lunes, 1 de septiembre de 2025

Edith Stein: de la fenomenología a la santidad

 

Edith Stein (1891-1942) fue una mujer ejemplar. No solo por su forma de ver la vida, las dolorosas circunstancias que tuvo que afrontar o su brillantez intelectual. Con total humildad y verdadera sabiduría (entendiendo que no todo lo visible constituye la realidad, y que, cuanto más reflexionaba filosóficamente más se daba cuenta de ello) transitó por un camino que le llevó a lo trascedente, y lo hizo desde lo racional, desde el pensamiento estrictamente filosófico.

Nació en la ciudad alemana de Breslavia (hoy Wroclaw, Polonia) en el seno de una familia judía y desde niña manifestó grandes inquietudes, siendo avanzada en los estudios, e interesada especialmente en la filosofía y la psicología. Su carrera universitaria hizo posible que coincidiera con Husserl, uno de los máximos exponentes de la fenomenología y, a través de esta corriente de pensamiento, Edith llegó a una convicción religiosa, lo que no deja de ser algo ciertamente singular, pues materializa la tesis según la cual a través de la razón se puede llegar a lo trascendente. Es cierto que la fenomenología es un campo proclive a la consideración de lo intangible como presupuesto, pues su base está en que la realidad se aprehende y percibe no tanto desde lo externo hacia el interior (empirismo), sino por medio de la conciencia personal que asimila la realidad y desde ahí hace posible percibir el hecho externo, el fenómeno. No se trata de entender la fenomenología como un mero subjetivismo, en el sentido de tener tantas realidades como valoraciones o conciencias que las perciban, sino que, ciertos elementos de un mismo hecho, de forma común, son entendidos por todas las conciencias, y a través de la comunicación entre ellas, separando aquellos extremos estrictamente fruto de la opinión, se llega a un fenómeno común y único. No sorprende, por lo tanto, que la filósofa, desde esta línea de pensamiento, al tiempo que profundizaba en la lectura de Santa Teresa y de Santo Tomás de Aquino, realizara una tesis doctoral sobre la empatía como forma auténtica de entender la realidad intersubjetiva y, a la vez, se diera cuenta de que existe un trasfondo inicial, de una relevancia extrema, que permite a la propia conciencia comprender los hechos, otorgando a ésta una chispa de entendimiento que va más allá de las limitaciones humanas.

Edith Stein se convirtió al cristianismo, ingresó en la Orden del Carmelo en Colonia y adoptó el nombre de Teresa Benedicta de la Cruz. Ello no fue óbice para que el régimen nazi, sabedor de su origen judío, diera con ella y, junto con su hermana, fueran ambas arrestadas por la Gestapo y llevadas a diversos campos de concentración, siendo finalmente asesinadas en Auschwitz mediante la inhalación de gas venenoso.

El papa San Juan Pablo II la canonizó en 1998 y fue proclamada copatrona de Europa, por encarnar grandes valores, así una profunda intelectualidad y religiosidad.

La vida y el pensamiento de la mártir Santa Teresa Benedicta de la Cruz, su viaje desde la razón a la trascendencia, me lleva a pensar en el Derecho, que es obra humana, y participa, por lo tanto, de su misma naturaleza. Trasladando la fenomenología a la disciplina jurídica, es posible advertir que la realidad percibida de las normas jurídicas por quienes tienen que cumplirlas y aplicarlas resulta determinante para averiguar la bondad o maldad de sus fines. Quien ha de cumplirlas, la sociedad en su conjunto, si está dotada de elementos de crítica, podrá, desde su interior, desde su conciencia, percibir las intenciones del legislador, y en el caso de llegar a la convicción, determinante de una realidad objetiva, de que sus pretensiones se separan del bien común, podrá actuar en consecuencia, adoptando los mecanismos necesarios para cambiar a quien dicta esas leyes. Y en el caso de quienes han de aplicar las normas, asimismo, podrán también adoptar las medidas jurídicas y técnicas necesarias para paliar los efectos nocivos de normas que saben perversas en su fondo.

Pero este planteamiento no se limita a la perspectiva de los destinatarios de las normas, sino que es igualmente aplicable al propio sistema normativo en su conjunto y de raíz. Cualquier ordenamiento jurídico que se proyecte como medio de protección y garantía de derechos y libertades individuales y sociales debe estar inspirado y construido desde valores y principios inmanentes, éticos. El fenómeno de la ley, para ser percibido en conciencia como tal, debe conjugar ética y norma positiva. Si lo que se presenta formalmente como Derecho está en su fondo desprovisto de tal componente ético, en el sentido de ética pública, de defensa del bien común, la percepción de ese fenómeno -nominativamente jurídico- llevará de plano a descartar tal realidad como auténtico Derecho, y por una sola razón netamente objetiva y no discutible: ser generador de injusticias.

La misma reflexión filosófica que llevó a Edith Stein hacia la trascendencia debe hacernos valorar, en el marco de nuestro tiempo, y en la historia, si el Derecho que hoy tenemos y que pueda producirse el día de mañana responde a su razón de ser verdadera; si es genuina su naturaleza o si, por el contrario, son otras motivaciones las que lo han llevado a surgir y a aplicarse. En ello reside la capacidad de reacción frente a la injusticia.    

“La verdadera libertad consiste en ser fiel a uno mismo y a las voces interiores de nuestra conciencia.”

La sabiduría consiste en reconocer la realidad tal como es, sin juicios ni prejuicios.”

“La verdad es la luz que ilumina nuestro camino y nos guía hacia la verdadera libertad.”

