Bram Stoker (1847-1919),
fue un escritor y abogado irlandés, con una brillante carrera académica en el
ámbito de las matemáticas y la ciencia. La novela que le ha inmortalizado es,
indiscutiblemente, Drácula. Se trata
de una obra que ha sido examinada desde todas las perspectivas del saber, y el
Derecho también tiene cabida en ella, pues no sólo se trata de que el autor
tuviera conocimientos jurídicos; Jonathan Harker, personaje coprotagonista del
libro, es abogado, y acude a los sombríos montes Cárpatos, en las profundidades
europeas, para cerrar con un noble que allí reside un negocio inmobiliario,
actuando por representación de su principal. En este punto, ya se deja entrever
el conocimiento de Stoker en materia de Derecho privado, pues trata con minuciosidad
los aspectos de la actuación desarrollada por Harker al efecto de perfeccionar
con Drácula el negocio inmobiliario mediante representación. Pero más allá de
este ámbito, existe una cuestión muy relevante en la novela referente a la
plasmación de uno de los principios de la convivencia internacional: el de
hospitalidad, una vez que se produce el tránsito de personas entre Estados.
Harker llega al castillo
transilvano para ser recibido por un ser imbuido de poder, perteneciente a la
nobleza, magnético, atractivo, culto y sumamente educado. La situación de
Harker es la del extranjero ante el Estado de acogida, y es aquí donde Drácula
es presentado como un magnífico anfitrión. Esto es, la recepción es acogedora,
desde un punto de vista meramente teórico, formal. Sin embargo, la situación,
una vez abiertas las fronteras del castillo, cambia de forma radical. Una vez
dentro de la casa del anfitrión, es cuando aquel poder y magnetismo dan su
verdadera cara, surgiendo la sangre y la oscuridad devoradora de todo a su
paso. Drácula, que algún día aparentó benevolencia, es la encarnación del mal,
y pasa de ser un acogedor a ser un secuestrador, deseando perpetuarse a costa
de la vida de quienes acudieron a su presencia, convirtiendo aquella supuesta
hospitalidad en hostilidad.
Principio vertebrador del
Derecho Internacional habría de ser el de la hospitalidad, en su vertiente de la
necesidad de habilitar los mecanismos necesarios para que quienes, por
diferentes razones, se desplazan de un territorio soberano a otro, cuenten en
éste con auténticos derechos y garantías. Como ocurre en la novela de Stoker,
la ruptura de las relaciones pacíficas y estables se produce cuando esa
hospitalidad es una mera entelequia, una simulación, y el responsable de la
acogida la pervierte para transformarla en hostilidad, aprovechando su poder y
la ventaja de un entorno conocido para él, pero inhóspito para el extranjero.
Si, conforme al artículo 6
de la Declaración Universal “Toda persona
tiene derecho, en todas partes, al reconocimiento de su personalidad jurídica”,
ello implica que la acogida deberá ser plena, es decir, contener no sólo
una vana apertura de puertas, sino también el reconocimiento de los derechos
inherentes a la personalidad, y sus correspondientes garantías, como se ha
procurado desde el ámbito comunitario europeo. En otro caso, la metáfora
contenida en la obra de Stoker será una realidad, y Drácula cobrará vida a
través de la forma de comportarse de los Estados ante una sociedad, cada vez
más, nómada o itinerante, no siempre de forma voluntaria.
“Una vez más, bienvenido a mi casa. Ven libremente, sal con seguridad; deja
algo de la felicidad que traes.” (Drácula, Bram Stoker)
Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación