Julio César (100 a.C. – 44 a.C.) fue,
posiblemente, el más grande general romano de la era precristiana. Al margen de
las vicisitudes de su vida personal, a las que añadió una importante inquietud
intelectual, plasmada en sus facetas de abogado, escritor y orador, César fue
un hombre inteligente que realizó grandes logros en muchos campos que
beneficiaron a Roma, con la victoria en guerras cruciales que expandieron los
confines de la República iniciando una época de prosperidad. Quizá éstos fueron
los únicos y verdaderos tiempos del apogeo de Roma. Supo hacer frente al
dictador Sila y ganarse la amistad de aquellos que propiciaron su ascenso, atravesando
el cursus honorum hasta llegar a
conformar el Primer Triunvirato, con Craso y Pompeyo, y de ahí conseguir el
poder total por sí solo.
Como jurista, suyas fueron importantes leyes,
incuestionablemente avanzadas, en las que dispuso que los jueces fueran
separados de la influencia de los políticos, de modo que su elección se llevara
a cabo por cauces ajenos a los senadores, e impuso el principio de
imparcialidad, con el deber para el juez de abstenerse de conocer aquellos
asuntos en los que tuviera cualquier interés (sin duda, tengo para mí que a
César esta iniciativa le surgió por sus propias –y tristes- vivencias en el
foro procesal); amplificó el concepto de ciudadanía (de gran relevancia
jurídica en el Derecho Romano) para hacerlo propio también de los habitantes de
las provincias que él había anexionado, dando lugar de este modo a la forja de
una República unida; dispuso un concepto de titularidad dominical de las
tierras rústicas que tendía a evitar la aparición de grandes terratenientes y
el reparto más equitativo de dichas propiedades; e incluso legisló sobre el
deber y responsabilidad de los padres de proteger debidamente a sus hijos,
penando el abandono o el maltrato infantil, y reconoció el derecho de propiedad
de la mujer tras el matrimonio.
Pero en el desarrollo de tal carrera meteórica,
que hizo de él una personalidad brillante en su tiempo, y querida por el
pueblo, pronto surgieron los recelos y no solo de sus enemigos políticos, de los
del partido contrario. Ya en la época del Triunvirato, en el Senado se
procuraba que César no tuviera un especial protagonismo, en un equivalente a lo
que hoy conocemos como “hacer la cama”, de modo que más de uno, y no
precisamente enemigo declarado, trató en la sombra de opacarle o de cerrarle
ciertos caminos de ascenso, si bien César, más inteligente, e incapaz de
mantener un perfil bajo, llegó a la misma meta por sí mismo, y no solo eso:
aquellos que pretendían silenciarle al final terminaron ellos silenciados y para
siempre. Con esta forma de proceder, así como él se hacía cada vez más conocido
y grande, en la misma proporción crecía la inquina hacia su persona, que era
esperable en los adversarios habituales, pero que se hizo especialmente cruenta
en aquellos que él consideraba de su confianza, quienes generaron, en el fondo,
algo tan básico y primitivo como un sentimiento de envidia que literalmente les
superaba, lo que llevó a conformar un silencioso vínculo entre extraños
compañeros de viaje, quienes, unidos en un mal sentimiento, miraban y callaban
ante sus éxitos, naciendo la conjura contra César que acabó con su vida. Más de
sesenta sujetos se aliaron para matarle, entrando en el mismo saco los
políticamente contrarios, los “amigos” que no lo eran, e incluso aquellos a los
que había ayudado y hasta perdonado, quienes no soportaban tal manifestación de
grandeza.
Son los idus de marzo del año 44 antes de Cristo.
César ya había recibido cierta información de que algo se estaba tramando
contra él y algún verdadero amigo que le quedaba le dejó caer que pusiera una
excusa y no fuera a la reunión del Senado ese día. Pero uno de los conjurados
(en el que conservaba un punto de confianza) le recomendó que sí fuera para no
elevar la ira de los adversarios políticos, lo que unido al temperamento de
César dio lugar a que finalmente acudiera. Allí una multitud de políticos de
todos los frentes se arremolinaron a su alrededor, y comenzaron a apuñalarle
hasta dejarle desangrado y muerto en el suelo. Conocida es la frase de César al
ver a Bruto (a quien él mismo había perdonado tras la guerra civil que le
encumbró y en la que estaba en el bando contrario) asestarle una de las
puñaladas: “¿Tú también, Bruto?”. Algunas
fuentes expresan que se dirigió a él no por su nombre, sino como “¿Tú también, hijo mío?”.
Tras este lamentable suceso, que solo sirvió para
sacar a la luz la catadura moral de aquellos que cínicamente se postulaban para
hacer valer el interés general y público, los acontecimientos históricos
derivaron en guerras civiles, en el fin definitivo de la República y en la
aparición de un Imperio, con Octavio al frente, que no cesó hasta castigar a
todos aquellos conjurados, que no fueron pocos. El declive había empezado, y el
ocaso de un gigante como Roma empezó a ser escrito. Julio César, por el
contrario, y de nuevo, les superó a todos, pues su nombre (César) fue desde
entonces adoptado por los emperadores, como signo de grandeza, y él mismo considerado
una práctica deidad.
Como puede observarse, la falta de escrúpulos en
la política, esto es, una aberrante carencia de ética, no solo dio lugar a un
asesinato (que se suele emplear como ejemplo técnico en Derecho Penal para
explicar teorías de autoría y participación) sino al inicio de la época de
corrupción institucionalizada que acabó por destruir con el tiempo todo aquel
gran imperio.
Conclusión relevante a extraer de la historia de
Julio César es la necesidad de que aquellos que aspiren en algún momento de sus
vidas a hacerse con el poder, han de ser poseedores de unos principios firmes
desde el plano de la ética personal y pública, renunciando, a costa del
esfuerzo que sea, a sus bajas pasiones y mezquindades, pues si no es así lo
único que conseguirán es, más pronto o más tarde, ponerse solos en evidencia,
ser los artífices de normas jurídicas aberrantes por inmorales, como ellos
mismos son, y lo que es peor: arrastrar a sociedades completas hacia el abismo.
Milenios transcurridos desde entonces; reflexiones vigentes en la actualidad.
“Amo el nombre del honor, más de lo que temo a la muerte.”
“Todos los malos precedentes
comienzan como medidas justificadas.”
“El enemigo más grande siempre se esconderá en el último lugar en el que
buscarías.”
“¿Pueden imaginar un sacrilegio más terrible, que el que nuestra amada
República esté en las manos de unos dementes?”