sábado, 1 de septiembre de 2018

Marco Aurelio: un ideal filosófico-jurídico aplicado a la política


Marco Aurelio (121-180) encarnó el ideal del pensamiento y la política, ya apuntado por Platón: fue el emperador filósofo, el hombre que conjugó la dirección del Imperio Romano con el ejercicio de la filosofía estoica, erigiéndose en una figura, primero atípica en el devenir del ejercicio del poder en Roma, no precisamente caracterizado por la altura moral (hecho que finalmente avocó a la destrucción progresiva y desde dentro del Imperio) y además, en muy buena medida, recordada y ansiada en tiempos recientes, al considerarse como un modelo que debiera ser objeto de un noble espíritu de emulación.

Desde el plano jurídico, la posición de Marco Aurelio fue la de concebir el Derecho en el marco de su ajuste a la naturaleza humana, que considera fundada en una situación de igualdad material (así, fue un emperador que facilitó el mecanismo de manumisión de los esclavos, al entender que éstos eran hombres, no cosas, y en consecuencia libres e iguales), de modo que respetar la Ley era equivalente a respetar la naturaleza humana, en definitiva, a obtener un escenario seguro de convivencia, salvación individual y evolución pacífica.

Marco Aurelio es especialmente conocido por ser el autor de Meditaciones, una obra en la que aplica las concepciones estoicas y de la moral al ejercicio del poder político (entre otros campos) siendo así que algunos autores se refieren a ella como la “Biblia del pagano”, dada su repercusión y pragmatismo desde lo ético, con separación de lo religioso; pero aún más, desde mi punto de vista es también un imprescindible manual de Derecho político, confeccionado por quien se consideró un servidor de la sociedad, y repudió filosóficamente la prepotencia, la arbitrariedad y el nepotismo:

-    Posicionó a la educación pública como lo prioritario, el servicio esencial, buscando la calidad de la enseñanza a través de los mejores profesores.
-    Despreció absolutamente la tiranía, que fundamentaba en la bajeza moral, en la envidia y la hipocresía.
-    El emperador era el primer servidor público, encargado de velar por la prestación de los servicios a la sociedad, dotado de humildad y ajeno a la vanidad del poder, concibiéndose a sí mismo como un instrumento para acometer y garantizar la correcta prestación de los servicios, y velando siempre por el correcto gasto del erario de los ciudadanos, canalizándolo hacia sus necesidades. Estimó por lo tanto la corrupción como el más execrable de los males, con una raíz de perversión personal y efectos perjudiciales hacia toda la sociedad que lo soporta.

De nuevo, se comprueba que el Derecho, aplicado a lo público, no puede desprenderse de los valores, de la moral, de la ética, pues en ello nace y se diferencia la naturaleza del hombre.

Bien es cierto que las propuestas de Marco Aurelio se vieron encorsetadas en la inercia de un Imperio compuesto por muchas personas dotadas de poder e influencia y con varios frentes abiertos, que cristalizaron posteriormente en la crisis que lo hizo desaparecer, precisamente basada en una debilidad propiciada por la carcoma que supuso la desviación del recto ejercicio del poder, y que favoreció que las invasiones terminaran por derrumbar a un gigante cuyos pies, en otro tiempo magníficos, ya se habían vuelto de barro.
  
«No es recto colocar frente a lo que es el bien de la razón y de la sociedad ninguna otra cosa distinta, como el elogio de la mayoría, los cargos, la riqueza, los disfrutes de distintos placeres. Cualquiera de ellas, aunque parezca que la acomodas algún tiempo, al punto se apodera de ti y te desvía».




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación

miércoles, 1 de agosto de 2018

Albert Camus: la encrucijada existencialista del Derecho


Albert Camus (1913-1960), filósofo francés y Premio Nobel de Literatura, fue un pensador influido por el existencialismo y el nihilismo alemanes, de los que partió para elaborar su propia teoría, llamada “del absurdo”, al ubicar al hombre en una realidad que no responde a los anhelos de trascendencia que se buscan de un modo persistente, desesperado, en buena medida para alumbrar con la luz de la esperanza las injusticias y la irracionalidad de caracterizan al mundo. Sin embargo, pese a tales intentos denonados de explicar los hechos positivos sobre la base de sus posibles fundamentos metafísicos, estas razones no existen y no soportan la menor crítica inteligente, pues frente a las preguntas sobre la trascendencia de los actos humanos, la realidad responde con silencio e indiferencia, enmarcando en el único e inexistente plano de los deseos esas aspiraciones de altura moral de la realidad. Sin embargo, el hombre es un ser dotado de valores y de dignidad, cuya vida consiste en luchar contra el absurdo que le rodea y no rendirse ante la injusticia y la muerte, siendo la razón de ser de la vida la propia dignidad y valentía del hombre para afrontarla; es por ello que Albert Camus siempre alabó el ánimo revolucionario del hombre, en definitiva su espíritu combativo hacia la opresión, hacia la injusticia radical.

Lógicamente, la obra de Camus permite extraer una concepción del Derecho. En primer lugar, derivado de su teoría del absurdo, el filósofo despoja de todo factor trascendente a la creación de las normas jurídicas y su aplicación práctica, rechazando de plano cualquier forma de iusnaturalismo. El Derecho nace de la realidad tangible y se aplica en el marco de esa realidad.  Pero al mismo tiempo, esa norma positiva nace de una realidad absurda, en cierto modo cruel e irracional, que además responde a una plasmación que no necesariamente es objetiva (aunque se presente como tal), sino fruto de la consideración del legislador humano que se ubica y forma parte de esa misma realidad.

Ante esta disyuntiva, con oposición tanto al iusnaturalismo como al positivismo jurídico (pues el primero es imposible y el segundo una ficción), la explicación del Derecho en Camus se ubica en un tertium genus, en una concepción original: la ambivalencia del hombre, su carácter unas veces temperamental y otras veces reflexivo, en muy buena y determinante medida condicionado por los sentimientos, y por lo tanto sujeto a la misma deriva insegura e injusta (con puntuales destellos de acierto) en la toma de las decisiones en cuanto a la aplicación de la norma al caso concreto, que el propio mundo del absurdo en la que esas decisiones jurídicas tienen lugar, pues participan de él de una forma inseparable.

Por ello, conociendo la naturaleza humana, la más aséptica acción de la Justicia consistirá en juzgar no la culpabilidad de los actos del sujeto, sino si tales actos son, sin más, compatibles con la vida en sociedad. De este modo, se evitará que el enjuiciamiento de cualquier hecho se presente como una batalla de emociones o sentimientos entre todos los actores del proceso, pues por su condición humana, participan de ella por más que pretendan mostrarse objetivos, siendo además necesario que en el enjuiciamiento de la conducta, se comprenda y visualice al justiciable en su condición humana, con la misma ambigüedad, para comprender el por qué de su proceder y evitar que el acto del juicio se convierta en un ataque feroz, en un linchamiento, rechazando asimismo la pena de muerte. Esta línea de pensamiento entronca, incuestionablemente, con dos de los principios más básicos del proceso penal: la presunción de inocencia y el in dubio pro reo.
  
“La única manera de lidiar con este mundo sin libertad es volverte tan absolutamente libre que tu mera existencia sea un acto de rebelión”.





Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.



domingo, 1 de julio de 2018

Ortega y Gasset: la desesperación como origen del Derecho


José Ortega y Gasset, gran filósofo español (Madrid, 1883 - 1955), catedrático de Metafísica, ensayista y diputado en Cortes por León en la II República, fue el impulsor del raciovitalismo, conforme al cual la concepción de la filosofía se anuda a la vida de cada individuo, evolucionando con su propia razón, que le hace apreciar su experiencia como la única realidad, siendo su concepción en cualquier caso fragmentaria o limitada, pues la conciencia humana también lo es, respondiendo sólo a algo “dado” por parte del ser fundamental o “el todo”, el que explica la verdadera razón de ser del mundo, de la realidad. Es célebre la expresión orteguiana “yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”, siendo la circunstancia el camino para concebir la realidad por cada sujeto, acorde con el referido raciovitalismo, y a su vez la senda para entender el carácter relativo de la apreciación de la realidad por parte de cada individuo (perspectivismo).

Ortega no fue ajeno al fenómeno del Derecho. Más allá de consideraciones de naturaleza política, enmarcadas en los acontecimientos de entonces -su circunstancia-, desde un plano general, Ortega consideró que el nacimiento del Derecho, que otros pensadores habían estimado como una aséptica lógica consecuencia de la vida del hombre en sociedad, procedía de la desesperanza humana, de la incapacidad racionalizada y comprendida por el hombre de no llegar por otros medios a soluciones pacíficas, por lo que resultaba imprescindible crear un sistema que permitiera la convivencia y evitara la natural confrontación:

"El Derecho presupone la desesperanza ante lo humano. Cuando los hombres llegan a desconfiar mutuamente de su propia humanidad, procuran interponer entre sí, para poder tratarse y traficar, algo premeditadamente inhumano: la ley".

Por lo tanto, el Derecho en Ortega es, desde luego, fruto de la sociedad, obra humana, pero tampoco desvinculada del denominado Derecho Natural, pues la fragmentaria conciencia individual es capaz de hacer surgir, de concebir, un sistema normativo que dirija la vida colectiva, consciente del conflicto inevitable y de la desesperación derivada de esa apreciación de la realidad; esa noción o concepto jurídico se encuentra en el mundo de las ideas, surge de manera innata, y por lo tanto es algo “dado”, procedente del ser fundamental.

La fuente del Derecho se encuentra, de este modo, no en la norma jurídica ni en su apreciación por los jueces, sino en la conciencia social, a la que llega de la forma expuesta. Así lo relata el propio filósofo:

"Para que el Derecho o una rama del Derecho exista es preciso, primero, que  algunos hombres especialmente inspirados, descubran ciertas ideas o principios de Derecho; segundo, la propaganda o expansión de esas ideas de Derecho sobre la colectividad en cuestión; tercero, que esa expansión llegue de tal modo a ser predominante, que aquellas ideas de Derecho se consoliden en forma de opinión pública. Entonces y solo entonces podemos hablar, en la plenitud del término, de Derecho, es decir, de norma vigente. No importa que no haya legislador, no importa que no haya jueces. Si aquellas ideas señorearan de verdad las almas, actuaran inevitablemente como instancias para la conducta a las que se puede recurrir, y esta es la verdadera sustancia del Derecho".




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

viernes, 1 de junio de 2018

Sócrates y el respeto a la ley como principio rector de la vida


Sócrates (470 - 399 a.C.) es reconocido como el pensador de mayor influencia en la filosofía de la Grecia clásica, tanto por sus propias aportaciones, como por la determinante base intelectual que constituyó en sus discípulos.

La  concepción del Derecho en Sócrates tiene una especial relevancia, pues este pensador llevó su concepto de la Ley (y por extensión del principio de legalidad) a su propia vida, predicando con el ejemplo. Es sabido que Sócrates fue juzgado e injustamente condenado a muerte, pena que acató sin resistencia. El hecho probado por el que se le condenó fue el enseñar a la sociedad a ser crítica, a pensar a través de dialéctica y mayéutica, lo que fue derivado al cargo de “corromper a la juventud”.

La Ley en Sócrates es el fundamento indiscutible de la convivencia. Absolutamente nadie se encuentra por encima de ella. De modo que su aplicación responde a la plasmación de las garantías fundamentales que permiten la vida en sociedad. Se trata de un concepto de la Ley como norma perfecta en sí misma, indiscutible en toda su extensión y contenidos.

El problema de la injusticia no procede, para Sócrates, de la Ley o del ordenamiento jurídico de una forma apriorística; no existe diferencia entre lo legal y lo legítimo, pues la norma democrática siempre es legítima, esto es, existe una identidad entre el Derecho Natural (la ética, la moral social) y el Derecho Positivo, de modo que las leyes nacidas en el seno de la democracia  adquieren un estatus de perfección. La injusticia tiene lugar entonces, según Sócrates, en la aplicación de las normas jurídicas, es decir, en el momento en el que se produce la intervención (por otro lado, siempre necesaria) del razonamiento humano, de la argumentación jurídica.

Así pues, cabe la posibilidad de que los razonamientos humanos que conlleven a subsumir una acción o un hecho en una norma jurídica no sean acertados, bien por error o bien de una forma intencionada, siendo esa tarea argumentativa la causante de trasladar los efectos de una norma a un hecho que no los merece, dando lugar al concepto más genuino de injusticia. Este resultado, como se comprende, no procede de la Ley, sino de su aplicación, por lo que la injusticia es, en definitiva, obra del hombre, no de la Ley. Las leyes democráticas nunca serán injustas (pues con los debidos procedimientos se amoldan a la ética social) como sí pueden serlo los quehaceres humanos, entre los que se encuentra la misma aplicación del Derecho Positivo. Este es el motivo por el que Sócrates escogió la muerte antes que quebrantar la norma, que le fue aplicada a través de una argumentación, no siendo la causante de la injusticia la Ley, sino la valoración que de la misma se hizo para aplicarle en todo caso la pena derivada de ella. Por esta razón, uno de los legados de Sócrates es enseñar a reflexionar sobre las consecuencias de la actividad humana respecto de la propia Ley, cuando ésta no es respetada; residenciando los problemas, la injusticia, no en la Ley, sino en los hombres.

“Es peor llevar a cabo una injusticia que padecerla, ya que quien la comete se transforma en injusto pero el otro, no.”   




  Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid 
  Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

martes, 1 de mayo de 2018

Immanuel Kant: la norma penal como imperativo categórico


Immanuel Kant (1724-1804), filósofo prusiano considerado fundador del criticismo y quizá el más relevante pensador de todos los tiempos, estableció un sistema fundamentado en el llamado imperativo categórico, un mandamiento que rige todos los aspectos y campos de la actividad del ser humano. Este mandato es de naturaleza ética, y de general observancia, con independencia de orientaciones, creencias o ideologías. Se define como “aquella proposición que declara a una acción (u omisión) como necesaria”.

Al afirmar que el imperativo categórico está presente en todas las dimensiones de la vida humana, incluye desde luego al Derecho, y particularmente al Derecho Penal.

Para Kant, la norma penal es un imperativo categórico. Y tal vez el de mayor importancia pues tiene una dimensión doble, comprendiendo todas las facetas del concepto. Lo es porque en la misma, su razón no se halla en una mera hipótesis o criterio moral sostenido sólo por ciertos sectores, sino que tiene un fundamento universal, incuestionable o indiscutible. De la ley penal nacen una serie de deberes para toda la sociedad, deberes que resultan irrefutables:

-     El deber de no cometer la conducta típicamente antijurídica, es decir, de no cometer el hecho típico, de no perpetrar el delito. Este deber se dirige al autor de los hechos, al sujeto activo.
-     El deber de imponer la pena en el caso del incumplimiento del primero de los deberes. Este deber se dirige al Juez.

Ambos casos son imperativos categóricos, deberes éticos que configuran y determinan la razón de ser de la proposición normativa (la ley penal), contemplando a su vez los dos tipos de imperativo: por omisión (el deber de no cometer el delito) y por acción (el deber de imponer la pena). Por ello, es importante aclarar que para Kant la pena en sí misma no es un imperativo categórico, como sí lo es su imposición (el acto, la acción de penar) sólo si se quebranta el primer imperativo, que consiste en no abstenerse de cometer el delito. De modo que el Estado, como ius puniendi, está legitimado desde una perspectiva ética para la imposición de la pena ante el quebrantamiento del deber (también ético) de no cometer el delito.

Al cometer el delito, y con ello vulnerar el imperativo categórico inicial, el sujeto activo quebranta el motivo de estimar la no comisión del delito como tal imperativo, que resulta incuestionable: el sujeto rompe el contrato social que permite la convivencia, y se posiciona en un estado de naturaleza, generando un daño no sólo a la víctima, titular del bien jurídico protegido, sino a la sociedad conjunta. La ruptura del contrato social es un prius que fundamenta todo reproche penal, y se encuentra en la base de toda norma jurídica sancionadora, pues se sanciona, se impone una pena, como consecuencia de actuar en contra del imperativo categórico, en absoluto hipotético, sino indiscutible, con independencia de la singularidad de la acción y del bien jurídico concreto que se lesione con ella, pues siempre y en todo caso el delincuente ataca a la sociedad y a la pacífica convivencia en su seno.

De nuevo se comprueba como el Derecho no puede separarse de la ética y que aquel llamado Derecho Natural sigue siendo el valedor de la legitimidad de la norma jurídica y de su efecto sancionador.
  
“Obra sólo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal. Obra como si la máxima de tu acción pudiera convertirse por tu voluntad en una ley universal de la naturaleza.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

domingo, 1 de abril de 2018

René Descartes: el método aplicado al Derecho


René Descartes (1596-1650), padre de la Filosofía moderna, concibió un planteamiento de resolución de problemas fundamentado de modo exclusivo en la razón, sin intervención de factor alguno ajeno a la capacidad humana para obtener soluciones a cualquier tipo de controversia. El método, de evidente raíz matemática, conlleva a ubicar cualquier respuesta en el interior del intelecto humano, alcanzando la certeza y la explicación de todos los conceptos por medio de la deducción.

Con Descartes se origina el iusnaturalismo racionalista, haciendo del razonamiento humano la base de la legitimidad del Derecho y por ende de la norma escrita, configurando un Derecho Natural innato en el hombre, vinculado a su esencia, y no imbuido desde una fuente ajena, como la revelación de los escolásticos. La verdad de Descartes es, bien una certeza a la que se llega por el razonamiento (y si no se alcanza, tal certeza o verdad no existe) o bien por el innatismo, pues existen ideas con las que el hombre nace y que se acreditan a medida que las razona en el contexto de su madurez y experiencia. Sólo es necesario pensar y aplicar el método deductivo para demostrar la verdad.