“La verdadera educación consiste en enseñar a los demás a pensar por sí mismos y a cuestionar la realidad.”

“La experiencia de esta mujer, que afrontó los desafíos de un siglo atormentado como el nuestro, es un ejemplo para nosotros: el mundo moderno muestra la puerta atractiva del permisivismo, ignorando la puerta estrecha del discernimiento y de la renuncia. Me dirijo especialmente a vosotros, jóvenes cristianos, en particular a los numerosos monaguillos que han venido estos días a Roma: evitar concebir vuestra vida como una puerta abierta a todas las opciones. Escuchad la voz de vuestro corazón. No os quedéis en la superficie, id al fondo de las cosas (…) Santa Teresa Benedicta de la Cruz nos dice a todos: “No aceptéis como verdad nada que carezca de amor. Y no aceptéis como amor nada que carezca de verdad.” El uno sin la otra se convierte en una mentira destructora.” (San Juan Pablo II, homilía de la misa de canonización de Edith Stein)




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


viernes, 29 de agosto de 2025

Maimónides: la cura del desgobierno

 

Maimónides (1135-1204) fue un pensador judío sefardita de gran relevancia. Nacido en Córdoba, sus conocimientos comprendían por supuesto religión, medicina y especialmente filosofía, con importantes aportaciones en cuanto a la conjugación entre ética y ley, entre vida personal o privada y convivencia política. Es uno de los más claros exponentes de la imposibilidad de desvincular los aspectos trascendentes de la realidad material, partiendo de la propia naturaleza del ser humano y desde ahí justificando la existencia de la ley y de las instituciones.

Si bien, como digo, sus contribuciones son polifacéticas, me resulta de un especial interés todo lo que Maimónides pensó sobre el Derecho y la Justicia, partiendo de la que puede considerarse su principal obra, la Guía de los Perplejos, aquellos que se mueven entre la fe y la razón y buscan la forma de conciliar ambas dimensiones.

En nuestro pensador se encuentra un concepto de ser humano que se construye o edifica a sí mismo a través de la experiencia personal y en el marco de lo colectivo. La ética no le viene impuesta, sino que es el fruto reflexivo de sus propias vivencias, que le lleva a articular unos parámetros o normas personales de conducta para gobernarse a sí mismo y de ese modo tender hacia la perfección personal. No descarta en absoluto Maimónides que esas normas éticas tengan un sustrato divino -fruto de su tiempo y especialmente de su condición de gran conocedor de la religión judía y de la Torá- pero lo relevante, de cara a la justificación de un gobierno, está en el origen de las normas de comportamiento personal, que posteriormente trascienden a la convivencia social.

Se trata de una ética con una nota muy relevante: su practicidad. El hombre pleno no es aquél que solo concibe, entiende y crea unas normas para comportarse en su vida, como consecuencia de sus vicisitudes, sino que las aplica de forma efectiva. Maimónides considera que la ética no puede quedar en mera potencia, sino que precisa de acción, de ejecución efectiva, para ser una auténtica ética. Esto es: no es válido pensar de una manera y actuar de otra, articular palabras y proceder de forma contraria a ellas. La hipocresía, el cinismo, son contrarios a toda ética personal, y por lo tanto también pública.

El concepto de Justicia nace en primer lugar en el ámbito personal, en cada individuo, y es una conclusión a la que se llega por la vía de las experiencias. A partir de ahí, puede trasponerse al campo de la cosa pública, pero sin olvidar que su origen está en la unión primordial de pensamiento y acción, o si se quiere, desde un punto de vista jurídico, de ética y de norma escrita que la haga efectiva. Ante las diferencias de criterio, el legislador surge para armonizar una vida social en la que aquellas diferencias de índole moral o ética entre los seres humanos justifiquen la creación de leyes que extraigan unos mínimos comunes que, aplicados correctamente, permitan la convivencia. Estas leyes, por otra parte, no vienen a sustituir a la ética de cada individuo, sino a tratar de conciliar supuestos de conflicto. Por ello, siguiendo a Maimónides, el legislador no tiene capacidad de cambiar en modo alguno la moral del ciudadano, y si tal ética esta perfeccionada desde lo personal, dará lugar a leyes que participarán de su calidad, tanto en número (no siendo necesaria una proliferación de ellas, pues los conflictos serán comedidos y razonables) como en efectos (equilibrados y justos).

La justificación del gobierno de una sociedad está, por lo tanto, en tener en cuenta que es una emanación del propio gobierno interior de cada persona, regido por una ética forjada en la experiencia. Si, como antes he referido, no hay una correspondencia personal entre lo que se dice y se hace, y quien dice ser respetuoso y demócrata de cara a la galería, en su vida personal se comporta como un tirano, no solo no gozará, a título personal, del carácter de un individuo que se sabe gobernar a sí mismo, sino que romperá cualquier justificación de un gobierno de la sociedad que participe de tal naturaleza. La política no es una abstracción para Maimónides, sino una cualidad personal de cada ciudadano. No es una imposición, sino una consecuencia de su forma de ser y de proceder desde lo personal, que se proyecta hacia lo social. Por ello, no sin razón, suele afirmarse que las sociedades tienen los gobiernos que merecen, pues, ya sea por una falta de principios éticos manifiestos en lo personal, o bien por tal falta, pero disimulada al no corresponderse lo que se hace con lo que se piensa, el resultado es la llegada al poder de gobiernos totalmente deslegitimados desde lo ético.

La unión de ética y ley, de Derecho Natural y Derecho Positivo, tiene en nuestro autor una dimensión, por lo tanto, especial y fundada: es eminentemente personal, un trabajo de crecimiento propio, que conllevará, por el camino de la ética, a construir una política adecuada a sus fines, y no una mera fórmula encubridora de intereses alejados del bien común. La política es un atributo de la persona, no de entidades abstractas e ignotas, y tanta más calidad tendrá cuanto los valores personales de cada ciudadano estén más perfeccionados. Las consecuencias de decisiones políticas, por lo tanto, no son atribuibles de una forma indeterminada, sino que son el efecto reflejo del estado de la ética de una sociedad y de las personas que la integran, pues, de otro modo, tales decisiones nocivas o inacciones perversas no tendrían lugar, pues ni siquiera serían concebibles ni, en última instancia, se permitirían.

La bondad hacia los demás es la verdadera prueba de la grandeza de un hombre.”

“La perfección no consiste en lo que uno tiene, sino en lo que uno es.”

“La Justicia es el pilar que sostiene a la sociedad.”

“La verdadera libertad se encuentra en el dominio de uno mismo.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


martes, 26 de agosto de 2025

Krause: el humanismo jurídico

 

Karl Christian Friedrich Krause (1781-1832) fue un pensador alemán que, quizá, desde la perspectiva teórica no goza de la fama y difusión de otros grandes filósofos, pero la práctica de sus tesis ha sido más que esencial para el progreso intelectual de la sociedad. Abarcó su trabajo múltiples facetas, y la jurídica es una de las más relevantes, siendo un exponente de la imprescindible conexión entre ética y ley, si bien desde la perspectiva racional, liberal, al margen de imposiciones y sobre el fundamento de un sentido cultural y crítico de la vida.

No prescindió, en absoluto, de la metafísica; muy por el contrario, toda su filosofía se fundamenta precisamente en la elevación del ser humano atendiendo a los valores que le resultan propios y que lo configuran como persona, partiendo de la moral y del respeto intersubjetivo y llegando a la creación del Derecho como un auténtico reflejo material de esa naturaleza trascendente del ser humano. No es por ello de extrañar que, en términos propios de la filosofía jurídica, nos encontremos ante un iusmoralista, esto es: un filósofo que arranca de los principios que hacen del ser humano un ser digno, ubicados en un plano supramaterial, pero que lo configuran como parte de su naturaleza; y tales valores y principios no proceden de una imposición o de la revelación, sino de la propia razón e intelecto. Se trata, pues, de un iusnaturalismo racionalista, que está en la base misma del nacimiento de los derechos humanos y de su plasmación positiva en textos normativos. No hay genuino Derecho sin valores ni principios éticos, que constituyen su fundamento y la propia razón de ser de la norma, pues si esta existe lo es para plasmar, dotar de eficacia y proteger jurídicamente esos principios configuradores del ser humano.

Para llegar a este entendimiento -desde mi punto de vista, más que acertado- del fenómeno jurídico, Krause abogaba por un sentido de crítica racional, sustentada en la filosofía kantiana, y ésta, a su vez, solo posible a través de la libertad de pensamiento y de cátedra, ubicando a la cultura y a la educación como las variables imprescindibles para conseguir una sociedad plena.

Estas aportaciones han supuesto una base clave para la creación y establecimiento del propio Estado Social y Democrático de Derecho, cuyo cometido, aparte de la garantía de la separación de poderes, es establecer el sistema de libertades de todos en el marco de una relación de convivencia, permitiendo el equilibrio entre las libertades de cada uno y la vida en sociedad, que, al fin y al cabo, se fundamenta en el respeto mutuo, en una moralidad construida desde lo racional. Su obra más influyente es El ideal de la humanidad para la vida, en la que pone de manifiesto la necesidad de sustentar la vida en una ética y educación firmes como pilares maestros de la convivencia.

El krausismo tuvo una influencia decisiva en España, sobre todo en materia educativa (propiamente docente) y jurídica. Uno de los primeros valedores de este pensamiento de progreso fue Julián Sanz del Río, profesor de Derecho y de Filosofía, y el cauce para traer a España este tan importante pensamiento fue la disciplina de la Filosofía del Derecho. Pero no fue éste el único canal de entrada de la filosofía de Krause en España; como ya he referido, la educación era otro de los epicentros, y fundamentalmente lo fue la creación de la Institución Libre de Enseñanza (en activo desde 1876 a 1939), que trasladó al sistema educativo aquellos principios de libertad, de profunda cultura, de pensamiento crítico, a través de grandes profesores y pensadores, destacando Francisco Giner de los Ríos. Fueron, pues, dos caminos en paralelo, el educativo y el jurídico, que trataron de hacer realidad una mejor y más próspera sociedad, sobre la base de la libertad, la igualdad, el mérito y el esfuerzo. En fin, se trataba de crear personas verdaderamente libres, y ello gracias a su formación plena. Seres no manipulables, seres íntegros y plenos. Se concebía la educación como el más perfecto humanismo, el enriquecimiento intelectual, artístico y físico, en definitiva, un modelo de hombre total, siempre en continuo aprendizaje y crecimiento hasta el final de su vida. Hombre y mujer, por supuesto, en plena igualdad de derechos y de oportunidades.

