En la villa de Madrid, a 6 de mayo de 1.656.
Cuando Mariana me comentó que quería tener un cuadro de nuestra hija, pero
no al uso, sino especial, para que quedara enmarcada en el entorno familiar y, aunque
pasaran los años y la vida misma, pudiéramos mirar su retrato y sentir que
estábamos con ella en su época de niñez, no lo dudé. Me dirigí a Diego, nuestro
pintor de la corte, cuya fama y valía resonaban más allá de las fronteras de la
patria.
Le trasladé a Velázquez que lo que nosotros queríamos era tener siempre a
nuestra hija presente, en un momento de su vida que sabíamos que pasaría, pues
Margarita se haría mayor, y no queríamos dejar de verla como aquella querida
niña nuestra; deseábamos conservar una imagen eterna de esos dulces días.
El pintor me miró con una expresión pensativa. Me constaba que Velázquez ya
había recabado mucha experiencia en Italia y que su estilo, antes tenebrista,
había evolucionado hacía un magistral uso de la luz. Eso es lo que yo quería,
realmente: que su don para la pintura retratase a Margarita en un cuadro que
irradiase luminosidad, la misma que nuestra hija desprendía en su niñez, y que
nos iluminase para siempre al mirar su efigie, como si estuviéramos con ella en
ese feliz momento, pasaran los años que pasaran y las circunstancias que nos
pudieran separar.
Me sorprendió que Diego, a los pocos días, nos pidiera audiencia para decirnos
que estuviéramos presentes en una de las sesiones de pintura en la sala que se
había dispuesto para hacer el retrato de Margarita. No tuvimos inconveniente en
acudir, claro: así también estábamos con nuestra hija. Lo que nos encontramos
al llegar fue con el pintor delante de un lienzo enorme y cerca suya una
algarabía de risas y juegos con varias personas implicadas, entre ellas
Margarita. Nos dijo que nos sentáramos allí mismo donde estábamos, enfrente de
él, que estaba pintando ese cuadro que yo le había encargado. Francamente, en
aquel momento no entendí a Velázquez, porque se puso a pintarnos a mi esposa y
mí (o eso parecía) y él nos miraba
mientras trabajaba con un alboroto impresionante alrededor suyo, y Margarita y
los demás (perro incluido) estaban a su lado hablando y riendo, a la vez que se
asomaban de vez en cuando a la pintura en la que Diego estaba haciendo su
tarea.
Pasaron las jornadas y al cabo de un mes me comentaron que el cuadro ya
estaba acabado y que el pintor quería enseñárnoslo. Mariana y yo teníamos una
gran impaciencia con esto porque nos había sorprendido la forma de proceder de Velázquez con la pintura en cuestión. Yo
debía despachar asuntos urgentes en ese momento y Mariana fue en primer lugar a
la sala en la que estaba el pintor. Al cabo de unas horas me presenté allí, y
nada más entrar me encontré a mi esposa y a su lado al pintor, ambos frente al
lienzo, que yo no podía ver todavía porque estaba de cara a ellos. Velázquez
musitaba una ligera sonrisa, y Mariana estaba con la mano en la cara y con los
ojos brillantes, muy emocionada. De hecho, ni siquiera me miró cuando me
aproximaba a ella. Bien: me puse a su lado y entonces entendí a mi esposa.
Lo que teníamos delante era una foto fija de aquel día, de nuestra niña en
un momento de felicidad, y era la imagen retenida en nuestras retinas viendo
esa misma escena, en primera persona. Un momento congelado de alegría.
Velázquez quiso inmortalizar un segundo de la vida de Margarita desde los ojos
de sus padres. Tuvo el detalle de pintarnos también a nosotros reflejados en el
espejo del fondo, haciendo del cuadro, además, un retrato de familia.
Yo tuve que contenerme, mantener el tipo; en ese momento agradecí al pintor
sus servicios, le dije a Mariana que fuera a ver a la niña, y ya a solas con
Velázquez, le di un fuerte y sentido abrazo. No creo que este episodio
trascienda nunca, pero así fue.
Al día siguiente reflexioné sobre nuestro gran pintor y esta obra. Pensé en
la vida, en mi hija, también en la historia y en España, nuestro país.
Velázquez –creo- no solo quiso plasmar ese momento de la vida de Margarita
desde la perspectiva de sus padres. Él mismo se había retratado en el cuadro
mirándonos fijamente. Y pensé que esa imagen tenía la finalidad de trascender
nuestros días y de hacerse eterna; que dentro de siglos, esa escena
posiblemente la iban a contemplar otras personas, y que, más allá de las
emociones de una familia que el pintor supo materializar a la perfección -y
nunca le estaré lo suficientemente agradecido por ello- Diego quiso dejar un
mensaje implícito.
Nuestros hijos son nuestro reflejo en el mundo. Y el nexo que nos une en
las generaciones es el cariño, el recuerdo sentido. Velázquez se ha colocado en
el lienzo como el puente a través de los tiempos, y aunque nosotros un día no
estaremos, su gesto serio, su mirada fija a quien contemple el cuadro de
nuestra hija, como si fuéramos nosotros, le dirá, sin palabras, si tú, que
ahora miras este cuadro, en tu tiempo, en tu momento, conservas las mismas
bases que lo hicieron posible; si en el
momento de la historia en el que te acerques a contemplar esta obra, los
valores del afecto, de la familia, del cariño, continúan en tus días; si el
poder que rige tu destino mantiene principios y valores más allá de su egoísta
conveniencia; si tu gobierno realmente vela por tu bien, por tus derechos más
esenciales, por todo lo que te hace valer como persona; si las leyes que el
poder de tus días emane se fundamentan en la ética y en la humanidad, con
franqueza, o si por el contrario solo buscan su propio beneficio a tu costa; si
la justicia de tu tiempo tiene verdaderamente en cuenta el elemento que
cohesiona a la sociedad a través de los siglos y no es una utopía, una puesta
en escena o una mera obra de teatro en la que los héroes y los villanos dependen
de quien redacte el guión; si puedes mirarte en el espejo en el que nosotros,
Mariana y yo, nos reflejamos, y luego mantenerle la mirada a Diego sin tener
que decir que en tu triste presente ojalá esos valores no hubieran dejado de
existir.
En fin…la verdad es que me estoy haciendo mayor y tal vez estos sean
pensamientos de un hombre que ya ha vivido bastante, con tantas vicisitudes y
batallas; pero algo me dice que nuestro querido Diego Velázquez es mucho, mucho
más, que un inmenso pintor.
Felipe IV, Rey de España
Diego Rodríguez de Silva y Velázquez (Sevilla,
1599 – Madrid, 1660), pintor de la corte real de Felipe IV de España, ha pasado
a la historia como pintor de pintores, maestro de maestros, y el más grande
pintor que jamás existió.
“Hablan de amor y no saben qué es un corazón.”
“Ignorantes que hablan de la humildad y no
valoran una simple tajada de pan.”
“Considérate viejo cuando tengas más recuerdos
que sueños.”
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