Desde un punto de vista procesal, el método cartesiano es determinante en la valoración de la prueba, y en su práctica surgen todos y cada uno de los principios del sistema racionalista sentados por Descartes: se parte de la duda metódica y universal, en el caso del proceso esta duda consiste en la existencia y verdad del hecho objeto de enjuiciamiento, y es por medio del mecanismo de la deducción o inferencia mediata a través de hechos colindantes de donde se extrae la verdad de lo acontecido, acreditando el hecho, determinándose de este modo su carácter de hecho probado y con ello la integración del tipo objetivo del injusto, en el caso del proceso penal.

No se trata de adquirir la certeza del hecho a través de la mera intuición (es decir, a través de la revelación), sino de forma deductiva, aplicando la argumentación y el razonamiento a aquellos factores concomitantes y simples que combinados entre sí conllevan a acreditar la existencia del hecho. Sólo a través de la inferencia deductiva, del razonamiento, que resulta mediata por cuanto surge de la consideración de varios elementos objetivos se llega al grado de confirmación de la verdad a través de una conclusión.

Como se ve, Duda, Deducción y Conclusión son los fundamentos del método de René Descartes, y la base de la práctica de la prueba en el proceso. Y desde una perspectiva aún más elevada, los mismos conceptos resultan de aplicación al fundamento del proceso penal, pues la presunción de inocencia es la plasmación jurídica de la duda metódica y universal, siendo preciso demostrar la verdad de la culpabilidad (hecho dubitado) a través del razonamiento acusatorio (deducción) que conlleve a la condena en sentencia (conclusión). 

“Para ser un buscador de la verdad es necesario que al menos una vez en tu vida dudes, tanto como sea posible, de todas las cosas”





Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.



jueves, 1 de marzo de 2018

Marco Tulio Cicerón: un hombre frente a la quiebra del poder


Marco Tulio Cicerón (106-43 a.C.), referente inmortal para los juristas y pensadores de todos los tiempos, fue una mente preclara y muestra de ello es que sus enseñanzas resultan de un sentido práctico evidente en pleno siglo XXI.

Hombre de vasta formación, vivió en una Roma sacudida por luchas de poder y por el progresivo deterioro de los pilares de un sistema de convivencia que se había configurado como modélico, transformado, en fin, en una mera entelequia, un trampantojo, una mera caja de resonancia de decisiones unilaterales revestidas de formalismo.

Nuevamente, y es algo que debe subrayarse, nos encontramos ante un pensador que no desliga sus tesis del necesario recurso al Derecho Natural, a los valores universales que deben regir la vida en sociedad, por encima de toda ley positiva, de modo que el vulnerar estos principios inherentes a través de la ley escrita no es sino un atentado contra la sociedad y un verdadero acto inicial de corrupción, sin perjuicio de su posterior ejecución mediante las decisiones políticas y los actos administrativos. Cicerón fue hombre de pensamiento ecléctico, con una base estoica determinante, lo que le llevó a clamar por la necesaria moral pública subyacente a toda decisión del poder. Consciente, por su estoicismo, de la realidad del ejercicio de poder, ligada a la naturaleza humana y a sus ambivalencias entre la luz y la oscuridad, entendía que encontrar una persona incorruptible, sabia, justa, y que buscase el bien común por encima del suyo propio lindaba en lo onírico; por ello Cicerón siempre prefirió una forma mixta de ejercicio del poder, a través de los mejores o más preparados, que llevaran a la práctica los valores de sapientia, consilium y prudentia, pero siempre contando con el pueblo, y controlados por él, equilibrando de este modo el uso del poder.

El dirigente ha de ser una persona íntegra como primera y fundamental virtud, base de todas las demás; de coraje para adoptar justas decisiones; culta e inteligente en su discurso y dotado de sensatez para no separarse del camino marcado por la moral pública, a su vez materializada en las leyes positivas.

Es muy interesante destacar (y no sólo porque lo viviera en una Roma carcomida) que Cicerón ya manifestó no sólo la necesidad de tener al poder contenido mediante un sistema de contrapesos, sino la legitimidad para el alzamiento social frente a los actos quebrantadores de la moralidad pública, que suponen tanto una deshonra para la ley a la que instrumentalizan al efecto de obtener eficacia obligatoria de sus arbitrarias decisiones, así como el germen de la misma destrucción del Estado.

“El buen ciudadano es aquel que no puede tolerar en su patria un poder que pretende hacerse superior a las leyes”.



Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.