Los promotores de esta forma de pensar y de la propia Institución no lo tuvieron fácil, sobre todo en momentos históricos de tiranía o dictadura, pues, como es lógico, un sistema que prima la libertad de cátedra, de pensamiento y la igualdad, directamente se contrapone con la imposición arbitraria de un poder unilateral cuya moralidad no se garantiza más allá de originarse en una sola persona o en un grupo de poder que no tiene por qué compartir esas tesis, haciendo de las suyas propias un mandato imperativo. Los ceses “discrecionales”, las expulsiones de las cátedras universitarias o los exilios fueron la consecuencia para quienes tuvieran algo que ver, siquiera fuera tangencialmente, con aquella forma de plantear las cosas.

Pero, sea como fuere, el legado de Krause y de la propia Institución es eterno, jamás desaparecerá, pues late en la esencia del modelo de convivencia social y jurídico que tenemos en la actualidad. Al menos, en apariencia: porque, dada la situación, nada obstaría a que esta Institución renaciera, pues nos sigue haciendo falta la materialización, a través de la educación y de la cultura, de aquellos principios que sustentan el tan denostado -por algunos- Derecho Natural: nada menos que la ética y los derechos humanos. Tal vez ese menosprecio (activo) o desconocimiento (pasivo e inculcado a propósito) de tal concepto trascendente del Derecho obedezca a un motivo, que solo la crítica culta puede llegar a descubrir.

"Debes hacer el bien, no por la esperanza ni por el temor ni por el goce, sino por su propia bondad."

"Debes cumplir su derecho a todo ser, no por tu utilidad, sino por la justicia para los seres sensibles."

“(…) en este orden el Derecho forma un principio distinto, pero íntimamente unido a la religión, a la moral, a la ciencia y al arte; y como el orden moral se desarrolla por la libertad en la historia, el Derecho se engrana con todas las fases de un pueblo.”

“El sentimiento del Derecho no es un sentimiento de individualidad; es un sentimiento de relación común y recíproca, es el freno más poderoso del egoísmo. El Derecho quiere que todos los hombres den y reciban mutuamente y en forma social toda condición para el cumplimiento de su destino individual y total.” (Sanz del Río sobre la obra de Krause)




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


domingo, 24 de agosto de 2025

Gaudí: arquitectura del infinito, Justicia universal

 

Antonio Gaudí (1852-1926) fue uno de los arquitectos más relevantes de España, innovador y revolucionario, exponente del modernismo. Sus obras, muy conocidas, como la Sagrada Familia, el Parque Güell o los edificios del Palacio Episcopal de Astorga o la Casa Botines de León reflejan una forma de entender el arte que, sin duda, es la consecuencia de una gran profundidad intelectual y filosófica, canalizada a través de la arquitectura, que actúa como la plasmación de mensajes quizá no tan ocultos como pudiera llegar a pensarse.

Fue un hombre extremadamente trabajador, de una arraigada religiosidad, siempre se mantuvo soltero y en sus últimos años vivió de una forma muy austera, pendiente siempre de las obras. Tal fue su forma de pensar y de existir que incluso la Iglesia Católica le ha declarado venerable, paso previo a ser proclamado beato. Una persona muy especial, que empleó el cauce de su arte para dejar plasmados pensamientos filosóficos y teológicos de primer orden.

No quiero entrar en los detalles de naturaleza arquitectónica; sólo he de afirmar -por tratarse de un extremo relevante- que Gaudí recogió las influencias de múltiples estilos: gótico, neogótico, mudéjar, nazarí. Pero el suyo propio es sui géneris, diferenciado de todos los demás, que creo que él consideró insuficientes para plasmar lo que pretendía. Para mí se trata de un arte arquitectónico filosófico. El simbolismo es muy propio en la arquitectura, pero no con el trasfondo que tiene en su obra. Sus pensamientos los plasmó en sus construcciones, del mismo modo que un pintor lo hace en sus lienzos y un filósofo en sus escritos. No es necesario que existan libros de su puño y letra: nos habla a través de la armonía, de las formas, de las estructuras, de la belleza que desprenden sus edificios. Están dotados de un componente de trascendencia.

Desde mi punto de vista, la obra de Gaudí tiene una clara impresión de la filosofía platónica, por una parte, y del arte gótico en cuanto que medio para llegar a través de la materia al mundo de la Verdad, respecto del cual éste en el que nos encontramos es una mera sombra proyectada. Trató de dejar en la materia una representación fehaciente de las ideas, una cristalización de la auténtica realidad, de lo superior, y para ello algo existía en su mente y en su corazón que precedía a la obra y la fundamentaba. Se podría llamar inspiración, o incluso, desde un punto de vista teológico, algo más, quizá revelación; pero, si nos enfocamos en la filosofía, considero que Gaudí reflexionó sobre, efectivamente, el modo de llevar a la realidad sensible una chispa de divinidad, siendo él mismo un instrumento, un catalizador de lo superior. De hecho, consta que el artista tenía un concepto de belleza en los siguientes términos: la transparencia de lo infinito en las cosas naturales. Y actuó en consecuencia con ello.

No resulta entendible la obra de Gaudí si no se une lo material con los aspectos de moralidad, éticos o incluso religiosos. La unidad de todas las ciencias y conocimientos para conformar una obra de arte arquitectónica. No son las suyas construcciones frías ni silentes. Transmiten un mensaje de luz, de un curioso orden, como una especie de sinfonía que traslada a un mejor y más elevado mundo. Precisamente, esta visión filosófica de la obra de Antonio Gaudí, que permite comprender la sensación que transmite toda su producción, es también correspondiente con lo jurídico.

