y pudrirse ella misma, como cosa que es, y así ya no pueda servir para llevar a cabo esos actos. Es en este punto en el que la horca, esto es, el propio Eça de Queirós, invoca la razón de esta desesperación, que no es otra que los errores en las condenas, las sentencias injustas y las muertes propiciadas desde la arbitrariedad, aún revestida de formalismo:

“Ahorqué a un hombre, un pensador, un verdadero político, criatura del bien y de la verdad, alma bella, pletórica de las formas del ideal, defensor de la luz. Fue vencido y ahorcado.

Ahorqué a un hombre que había amado a una mujer, que había huido con ella. Su crimen era el amor, al que Platón llamó misterio y al que Jesús llamó ley. El aparato jurídico castigó la fatalidad magnética de la afinidad de las almas ¡y corrigió a Dios con la horca!

Ahorqué también a un ladrón. Este hombre era obrero. Tenía mujer, hijos, hermanos y madre. En el invierno quedó sin trabajo, sin fuego, sin pan. Invadido por una nerviosa desesperación, robó. Fue ahorcado a la puesta de sol. Los buitres no acudieron. El cuerpo llegó a la tierra limpio, puro y sano. Era un pobre cuerpo que había sucumbido porque lo apreté con rigor, como el alma había sucumbido por colmarla y engrandecerla Dios.”

De todo el relato, que concluye con la desaparición de la horca, por los años y el desgaste, se desprende un mensaje crítico muy claro: de forma genérica, por supuesto, se trata del rechazo a la pena capital, a la pena de muerte. Pero existe un tema más profundo y raíz de aquella conclusión general: la justicia humana es una justicia falible, que puede, bien equivocarse, o bien algo peor: ser dirigida para cometer un crimen con la apariencia de acto legal, siendo en verdad una actuación arbitraria y maligna, hecha con un fin de venganza o para saciar el ánimo morboso de algunos o de muchos, si bien con una pátina de pretendida virtuosidad. Y siendo esto así, también cabe en un sentido opuesto: no con ese tipo de condena, pero sí es posible la privación de un castigo a quien verdadera y justamente lo merece, por razones diversas, pero completamente alejadas de la luz e insertas en penumbras.

Puede perfectamente colegirse que aquella naturaleza original de la que la horca procede, y que añora, en la que no existe maldad, es una plasmación literaria de la ética, siendo así que, en la naturaleza, ese destino del roble como horca no existe. Sólo es una finalidad creada por el hombre: el “patio infecto”. De modo que la separación de dicha obra humana de la ética original propicia resultados injustos e irreparables. Una justicia humana al margen de la ética no podrá producir un resultado positivo, desde cualquier prisma, específicamente o en abstracto. La horca, por ello, al conocer el bien, aborrece su propia existencia y quiere morirse, reprochando al hombre su creación abocada a provocar el mal. Su propia existencia es el reflejo de que moral y norma jurídica, Derecho Natural y Derecho Positivo, han emprendido caminos separados, y siendo esto así, nunca la verdadera Justicia, como virtud que es, podrá materializarse en la sociedad.

“El cuerpo se me enfría: tengo conciencia de que poco a poco dejo de ser pudrición para transformarme en tierra. ¡Voy, voy! ¡Oh tierra, adiós! Me vierto a través de las raíces. Los átomos huyen hacia toda la vasta Naturaleza, hacia la luz, hacia el verdor. Apenas oigo el rumor humano. ¡Oh, antigua Cibeles, voy a meterme dentro de la circulación material de tu cuerpo! Veo aún vagamente la apariencia humana, como una confusión de ideas, de deseos, de desalientos, entre los cuales pasan cadáveres ¡transparentes, bailando! ¡Apenas te veo, oh mal humano! ¡En medio de la vasta felicidad difusa del azul eras sólo como un hilo de sangre!

¡Las floraciones, como vidas ávidas, comienzan a aplastarme! ¿No es cierto que allí abajo, aún, en el poniente, los buitres hacen el inventario del cuerpo humano? ¡Oh materia, absórbeme! ¡Adiós! ¡Hasta nunca más, tierra infame! Veo ya que los astros, como lágrimas, atraviesan la faz del cielo. ¿Quién llora así? ¡Me siento ya disuelta en la vida formidable de la tierra! ¡Oh mundo oscuro, de barro y oro, que eres un astro en el infinito, adiós! ¡Adiós! ¡Te dejo en herencia mi cuerda podrida!».

Enlace al artículo publicado en la revista literaria Oceanum: 
https://www.revistaoceanum.com/revista.html

            



Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación