Antonio Gaudí (1852-1926) fue uno de los
arquitectos más relevantes de España, innovador y revolucionario, exponente del
modernismo. Sus obras, muy conocidas, como la Sagrada Familia, el Parque Güell
o los edificios del Palacio Episcopal de Astorga o la Casa Botines de León
reflejan una forma de entender el arte que, sin duda, es la consecuencia de una
gran profundidad intelectual y filosófica, canalizada a través de la
arquitectura, que actúa como la plasmación de mensajes quizá no tan ocultos
como pudiera llegar a pensarse.
Fue un hombre extremadamente trabajador, de una arraigada
religiosidad, siempre se mantuvo soltero y en sus últimos años vivió de una
forma muy austera, pendiente siempre de las obras. Tal fue su forma de pensar y
de existir que incluso la Iglesia Católica le ha declarado venerable, paso
previo a ser proclamado beato. Una persona muy especial, que empleó el cauce de
su arte para dejar plasmados pensamientos filosóficos y teológicos de primer
orden.
No quiero entrar en los detalles de naturaleza
arquitectónica; sólo he de afirmar -por tratarse de un extremo relevante- que
Gaudí recogió las influencias de múltiples estilos: gótico, neogótico, mudéjar,
nazarí. Pero el suyo propio es sui géneris, diferenciado de todos los demás, que creo que él
consideró insuficientes para plasmar lo que pretendía. Para mí se trata de un
arte arquitectónico filosófico. El simbolismo es muy propio en la arquitectura,
pero no con el trasfondo que tiene en su obra. Sus pensamientos los plasmó en
sus construcciones, del mismo modo que un pintor lo hace en sus lienzos y un
filósofo en sus escritos. No es necesario que existan libros de su puño y
letra: nos habla a través de la armonía, de las formas, de las estructuras, de
la belleza que desprenden sus edificios. Están dotados de un componente de trascendencia.
Desde mi punto de vista, la obra de Gaudí tiene
una clara impresión de la filosofía platónica, por una parte, y del arte gótico
en cuanto que medio para llegar a través de la materia al mundo de la Verdad, respecto
del cual éste en el que nos encontramos es una mera sombra proyectada. Trató de
dejar en la materia una representación fehaciente de las ideas, una cristalización
de la auténtica realidad, de lo superior, y para ello algo existía en su mente
y en su corazón que precedía a la obra y la fundamentaba. Se podría llamar
inspiración, o incluso, desde un punto de vista teológico, algo más, quizá
revelación; pero, si nos enfocamos en la filosofía, considero que Gaudí
reflexionó sobre, efectivamente, el modo de llevar a la realidad sensible una
chispa de divinidad, siendo él mismo un instrumento, un catalizador de lo
superior. De hecho, consta que el artista tenía un concepto de belleza en los
siguientes términos: la transparencia de lo infinito en las cosas naturales. Y
actuó en consecuencia con ello.
No resulta entendible la obra de Gaudí si no se
une lo material con los aspectos de moralidad, éticos o incluso religiosos. La
unidad de todas las ciencias y conocimientos para conformar una obra de arte
arquitectónica. No son las suyas construcciones frías ni silentes. Transmiten
un mensaje de luz, de un curioso orden, como una especie de sinfonía que
traslada a un mejor y más elevado mundo. Precisamente, esta visión filosófica
de la obra de Antonio Gaudí, que permite comprender la sensación que transmite
toda su producción, es también correspondiente con lo jurídico.
El Derecho -siguiendo el planteamiento de Gaudí
sobre la arquitectura, mutatis mutandis- no es una ciencia
cerrada en sí misma. El jurista ha de ser siempre un humanista, un pensador, un
filósofo. Solo desde una visión más elevada y completa de la ley se puede
aplicar la misma con Justicia. Por ello quien escribe estas líneas no concibe
la cerrazón en el Derecho. Hay un espíritu de las leyes, parafraseando al gran
pensador. Y existe, asimismo, una manifiesta creatividad en el Derecho, que se
vuelve tanto más necesaria cuanto más atroz e ininteligible se vuelve el
Derecho Positivo, haciendo de los operadores jurídicos auténticos artistas en
la materia de trasladar y hacer valer los principios, valores y derechos
humanos en un mar de normas completamente desnortadas, que en sí mismas generan
más daño que beneficio a la sociedad; la historia acredita este extremo, y el
presente no deja de ser ajeno a ello, en absoluto.
La conexión de los saberes, tan importante para
generar arte en la arquitectura, es una necesidad idéntica en el Derecho; y no
sólo para producir textos legislativos o escritos jurídicos de calidad, sino para
obtener resultados justos, pues no hemos de olvidar que la Justicia es, ante
todo, un concepto filosófico y, especialmente, es una virtud: el emblema del
recto proceder sustentado en una base ética innegable.
Si Gaudí, bajo estas premisas, fue un buscador
de la Verdad a través de la arquitectura, el jurista es un buscador de la
Justicia a través del Derecho. Y en ambos casos, hay un elemento imprescindible
para conseguirlo, que está mucho más allá de la norma escrita.
“Para hacer las cosas bien, es necesario:
primero el amor; segundo, la técnica.”
“La arquitectura es el primer arte plástico; la
escultura y la pintura necesitan de la primera. Toda su excelencia viene de la
luz. La arquitectura es la ordenación de la luz.”
“La originalidad consiste en el retorno al
origen; así pues, original es aquello que vuelve a la simplicidad de las
primeras soluciones.”
“El requisito más importante para que un objeto
sea considerado bello es que cumpla con el propósito para el que fue
concebido”.
“Todo lo que tiene armonía tiene vida, y cuando
lo admiras parece que vuelve a nacer en ti”.
“Por muy bueno que sea un proyecto, por más que
se haya logrado una mejor combinación de los materiales, (…) si la ejecución
(…) se ve obligada a introducir variaciones que hagan inútil alguno o algunos
miembros y perdiendo con ello la delicada unidad, primer elemento de
belleza (…), queda transformado en un incoherente zurcido de distintos
elementos, que por más que sean buenos en sí, les pasará lo que al monstruo de
Horacio; de aquí que la parte principal de nuestro candelabro es la ejecución,
que debe ser apropiada, sencilla y esmerada, es decir llevada a cabo con amor”.
“No vale la pena hacer nada que no sea eterno.”