El Derecho -siguiendo el planteamiento de Gaudí sobre la arquitectura, mutatis mutandis- no es una ciencia cerrada en sí misma. El jurista ha de ser siempre un humanista, un pensador, un filósofo. Solo desde una visión más elevada y completa de la ley se puede aplicar la misma con Justicia. Por ello quien escribe estas líneas no concibe la cerrazón en el Derecho. Hay un espíritu de las leyes, parafraseando al gran pensador. Y existe, asimismo, una manifiesta creatividad en el Derecho, que se vuelve tanto más necesaria cuanto más atroz e ininteligible se vuelve el Derecho Positivo, haciendo de los operadores jurídicos auténticos artistas en la materia de trasladar y hacer valer los principios, valores y derechos humanos en un mar de normas completamente desnortadas, que en sí mismas generan más daño que beneficio a la sociedad; la historia acredita este extremo, y el presente no deja de ser ajeno a ello, en absoluto.

La conexión de los saberes, tan importante para generar arte en la arquitectura, es una necesidad idéntica en el Derecho; y no sólo para producir textos legislativos o escritos jurídicos de calidad, sino para obtener resultados justos, pues no hemos de olvidar que la Justicia es, ante todo, un concepto filosófico y, especialmente, es una virtud: el emblema del recto proceder sustentado en una base ética innegable.

Si Gaudí, bajo estas premisas, fue un buscador de la Verdad a través de la arquitectura, el jurista es un buscador de la Justicia a través del Derecho. Y en ambos casos, hay un elemento imprescindible para conseguirlo, que está mucho más allá de la norma escrita.

“Para hacer las cosas bien, es necesario: primero el amor; segundo, la técnica.”

“La arquitectura es el primer arte plástico; la escultura y la pintura necesitan de la primera. Toda su excelencia viene de la luz. La arquitectura es la ordenación de la luz.”

“La originalidad consiste en el retorno al origen; así pues, original es aquello que vuelve a la simplicidad de las primeras soluciones.”

“El requisito más importante para que un objeto sea considerado bello es que cumpla con el propósito para el que fue concebido”.

“Todo lo que tiene armonía tiene vida, y cuando lo admiras parece que vuelve a nacer en ti”.

“Por muy bueno que sea un proyecto, por más que se haya logrado una mejor combinación de los materiales, (…) si la ejecución (…) se ve obligada a introducir variaciones que hagan inútil alguno o algunos miembros y perdiendo con ello la delicada unidad, primer elemento de belleza (…), queda transformado en un incoherente zurcido de distintos elementos, que por más que sean buenos en sí, les pasará lo que al monstruo de Horacio; de aquí que la parte principal de nuestro candelabro es la ejecución, que debe ser apropiada, sencilla y esmerada, es decir llevada a cabo con amor”.

“No vale la pena hacer nada que no sea eterno.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


viernes, 22 de agosto de 2025

Juan Escoto Eriúgena: un panteísmo jurídico

 

Uno de los filósofos más relevantes del medievo es Juan Escoto Eriúgena (810-877), quien se enmarcó en un periodo denominado Renacimiento Carolingio, que vino a suponer una anticipación, sin dejar de integrarse en la Edad Media, de las luces del conocimiento que aflorarían siglos después en Italia. De origen irlandés, Escoto Eriúgena desarrolló un planteamiento filosófico y teológico revolucionario en su tiempo, pues, recopilando todo el conocimiento existente hasta entonces, creó una nueva forma de entender la filosofía y la teología; tanto fue así, que su pensamiento llegó a ser considerado herético.

Su obra más importante se denomina Sobre la división de la naturaleza, y en ella, bajo las premisas del neoplatonismo, recupera el concepto de idea que fundamenta a la realidad. Así, la naturaleza, según Eriúgena, consta de cuatro niveles: 1) naturaleza que crea y no es creada (Dios); 2) naturaleza que crea y es creada (las ideas) 3) la naturaleza que no crea y es creada (el mundo sensible, perceptible por los sentidos) y 4) naturaleza que no crea y no es creada (Dios, nuevamente, pero como fin o destino de toda la creación).

La influencia platónica es evidente, pues la conformación del mundo sensible tiene su base, su fundamento, en las ideas, siendo la naturaleza que no crea y es creada un reflejo de la verdadera y más elevada realidad, las ideas.

Para el pensador irlandés, el origen y el destino final de toda la realidad es Dios, y mientras la realidad creada se mantiene, ésta es reflejo de Dios mismo, que está presente en toda la realidad sensible, como fuente constantemente creadora de la misma. Precisamente, esta omnipresencia de Dios en todo es lo que le originó muchos problemas, porque confrontaba con los dogmas de entonces, y de ahí que se le considerase un hereje. El panteísmo que defendió Escoto Eriúgena (Dios presente en todas las cosas) fue mucho más adelante asumido por grandes pensadores, como Spinoza.

Otra de las aportaciones relevantes del filósofo irlandés fue la concepción unificada de razón y fe, de filosofía y religión. Lógicamente, atendiendo a su época, existía una primacía de la fe sobre la razón, pero en nuestro pensador no se tenía a la razón como una vía de conocimiento opuesta a la fe, sino que ambas debían ser consideradas de forma única, pues el verdadero conocimiento surge de un elemento revelado, pero también entendido a través de la razón. El conocimiento requiere que ambas vías se integren.

Pues bien, estas son dos aportaciones de Eriúgena que pueden ser perfectamente trasladadas al debate iusfilosófico.

Es sabido que el origen de todos los derechos más esenciales, elevados a través de la historia a rango constitucional, se encuentra en el ámbito filosófico, no positivo. Los derechos humanos, los derechos fundamentales, los valores y principios jurídicos se anticipan a la norma escrita y nacen fruto de la evolución del pensamiento y posterior lucha social para su plasmación jurídica, que los dota de eficacia. Por lo tanto, su naturaleza, su causa primera, es ideal, no está en el plano positivo, y tanto es así que, si de forma transitoria, la ley positiva no recoge ciertos principios y derechos esenciales, no por ello estos dejan de existir; lo siguen haciendo, pero latentes, en su plano o dimensión original.

Esto implica que el fundamento de un ordenamiento jurídico avanzado, los pilares maestros sobre los que se sustenta, son de carácter filosófico, pues las constituciones plasman estos derechos fundamentales, y las normas que componen el sistema que tiene por premisa mayor a la constitución han de desarrollarla respetando siempre esos derechos. En consecuencia, esta fundamentación desde los cimientos hasta el último recoveco del ordenamiento jurídico, atendiendo a jerarquía normativa y competencia, determina que los derechos fundamentales, principios y valores se integran en el ordenamiento y perviven en él en todos sus diferentes caminos o afluentes normativos. Si el panteísmo de Eriúgena implica que Dios está en la realidad de todas las cosas, y éstas son su reflejo, del mismo modo, los derechos fundamentales, principios y valores metanormativos deben estar en todo el ordenamiento, inspirándolo y justificándolo, en definitiva. Si no es así, y tal inspiración no concurre, la norma positiva perderá su esencia y no responderá a la finalidad que le es propia, y que no es otra que permitir la realización de la Justicia, a través de la eficacia y materialización de tales derechos esenciales.

No puede descartarse que la evolución histórica de los textos constitucionales, cada vez más amplios, con catálogos de derechos fundamentales, y el surgimiento de nuevas formas de interpretar y aplicar tanto la constitución como el resto del ordenamiento jurídico, que no solo tienen en cuenta la literalidad de la norma positiva, sino otros factores diversos que tienden a trascender lo propiamente jurídico para hacer valer este elemento inspirador del sistema, tenga su fundamento en esta teoría filosófica; especialmente, el neoconstitucionalismo tiene un manifiesto componente filosófico en la aplicación de las normas jurídicas al caso concreto.

Además, no ha de olvidarse que Eriúgena era partidario de un entendimiento conjunto de razón y fe (sin perjuicio de la primacía de esta última) para llegar al verdadero conocimiento. Así, el ordenamiento jurídico, y su comprensión integral, pasa por entender que en él deben unirse Derecho Natural y Derecho Positivo, para producir el efecto que justifica su existencia. En caso contrario, será mera forma, mera apariencia de una Justicia inexistente en la práctica.

“No debemos comprender al creador y a la criatura como dos realidades separadas una de la otra, sino como una y la misma. Pues no sólo la criatura subsiste en Dios, sino que además, al manifestarse, Dios se crea de un modo maravilloso e inefable en la criatura. Creador de todo y creado en todo. Hacedor de todo y hecho en todo.”

"Todo (su) pensamiento teológico (…) se convierte en la demostración más clara del intento de expresar lo explicable de lo inexplicable de Dios, basándose únicamente en el misterio del Verbo hecho carne en Jesús de Nazaret. Las numerosas metáforas utilizadas por él para indicar esta realidad inefable demuestran hasta qué punto es consciente de la absoluta incapacidad de los términos con los que nosotros hablamos de estas cosas. Y, sin embargo, permanece ese encanto y esa atmósfera de auténtica experiencia mística que de vez en cuando se puede tocar casi con la mano en sus textos.” (cita de Benedicto XVI sobre Juan Escoto Eriúgena)




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 




miércoles, 20 de agosto de 2025

Duns Escoto: la univocidad del Derecho

 

Juan Duns Escoto (1266-1308) fue un filósofo y teólogo escocés, de una gran altura intelectual, beato de la Iglesia Católica y denominado Doctor Sutil, por la finura y agudeza de sus planteamientos. Se considera que forma parte del pensamiento escolástico más relevante de la Baja Edad Media, junto con Santo Tomás de Aquino y Guillermo del Ockham. Fue, asimismo, catedrático y sentó los fundamentos teológicos para la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción.

Duns Escoto tuvo un pensamiento que conectó con los referidos intelectuales, pero se diferenció de ellos en varios aspectos, especialmente en metafísica, en cuanto al concepto y naturaleza del ser. Escoto inició sus tesis partiendo de los postulados aristotélicos sobre el ser, si bien la mayor singularidad de su forma de concebir al ser se encuentra en la hipótesis de que existencia y esencia, como elementos configuradores del ser, no pueden ser entendidos de manera independiente o como conceptos separados, sino que, unidos de forma indisoluble, configuran la realidad, conforman al ser. Esto es: si sabemos que algo existe, ello lleva aparejado el saber también qué es, sin que sea posible separar -de esa cosa que percibimos como real- su propia existencia de lo que es y cuál es su naturaleza y finalidad.

Existencia y esencia forman una unidad, y configuran la realidad de las cosas. Esta teoría no era compartida por otros escolásticos, como Santo Tomás de Aquino, para quien esencia y existencia solo se unían en Dios, y en cuanto al resto de la realidad, por una parte, estaba su existencia (que permite percibir las cosas) y por otra su esencia (que permite saber qué son, entenderlas). Escoto afirmaba que no es posible deslindar ambos conceptos, pues si nuestro intelecto se plantea que algo puede ser, si la esencia de esa cosa es concebible, ello no puede separarse de su existencia, a salvo contradicciones lógicas y sin perjuicio de que la existencia de ese ser cuya esencia concebimos no sea perceptible a través de los sentidos humanos, al encontrarse en un plano ontológico distinto.

