Nikola Tesla
(1856-1943), genio de la ingeniería eléctrica nacido en Serbia y posteriormente
nacionalizado estadounidense, fue el artífice del empleo de la corriente
alterna y sentó las bases del actual uso de la energía eléctrica y de las
telecomunicaciones. Desde niño tuvo una memoria fotográfica que le permitió
memorizar grandes cantidades de libros de todas las disciplinas. La relación
laboral que mantuvo con Thomas Alva Edison se transformó más tarde en
enemistad, en buena medida derivada de los celos de Edison respecto de las
iniciativas de Tesla, lo que motivó que emprendiera contra él una campaña de
desprestigio incluyendo la aseveración mediática de que el recurso a la
corriente alterna era nocivo o peligroso, hasta hacerle responsable de la
creación de la silla eléctrica como medio de ejecución de la pena de muerte,
toda vez que, efectivamente, hacía uso de la corriente alterna. El carácter de
Tesla, muy particular, le hizo enfocar sus creaciones no desde un punto de
vista empresarial o económico, sino en pro de la humanidad, lo que favoreció el
que otros se beneficiasen de él, sin contrapartida alguna, para terminar sus
días solo, en una completa insolvencia y con la fama de haberse vuelto loco.
Si bien el
planteamiento de Tesla con sus creaciones era el propio de un humanista, pues
entendía que todos los seres humanos tenían el derecho a servirse de los
recursos de la naturaleza, y él facilitaba medios a tal fin que aprovechaban
tales recursos de la forma que estimaba más eficiente y gratuita, existen
ciertos aspectos de su forma de pensar, alejados del ámbito de la ingeniería
eléctrica, que me llevan a reflexionar sobre sus implicaciones en el campo
iusfilosófico.
Del mismo modo que
consideraba que todos los seres humanos gozaban del pleno acceso a la energía eléctrica
natural, desde otra perspectiva, de tipo sociológico, seguía principios de la eugenesia, esto es, de una forma de
selección genética o de intervención científica en la genética humana para
mejorar a la sociedad. En definitiva, Tesla afirmó que, en algunos momentos, la
naturaleza actuaba con crueldad y que precisaba de la intervención humana, a
través de métodos científicos, para depurar o mejorar la genética. Junto con
ello, Tesla era un ferviente defensor de la mujer como el sexo fuerte, y
consideraba que, en el futuro, ellas serían las líderes de la humanidad.
Los principios de la
eugenesia quisieron ser presentados inicialmente como de carácter científico;
pero, en realidad, y en palabras de quienes fundamentaron este movimiento, se
trataba de un dogma. Francis Galton, quien propuso el término, cercana su
muerte, afirmó que “Yo tomo a la eugenesia muy seriamente, y tengo la
sensación de que sus principios deberían llegar a ser uno de los motivos
dominantes en una nación civilizada, tanto como si se tratara de uno de sus
dogmas religiosos.” He aquí el grave problema: el dogmatismo, la presentación
como valor superior a la intervención genética para la mejora social, dio lugar
a los más oscuros periodos de la historia, pues desembocó en una forma de
justificar atropellos a los derechos humanos sobre una base metajurídica,
colocando a la eugenesia al nivel de los demás valores y sirviendo de fórmula
para justificar atrocidades, como el racismo o el nazismo.
Precisamente, para
contrarrestar la proyección de la eugenesia nació una rama fundamental de la
ética: la bioética, que actúa como la fuerza opuesta a los criterios de
selección natural, evitando que derive en la propia aniquilación de la
sociedad, sobre la base de principios de actuación que se presentan como
superiores cuando en verdad obedecen a fines malvados, al intervenir sobre la
humanidad desde sus cimientos con el objeto de crear una sociedad “a la carta”,
jugando a ser Dios. La bioética coloca los necesarios límites a esas prácticas,
marcando las líneas rojas más allá de las cuales la intervención genética no
puede producirse, pues de lo contrario conllevaría no solo a alterar el curso
de la naturaleza, sino a negar el derecho a la vida a aquellos individuos que,
por parte del poder, se consideraran, bajo su discrecional criterio, no aptos.
La cuestión clave desde
la perspectiva jurídica es que, si las normas positivas deben asentarse en
principios morales, éticos, esto es, en el denominado Derecho Natural, ¿qué
ocurrirá si bajo la fórmula de “valor superior ético” se introducen elementos
anómalos que degradan al conjunto de la ética, la pervierten, hasta el punto de
transformar aquello que debe fundamentar al Derecho en un instrumento más al
servicio de fines espurios del poder? No es algo que resulte inverosímil; en la
historia han existido ejemplos, desde los antiguos espartanos hasta bien
entrado el siglo XX. Es decir, la posibilidad de la injerencia sobre el mismo
Derecho Natural, haciendo pasar por postulados morales lo que no son sino
intereses malévolos del transitorio poder, que así encuentra respaldo moral (la
de su propia moral) a las leyes que dicte y a los actos que ejecute.
La solución a ello pasa
por diferentes campos. En primer lugar, las normas éticas no han de ser creadas
e impuestas por un sujeto, conjunto de sujetos, gobierno o poder alguno.
Carecen de legitimidad para ello. La ética se deriva de la propia condición
humana, de su desenvolvimiento a través de los tiempos y de las situaciones
vitales a las que el ser humano se enfrenta a diario para sobrevivir. No
precisa su generación de la intervención personalísima de nadie erigido en
paradigma de la moralidad. Por otro lado, el iusnaturalismo que mejor
ejemplifica el que los postulados éticos no pueden venir impuestos por sujetos
concretos es el de corte racionalista, pues actúa a través de la deducción: los
valores superiores nacen por medio de la práctica de la razón y de la lógica,
que extracta, en un conjunto de principios, las experiencias vitales derivadas
de la injusticia al haberse ocasionado vulneraciones de tales principios: así
nacen el derecho fundamental a la libertad, a la vida, a la educación, todos
los denominados derechos esenciales. Y en tercer lugar, cualquier inclusión de
postulados pretendidamente éticos en el ámbito del Derecho Natural y que no
resistan el menor examen lógico de convivencia y armonía con los que en verdad
lo integran, pues resultan abiertamente contradictorios con ellos, deben ser
objeto de inmediata repulsa y automático rechazo de ese orden suprajurídico,
incluso mediante la generación de mecanismos activos que, por una parte, confinen
el atroz desarrollo de esos anómalos principios y, por otra, con su sola
realidad evidencien la malignidad de esos pretendidos dogmas morales: así
funciona la bioética, pues junto con los límites a la intervención no
justificada en la genética, su sola existencia pone de manifiesto que la maldad
también trata de operar en campos que han de ser intocables.
“Nuestras virtudes y nuestros defectos son inseparables, como la fuerza y
la materia. Cuando se separan, el hombre deja de existir.”
“En realidad, no me preocupa que roben mis ideas. Me preocupa que ellos
no las tengan.”
“La ciencia no es sino una perversión de sí misma a menos que tenga por
objetivo final el mejoramiento de la humanidad.”
“Somos autómatas controlados
totalmente por las fuerzas del medio, zarandeados como corchos en la superficie
del agua, pero confundimos el resultado de los impulsos del exterior con
el libre albedrío.”
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