David Hume (1711-1776) fue uno de los más
importantes filósofos de la historia. Escocés de nacimiento, sus planteamientos
supusieron una genuina innovación para las corrientes del pensamiento
existentes hasta entonces, ramificadas en la metafísica y el racionalismo. Hume
fue, ante todo, un empirista. Aquello que existe, la manifestación externa de
la realidad, es lo que se percibe sensorialmente y genera una impresión en el individuo, esto es, la
certeza, en el grado más fuerte del término, sobre la verdadera existencia.
Frente a la impresión, como percepción de la realidad, surge la idea, que no es sino fruto de un
conjunto de impresiones previamente adquiridas, pero que no puede ser
acreditativa de la realidad, como sí lo es la impresión, pues la idea se forma
con la combinación de impresiones diversas, cada una con sus propias variables,
y por lo tanto, alcanza per se un
estatus de abstracción o de inconcreción que la separa de la necesaria certeza
como característica propia de la realidad.
Hume es el autor del Tratado de la naturaleza humana, obra filosófica cumbre, al que se
sucedieron importantes libros sobre la moral y la política, y que hizo que el
propio Kant se refiera al pensador de Edimburgo como “quien le despertó del
sueño dogmático”. En efecto: Hume combatió todos aquellos conceptos filosóficos
que se separaban de la certeza de las impresiones, y en definitiva, de la experiencia y la costumbre, siendo éstos los términos clave de su filosofía y de la
comprensión del ser humano. Todo aquello que estuviera marginado de la
verificación empírica entraba en el terreno de lo indemostrable, del dogma
impuesto, y en consecuencia, no podría ser tomado como una realidad: por este
camino, la metafísica tradicional no tendría un lugar dentro del pensamiento empirista,
de modo que la comprensión del ser, y
con este concepto, todos aquellos que tuvieran componentes trascendentales
carecerían de la validez necesaria para adquirir el verdadero conocimiento de
la realidad. Lo etéreo de estos términos metafísicos hacía que para Hume se
tratara con ellos de construir castillos en el aire, sin más fin que la
divagación y sin la aspiración de conseguir un conocimiento cierto. Respecto
del racionalismo, el escocés advirtió que las ideas innatas, tan propias de
este movimiento, no pueden existir. Toda idea nace de la impresión, y el
conjunto de impresiones a lo largo de la vida del individuo determinan su
experiencia y lo conforman como tal.
Evidentemente David Hume es uno de los grandes
inspiradores del positivismo, en general, y del jurídico en particular. Nada
hay más allá de los ordenamientos jurídicos y de las normas que los integran,
pues su vigencia y eficacia, en cada momento y sociedad, son atributos
perceptibles, impresiones, de su realidad. Ahora bien, no debe, en modo alguno,
desligarse la filosofía empirista de Hume de sus consideraciones sobre la moral
humana, y de la necesidad de la construcción de una ética personal y pública.
David Hume era defensor de una realidad
incontestable: la emotividad del ser humano, en el que concurren emociones y
razón. Lo determinante es todo aquello que las impresiones generan para el
individuo, que no se limita a lo objetivo, sino que van más allá del dato y
producen una sensación, ya sea de agrado, desagrado, o cualquier otra. La razón
atempera esas emociones y responde ante ellas, canalizando sus efectos y
habilitando tanto el bienestar propio como el colectivo.
El que Hume descartara lo trascendente no
significa que renegase de lo emocional y de la necesidad de conformar una serie
de principios, ubicados en un plano diferente al empírico, o a lo positivo, que
habilitasen la convivencia humana desde sus bases y que contasen con su
correspondiente traducción material, a través de normas jurídicas justas. La
característica clave en su filosofía moral fue la empatía.
Solo mediante la puesta en el lugar del otro,
cuando se produce un acontecimiento agradable o desagradable para el semejante,
puede comprenderse que la convivencia no reside en la búsqueda del bien
exclusivamente personal, sino en la comprensión de las emociones del semejante,
y sobre ese entendimiento, construir unas bases morales, una ética común que
procure lo mejor para la colectividad, y que redundará en beneficio también del
individuo, como integrante de esa sociedad.
De este modo, la ética de Hume, sin dejar de
entrar en el ámbito intangible de las emociones, adquiere una nueva dimensión,
ajena a conceptos abstractos y sí residenciados en una realidad, como es la
innegable naturaleza emotiva de la humanidad. Así, si una ley emanada por el
poder no atiende a la sensibilidad social, y obedece a intereses exclusivos del
mismo poder, sus efectos no serán en absoluto positivos, y generarán de este
modo impresiones sumamente desfavorables, que una vez asimiladas por cada
individuo, determinarán en él un rechazo elemental, y no tanto por la forma o
palabras de la ley, sino por su trasfondo, su verdadera motivación y la
finalidad que el poder persigue con ella, dando lugar a su deslegitimación
desde el plano de la ética.
En consecuencia, incluso para el padre de la
filosofía empírica, no es posible considerar Derecho a toda aquella norma
jurídica que se separe de la ética pública y que no empatice con el bienestar
de todos, sino solo con el de unos pocos o con el del mismo poder. Así puede,
con nitidez, entenderse por qué Hume afirmaba que nadie puede imponer que el ser equivalga al deber ser, y que una mera proposición descriptiva o enunciado
fáctico no se erige en proposición normativa por el solo dictado de quien la
produce, sino porque esta proposición sea acorde con la ética pública. Las
leyes que no obedezcan a esta finalidad serán, exactamente, constructos
carentes de buen sentido, y como aquellos conceptos abstractos e inescrutables,
auténticos castillos en el aire abocados, tarde o temprano, a su derrumbe.
“Podemos cambiar el nombre de las cosas, pero su
naturaleza y acción sobre la mente nunca cambian.”
“El hombre es un ser racional y continuamente
está en busca de la felicidad que espera alcanzar mediante la gratificación de
alguna pasión o sentimiento. Rara vez actúa, habla o piensa sin una finalidad o
intención.”
“La naturaleza mantendrá siempre sus derechos y,
finalmente, prevalecerá sobre cualquier razonamiento abstracto.”
“Debo reconocer que un hombre que concluye que
un argumento no tiene realidad, porque se le ha escapado a su investigación, es
culpable de imperdonable arrogancia.”