La univocidad del ser, teoría desarrollada en tales términos por el pensador escocés, tiene un reflejo en la materia jurídica, que me lleva a reflexionar sobre el concepto de Justicia y la existencia y esencia de ésta.

Si consideramos que la Justicia es un concepto concebible, pues entendemos que su naturaleza está configurada con elementos de índole metajurídica, especialmente éticos, de valor, de ecuanimidad, de equidad o, muy resumidamente, en la expresión “dar a cada uno su derecho”, partimos de la premisa de la comprensión de la esencia de la Justicia, que es el primer elemento configurador de la misma como ser, como realidad. Seguidamente, siendo plausible concebir a la Justicia, entonces su existencia resulta también posible, pues no puede darse esencia sin existencia. Sabemos que algo es porque efectivamente existe, y porque concebimos su esencia; de modo tal que su existencia no es una contradicción o una afrenta lógica, sino una consecuencia.

Por lo tanto, la existencia de la Justicia vendrá dada por su materialización a través de las normas jurídicas, del Derecho Positivo que traslade aquella esencia de la Justicia a la realidad.

Que la Justicia es una realidad se evidencia no solo cuando se unen su esencia (principios y valores) con su existencia (las normas jurídicas que los plasman), dando lugar así a un resultado práctico, en cada caso concreto, que se considera justo; esta realidad se manifiesta aún más cuando el parámetro de la existencia no se corresponde con aquella esencia básica. Si las normas jurídicas se separan de la esencia de la Justicia (y ello es posible porque existe una voluntad libre y consciente en el legislador de actuar así) y en lugar de seguir los principios esenciales de la Justicia en la producción normativa se aplican otros que nada tienen que ver con ellos, separándose del interés general que supone el “dar a cada uno su derecho”, el resultado, la realidad que se obtiene, se denomina injusticia, propiciada por la intervención voluntaria sobre el concepto existencia de la Justicia para desvirtuarla, que no es otra cosa, como este propio término indica, que privarla de la virtud, esto es, privarla de su esencia, haciendo de ella un ser final distinto y opuesto a la propia Justicia, lo que, a contrario, también revela la realidad, el ser de la Justicia, pues se entiende y concibe que, si algo es injusto, lo es porque la esencia de la Justicia es incuestionable, tanto como el conocimiento de que el desvío de la misma ha venido determinado por la influencia voluntaria y consciente del legislador sobre las normas jurídicas. El pensador escocés afirmaba que la voluntad es más libre que el propio entendimiento, por lo que, si tal voluntad no actúa alineada con la esencia de la Justicia, directamente conlleva a desvirtuar el ser al afectar a la configuración de su existencia.

En fin, una plasmación más, en el ámbito filosófico, de la imprescindible unión de ética y normas jurídicas, de Derecho Natural y Derecho Positivo, que adquiere, en aplicación del pensamiento de Duns Escoto, una dimensión fundamental, asentada en la propia configuración necesaria del concepto Justicia como realidad, y que, en el caso de no integrarse de forma correcta, lleva a una situación también entendible, pero completamente opuesta a ella, existente y con una esencia pervertida a través de la voluntad, generando, así, la genuina injusticia y, siendo el factor voluntad el elemento crucial en el desvío de la esencia, la determinación de los responsables originales de la creación de la injusticia es la clara e irrefutable conclusión de un silogismo lógico.

"Los universales tienen una existencia real y sustancial.”

“Hay algún conocimiento de lo existente per se; tal es el conocimiento que capta el objeto en su propia existencia actual.”

"La voluntad no tiende necesariamente al bien como postulaba Tomás de Aquino, sino que la esencia de la voluntad es la libertad.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 



sábado, 16 de agosto de 2025

Kratos: la justicia de matar a un dios

 

Kratos es un personaje de ficción, protagonista de la saga de videojuegos God of War, cuya primera entrega data de 2005; por lo tanto, son ya veinte años conociendo las aventuras de este singular guerrero espartano, con episodios que se siguen sucediendo hasta la actualidad. La historia de Kratos tiene importantes referencias a los mitos clásicos griegos, si bien con componentes dramáticos que recuerdan a obras de Shakespeare o de Goethe, por su desarrollo y giros argumentales.

Kratos, pese a ser un magnífico guerrero en la defensa de Esparta, a punto de sucumbir en combate, se encomendó al dios de la guerra Ares, quien en ese momento le otorgó una fuerza ciega y desbocada, acabando con todos los que se le pusieron enfrente, incluso con su propia mujer e hija, a los que en su locura no pudo distinguir de los enemigos. Desde ese momento, Kratos renegó de los dioses del Olimpo, se consideró engañado y utilizado por ellos y la venganza fue su único motivo para seguir viviendo; su cuerpo se cubrió con las cenizas de su casa y familia, y se trazó automáticamente en su piel una franja de color rojo sangre, convirtiéndose en el denominado “fantasma de Esparta” y jurando dar muerte al dios Ares y tras él a todos los integrantes del Olimpo. Ya no existía razón alguna, sino furia, rabia y pura sed de venganza.

Kratos se encuentra solo en su camino hacia Ares, a quien consigue matar con una cierta, aunque interesada, ayuda de la diosa Atenea y él ocupa su lugar, como un nuevo dios de la guerra. Desde ese punto, empieza a escalar el monte Olimpo con la ayuda de los titanes y se enfrenta a todo tipo de criaturas mitológicas que Zeus le pone a modo de barreras o cortafuegos, dando finalmente muerte a Helios, a Poseidón, a Hares, a Hera, a Hefesto, a Hermes, a la propia Atenea -pues descubre que su aparente ayuda lo fue con la finalidad de que Kratos se posicionara en la guerra existente desde tiempo inmemorial entre el Olimpo y los titanes, que habían sido desterrados por Zeus- y así hasta llegar al propio dios del rayo, dando con ello cumplimiento a la razón de su existencia, para finalmente él mismo acabar con su propia vida para evitar que todo el poder que había acumulado muerte tras muerte le convirtiera en un tirano peor aún que aquellos a los que había aniquilado, derramando toda su energía y poder sobre las tierras y ciudadanos del mundo, si bien en la última escena de esta línea argumental basada en la mitología griega se ve como en el lugar en el que el cadáver de Kratos había quedado éste ya no estaba ahí, y en aquella tierra una silueta dibujada en el suelo del Ave Fénix, acompañada de un plano de cámara hacia un acantilado y el mar, daban a entender que su sacrificio fue también una redención personal y que ello le hizo merecedor de otra oportunidad.

Son dos los planteamientos filosóficos que pueden extraerse de estas aventuras, que permiten despertar el interés, para quien no la conozca, en la espléndida e interesante mitología griega, recogiendo el sentido auténtico de la misma, que no era otro que el tratar de explicar metafóricamente la realidad de la condición humana, con sus bondades y sus muchas oscuridades, antes incluso del desarrollo del pensamiento racional y crítico.

En primer lugar, el sentido de la justicia de Kratos. Nuestro guerrero espartano es un ser ominoso, no podemos considerarlo como alguien que actúe con objetividad ni con mesura. Él mismo crea sus normas y las aplica, sobre la base de sentimientos brutales, que pueden ser comprendidos desde una perspectiva humana, pues nos encontramos frente a dos hechos difícilmente superables en malignidad: la muerte de sus seres queridos, por un lado, y ésta sobre la base de una traición con fines políticos, al fin y al cabo, pues Kratos era quien menos importaba en todo lo que ocurría, ya que la batalla real se libraba a otro nivel. Él fue solamente un instrumento del poder. No obstante, la justicia que aplicó de propia mano se separó del parámetro que la fundamenta, que no es otro que la imparcialidad. Quien tiene una moralidad pervertida (por la razón que sea, aunque se llegue a entender humanamente en ciertos casos) no puede erigirse nunca en hacedor de normas ni en el impartidor de justicia, bien por sí mismo o bien eliminando a quienes pueden hacerlo de forma objetiva, o influyendo sobre ellos para que se decanten a su favor. Por lo tanto, es un ejemplo más de la necesaria unión de ética y ley para llegar a la Justicia auténtica, ya que una moral basada en la venganza implicará un ajusticiamiento, y a quien así obre en un justiciero, pero no será una genuina Justicia objetiva e imparcial, mejor que el ojo por ojo, y base de lo que se entiende por civilización. No olvidemos lo que desde la filosofía estoica o incluso desde el cristianismo se expresa: la mejor forma de responder al enemigo es no parecerse jamás a él, ni en las formas ni en el fondo. La victoria será aún mayor, pues se demostrará una grandeza aplastante. Un Derecho creado y aplicado por quienes solo actúen movidos por sus ambiciones, vicios y ánimos derivará en una mera forma o apariencia de legalidad, pero en modo alguno será Justicia.

Y a ello hay que añadir otra cuestión relevante: la redención personal. Durante su travesía de brutalidad y muerte, Kratos va tomando consciencia de lo que hace. Y al finalizar su misión, él mismo se quita la vida. Hay un cambio ético en nuestro personaje. Sabe que no ha hecho algo positivo, y tampoco quiere convertirse él mismo en aquello que aborrece, al quedar como el único dios con poder sobre el mundo. Quiere devolverle todo al pueblo, y que su fuerza y energía combinada con la de todos los dioses que ahora porta en su interior reconstruya un mundo devastado por la batalla y otorgue a los ciudadanos la capacidad para regir sus propias vidas. Se trata de una última lección vital y con una moraleja importante: allí donde el poder reside, si se acumula en una sola persona o conjunto de personas, tiende a corromper a quienes lo detentan, generando tiranías, directas o veladas, con la única ambición de permanecer en el puesto, aún a costa del pueblo, al que someterán y utilizarán para sus exclusivos fines. Y salvo que quien detente el poder tenga principios éticos sólidos, que en ámbito político y público se basan en la sublimación del interés general sobre el propio, en el caso de no tener la altura ni la capacidad para tan alta y honorable tarea, mejor será reconocerlo y retirarse antes que aferrarse al sitio y llevar a sociedades enteras hacia el abismo.

“El pasado no define quien eres, solo prepara el camino para lo que puedes llegar a ser.”

“Todos los líderes cometen errores. Los mejores asumen la responsabilidad.”

“Yo solo soy lo que los dioses me hicieron ser.”

“Y a partir de ese momento durante el resto de la eternidad, cada vez que los hombres cabalgaran hacia la batalla, por una causa noble o malvada, lo harían bajo la atenta mirada del hombre que había derrotado a un dios; serían conducidos por Kratos, el mortal que se había convertido en el nuevo dios de la guerra.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid 
y Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación