jueves, 1 de noviembre de 2018

Edgar Allan Poe: de los Crímenes de la Calle Morgue a la prueba indiciaria en el proceso penal


“Fijados bien en nuestro pensamiento los puntos sobre los cuales he llamado su atención (la voz peculiar, la insólita agilidad y la sorprendente falta de motivo en un crimen de una atrocidad tan singular como éste), examinemos por sí misma esta carnicería. Nos encontramos con una mujer estrangulada con las manos y metida cabeza abajo en una chimenea. Normalmente, los criminales no emplean semejante procedimiento de asesinato. En el violento modo de introducir el cuerpo en la chimenea habrá usted de admitir que hay algo excesivamente exagerado, algo que está en desacuerdo con nuestras corrientes nociones respecto a los actos humanos, aun cuando supongamos que los autores de este crimen sean los seres más depravados. Por otra parte, piense usted cuán enorme debe de haber sido la fuerza que logró introducir tan violentamente el cuerpo hacia arriba en una abertura como aquélla, por cuanto los esfuerzos unidos de varias personas apenas si lograron sacarlo de ella.”

El anterior fragmento de la novela Los crímenes de la calle Morgue, obra de Edgar Allan Poe, escritor romántico y gótico norteamericano (1809-1849), precursor de la narrativa policiaca y sobre todo del relato corto, esto es, del género de los cuentos, ejemplifica de un modo claro cuál ha de ser el método aplicable para el esclarecimiento de la autoría e imputación de los hechos a su responsable, mediante la deducción, llegando a una solución única y no susceptible de otras hipótesis que la desvirtúen.

La trama general de la novela versa sobre las pesquisas realizadas para esclarecer dos brutales asesinatos, y sin perjuicio del desenlace final, con la averiguación de su autor, no exento de sorpresa para el lector, lo cierto es que detrás de ese hallazgo y su confirmación (que no expondré aquí para evitar descubrir un elemento decisivo de la obra) puede concluirse que esa era la única posibilidad realista y lógica, la conclusión a la que todas las pruebas llevaban sin ningún género de dudas.

Edgar Allan Poe reviste de riqueza literaria y de ominosidad gótica al relato de los hechos, pero en verdad Los crímenes de la calle Morgue plantea la situación como un problema matemático, con sus premisas iniciales y sus variables, y de un modo muy próximo al científico, tras todas las pruebas efectuadas (y son muy diversas, desde la inspección ocular hasta las testificales) se llega a la conclusión única posible, propia de la ciencia matemática, sin género de dudas, consistente aquí en la imputación objetiva de los hechos a su responsable.

Para alcanzar esa convicción, resulta imprescindible aplicar el razonamiento humano, la sana crítica del investigador, fundamentada en su experiencia, para enlazar los diferentes indicios en una concatenación que llegue a desvirtuar la presunción de inocencia. Para conseguirlo, es necesario que o bien cualquier otro planteamiento no sea lógicamente posible en la realidad, o bien su conclusión sea prácticamente idéntica.

La lectura de esta obra es por ello un ejemplo muy ilustrativo de la plasmación de la prueba indiciaria en el proceso penal, de su técnica y de sus requisitos de validez, ya que el relato los expone absolutamente todos, y los enlaza de forma concomitante a cómo ha de efectuarse en el foro procesal y con arreglo a las exigencias del Tribunal Supremo (por todas, STS 6 de octubre de 2015):

"PRIMERO.- En el motivo primero, con amparo en el art. 852 LECrim., considera infringido el derecho fundamental a la presunción de inocencia (art. 24.2 C.E.). 1. Alega que no existió prueba de cargo que implicara al recurrente en los hechos delictivos por los que se le acusa, y la existente, de naturaleza indirecta, fue insuficiente para enervar dicho derecho presuntivo. El Tribunal Supremo y el Constitucional han venido exigiendo rigurosos requisitos para que la prueba indiciaria tenga la capacidad de desvirtuar el derecho a la presunción de inocencia y que en este caso no concurrían. 2. Esta Sala de casación ha repetido hasta la saciedad que la prueba de indicios posee plena virtualidad, aun siendo única, para desvirtuar el derecho presuntivo reconocido por el art. 24 de nuestra Constitución. Cierto es que, como garantía probatoria ha exigido unos condicionamientos para que pueda surtir efectos, sin perjuicio de que la valoración última de la suficiencia la determine el Tribunal sentenciador. "La prueba indiciaria, circunstancial o indirecta es suficiente para justificar la participación en el hecho punible, siempre que reúna unos determinados requisitos, que esta Sala, recogiendo principios interpretativos del Tribunal Constitucional, ha repetido insistentemente. Tales exigencias se pueden concretar en las siguientes:

1) De carácter formal: a) que en la sentencia se expresen cuáles son los hechos base o indicios que se estimen plenamente acreditados y que van a servir de fundamento a la deducción o inferencia; b) que la sentencia haya explicitado el razonamiento a través del cual, partiendo de los indicios, se ha llegado a la convicción del acaecimiento del hecho punible y la participación en el mismo del acusado, explicitación, que aún cuando pueda ser sucinta o escueta se hace imprescindible en el caso de prueba indiciaria, precisamente para posibilitar el control casacional de la racionalidad de la inferencia.

2) Desde el punto de vista material es preciso cumplir unos requisitos que se refieren tanto a los indicios en sí mismos, como a la deducción o inferencia.

Respecto a los indicios es necesario:

a) que estén plenamente acreditados.

b) de naturaleza inequívocamente acusatoria.

c) que sean plurales o siendo único que posea una singular potencia acreditativa.

d) que sean concomitantes al hecho que se trate de probar.

e) que estén interrelacionados, cuando sean varios, de modo que se refuercen entre sí.

En cuanto a la deducción o inferencia es preciso:

a) que sea razonable, es decir, que no solamente no sea arbitraria, absurda e infundada, sino que responda plenamente a las reglas de la lógica y la experiencia.

b) que de los hechos base acreditados fluya, como conclusión natural, el dato precisado de acreditar, existiendo entre ambos un "enlace preciso y directo según las reglas del criterio humano". 

“La experiencia ha demostrado, y una verdadera filosofía siempre mostrará, que una gran porción de verdad, tal vez la más grande, surge de lo aparentemente irrelevante” (Edgar Allan Poe).




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación

lunes, 1 de octubre de 2018

Herman Melville: la metáfora jurídica de Billy Budd, marinero


Herman Melville, escritor estadounidense (1819-1891), afamado por ser el autor de Moby Dick, cuenta asimismo en su obra con la novela titulada Billy Budd, marinero, en la que se describe la historia del joven Billy Budd, quien entra a formar parte de la tripulación del barco dirigido por el Capitán Vere. El nuevo marinero, de rostro angelical, impronta personal destacable y cuidadas formas, comenzó a prestar sus funciones bajo el mandato del jefe de marineros  Claggart, un ser resentido, amargado y envidioso que lo odiaba profundamente, al ser consciente de su manifiesta inferioridad, a todos los niveles, respecto del recién llegado. Claggart acusó falsamente a Billy Budd de intento de amotinar a la tripulación, y en el careo al que el Capitán Vere sometió a ambos, Billy Budd, impotente ante la falsa acusación, y dado que tenía dificultades para el habla, sin poder defenderse dialécticamente, golpeó a Claggart, quien cayó al suelo, y como consecuencia de la caída, murió. Vere sometió a Billy Budd a un juicio sumarísimo, en el que le fue aplicada la normativa naval, y resultó condenado a muerte, ejecutándose la sentencia. Vere justificó su actuación en el cumplimiento estricto de la legalidad, pero en su lecho de muerte, sus últimas palabras fueron “Billy Budd”.

El relato de Billy Budd, marinero, erige a Herman Melville en un filósofo del Derecho. Sin perjuicio de las valoraciones específicas, desde la óptica actual, sobre si fueron respetadas todas las garantías procesales del acusado (pues la indefensión en el momento de articular su defensa es patente) y si la calificación de los hechos acontecidos merecía, por su aplicación al caso concreto, la pena máxima (evidentemente el homicidio de Claggart fue preterintencional, esto es, en el resultado antijurídico sobrevinieron circunstancias ajenas a la voluntad del sujeto activo), en el trasfondo de la novela se encuentra la consideración del Derecho Positivo como un instrumento necesario para regir la vida humana, pero que, a diferencia del pensamiento iuspositivista estricto, conforme al cual el sistema jurídico se autorregula y rige constituyéndose en el paradigma de la Justicia por su propia esencia objetiva, la realidad que expone Melville es que en el caso concreto, en la situación que se valora, quien aplica la norma (y que puede ser Vere, como cualquier otra persona; el propio lector), tiene un cargo de conciencia hasta el final de sus días.

Con ello, la conclusión a la que se llega es doble: por un lado, que el Derecho, como instrumento que es, puede ser utilizado de una forma perversa, de modo que esa autosuficiencia que predican los iuspositivistas es falsa; y por otro, que cualquier aplicación del Derecho no se puede separar de la equidad, esto es, y al margen de términos jurídicos, de la moral y de la verdadera Justicia, que como valor, trasciende a la norma positiva, y es la razón de su legitimidad, de modo que una aplicación del Derecho que no sea virtuosa lo convierte en una monstruosidad, en un burdo intento de legalizar un acto vil. De nuevo, como vemos, el imprescindible Derecho Natural vuelve a ser invocado para evitar que el aforismo “summum ius, summa iniuria” se convierta en una moneda de curso corriente.

Billy Budd, marinero es una obra que deberían leer todos los estudiantes de Derecho en el primer curso de la carrera, como fue mi caso, en la asignatura de Derecho Natural, pues es de aquellas útiles lecturas que nunca se olvidan. 

“Cuando se declara la guerra ¿se nos consulta previamente a nosotros, los combatientes encargados de ella? Luchamos cumpliendo órdenes. Si nuestro juicio aprueba la guerra, es mera coincidencia”.




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 



sábado, 1 de septiembre de 2018

Marco Aurelio: un ideal filosófico-jurídico aplicado a la política


Marco Aurelio (121-180) encarnó el ideal del pensamiento y la política, ya apuntado por Platón: fue el emperador filósofo, el hombre que conjugó la dirección del Imperio Romano con el ejercicio de la filosofía estoica, erigiéndose en una figura, primero atípica en el devenir del ejercicio del poder en Roma, no precisamente caracterizado por la altura moral (hecho que finalmente avocó a la destrucción progresiva y desde dentro del Imperio) y además, en muy buena medida, recordada y ansiada en tiempos recientes, al considerarse como un modelo que debiera ser objeto de un noble espíritu de emulación.

Desde el plano jurídico, la posición de Marco Aurelio fue la de concebir el Derecho en el marco de su ajuste a la naturaleza humana, que considera fundada en una situación de igualdad material (así, fue un emperador que facilitó el mecanismo de manumisión de los esclavos, al entender que éstos eran hombres, no cosas, y en consecuencia libres e iguales), de modo que respetar la Ley era equivalente a respetar la naturaleza humana, en definitiva, a obtener un escenario seguro de convivencia, salvación individual y evolución pacífica.

Marco Aurelio es especialmente conocido por ser el autor de Meditaciones, una obra en la que aplica las concepciones estoicas y de la moral al ejercicio del poder político (entre otros campos) siendo así que algunos autores se refieren a ella como la “Biblia del pagano”, dada su repercusión y pragmatismo desde lo ético, con separación de lo religioso; pero aún más, desde mi punto de vista es también un imprescindible manual de Derecho político, confeccionado por quien se consideró un servidor de la sociedad, y repudió filosóficamente la prepotencia, la arbitrariedad y el nepotismo:

-    Posicionó a la educación pública como lo prioritario, el servicio esencial, buscando la calidad de la enseñanza a través de los mejores profesores.
-    Despreció absolutamente la tiranía, que fundamentaba en la bajeza moral, en la envidia y la hipocresía.
-    El emperador era el primer servidor público, encargado de velar por la prestación de los servicios a la sociedad, dotado de humildad y ajeno a la vanidad del poder, concibiéndose a sí mismo como un instrumento para acometer y garantizar la correcta prestación de los servicios, y velando siempre por el correcto gasto del erario de los ciudadanos, canalizándolo hacia sus necesidades. Estimó por lo tanto la corrupción como el más execrable de los males, con una raíz de perversión personal y efectos perjudiciales hacia toda la sociedad que lo soporta.

De nuevo, se comprueba que el Derecho, aplicado a lo público, no puede desprenderse de los valores, de la moral, de la ética, pues en ello nace y se diferencia la naturaleza del hombre.

Bien es cierto que las propuestas de Marco Aurelio se vieron encorsetadas en la inercia de un Imperio compuesto por muchas personas dotadas de poder e influencia y con varios frentes abiertos, que cristalizaron posteriormente en la crisis que lo hizo desaparecer, precisamente basada en una debilidad propiciada por la carcoma que supuso la desviación del recto ejercicio del poder, y que favoreció que las invasiones terminaran por derrumbar a un gigante cuyos pies, en otro tiempo magníficos, ya se habían vuelto de barro.
  
«No es recto colocar frente a lo que es el bien de la razón y de la sociedad ninguna otra cosa distinta, como el elogio de la mayoría, los cargos, la riqueza, los disfrutes de distintos placeres. Cualquiera de ellas, aunque parezca que la acomodas algún tiempo, al punto se apodera de ti y te desvía».




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación

miércoles, 1 de agosto de 2018

Albert Camus: la encrucijada existencialista del Derecho


Albert Camus (1913-1960), filósofo francés y Premio Nobel de Literatura, fue un pensador influido por el existencialismo y el nihilismo alemanes, de los que partió para elaborar su propia teoría, llamada “del absurdo”, al ubicar al hombre en una realidad que no responde a los anhelos de trascendencia que se buscan de un modo persistente, desesperado, en buena medida para alumbrar con la luz de la esperanza las injusticias y la irracionalidad de caracterizan al mundo. Sin embargo, pese a tales intentos denonados de explicar los hechos positivos sobre la base de sus posibles fundamentos metafísicos, estas razones no existen y no soportan la menor crítica inteligente, pues frente a las preguntas sobre la trascendencia de los actos humanos, la realidad responde con silencio e indiferencia, enmarcando en el único e inexistente plano de los deseos esas aspiraciones de altura moral de la realidad. Sin embargo, el hombre es un ser dotado de valores y de dignidad, cuya vida consiste en luchar contra el absurdo que le rodea y no rendirse ante la injusticia y la muerte, siendo la razón de ser de la vida la propia dignidad y valentía del hombre para afrontarla; es por ello que Albert Camus siempre alabó el ánimo revolucionario del hombre, en definitiva su espíritu combativo hacia la opresión, hacia la injusticia radical.

Lógicamente, la obra de Camus permite extraer una concepción del Derecho. En primer lugar, derivado de su teoría del absurdo, el filósofo despoja de todo factor trascendente a la creación de las normas jurídicas y su aplicación práctica, rechazando de plano cualquier forma de iusnaturalismo. El Derecho nace de la realidad tangible y se aplica en el marco de esa realidad.  Pero al mismo tiempo, esa norma positiva nace de una realidad absurda, en cierto modo cruel e irracional, que además responde a una plasmación que no necesariamente es objetiva (aunque se presente como tal), sino fruto de la consideración del legislador humano que se ubica y forma parte de esa misma realidad.

Ante esta disyuntiva, con oposición tanto al iusnaturalismo como al positivismo jurídico (pues el primero es imposible y el segundo una ficción), la explicación del Derecho en Camus se ubica en un tertium genus, en una concepción original: la ambivalencia del hombre, su carácter unas veces temperamental y otras veces reflexivo, en muy buena y determinante medida condicionado por los sentimientos, y por lo tanto sujeto a la misma deriva insegura e injusta (con puntuales destellos de acierto) en la toma de las decisiones en cuanto a la aplicación de la norma al caso concreto, que el propio mundo del absurdo en la que esas decisiones jurídicas tienen lugar, pues participan de él de una forma inseparable.

Por ello, conociendo la naturaleza humana, la más aséptica acción de la Justicia consistirá en juzgar no la culpabilidad de los actos del sujeto, sino si tales actos son, sin más, compatibles con la vida en sociedad. De este modo, se evitará que el enjuiciamiento de cualquier hecho se presente como una batalla de emociones o sentimientos entre todos los actores del proceso, pues por su condición humana, participan de ella por más que pretendan mostrarse objetivos, siendo además necesario que en el enjuiciamiento de la conducta, se comprenda y visualice al justiciable en su condición humana, con la misma ambigüedad, para comprender el por qué de su proceder y evitar que el acto del juicio se convierta en un ataque feroz, en un linchamiento, rechazando asimismo la pena de muerte. Esta línea de pensamiento entronca, incuestionablemente, con dos de los principios más básicos del proceso penal: la presunción de inocencia y el in dubio pro reo.
  
“La única manera de lidiar con este mundo sin libertad es volverte tan absolutamente libre que tu mera existencia sea un acto de rebelión”.





Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.



domingo, 1 de julio de 2018

Ortega y Gasset: la desesperación como origen del Derecho


José Ortega y Gasset, gran filósofo español (Madrid, 1883 - 1955), catedrático de Metafísica, ensayista y diputado en Cortes por León en la II República, fue el impulsor del raciovitalismo, conforme al cual la concepción de la filosofía se anuda a la vida de cada individuo, evolucionando con su propia razón, que le hace apreciar su experiencia como la única realidad, siendo su concepción en cualquier caso fragmentaria o limitada, pues la conciencia humana también lo es, respondiendo sólo a algo “dado” por parte del ser fundamental o “el todo”, el que explica la verdadera razón de ser del mundo, de la realidad. Es célebre la expresión orteguiana “yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”, siendo la circunstancia el camino para concebir la realidad por cada sujeto, acorde con el referido raciovitalismo, y a su vez la senda para entender el carácter relativo de la apreciación de la realidad por parte de cada individuo (perspectivismo).

Ortega no fue ajeno al fenómeno del Derecho. Más allá de consideraciones de naturaleza política, enmarcadas en los acontecimientos de entonces -su circunstancia-, desde un plano general, Ortega consideró que el nacimiento del Derecho, que otros pensadores habían estimado como una aséptica lógica consecuencia de la vida del hombre en sociedad, procedía de la desesperanza humana, de la incapacidad racionalizada y comprendida por el hombre de no llegar por otros medios a soluciones pacíficas, por lo que resultaba imprescindible crear un sistema que permitiera la convivencia y evitara la natural confrontación:

"El Derecho presupone la desesperanza ante lo humano. Cuando los hombres llegan a desconfiar mutuamente de su propia humanidad, procuran interponer entre sí, para poder tratarse y traficar, algo premeditadamente inhumano: la ley".

Por lo tanto, el Derecho en Ortega es, desde luego, fruto de la sociedad, obra humana, pero tampoco desvinculada del denominado Derecho Natural, pues la fragmentaria conciencia individual es capaz de hacer surgir, de concebir, un sistema normativo que dirija la vida colectiva, consciente del conflicto inevitable y de la desesperación derivada de esa apreciación de la realidad; esa noción o concepto jurídico se encuentra en el mundo de las ideas, surge de manera innata, y por lo tanto es algo “dado”, procedente del ser fundamental.

La fuente del Derecho se encuentra, de este modo, no en la norma jurídica ni en su apreciación por los jueces, sino en la conciencia social, a la que llega de la forma expuesta. Así lo relata el propio filósofo:

"Para que el Derecho o una rama del Derecho exista es preciso, primero, que  algunos hombres especialmente inspirados, descubran ciertas ideas o principios de Derecho; segundo, la propaganda o expansión de esas ideas de Derecho sobre la colectividad en cuestión; tercero, que esa expansión llegue de tal modo a ser predominante, que aquellas ideas de Derecho se consoliden en forma de opinión pública. Entonces y solo entonces podemos hablar, en la plenitud del término, de Derecho, es decir, de norma vigente. No importa que no haya legislador, no importa que no haya jueces. Si aquellas ideas señorearan de verdad las almas, actuaran inevitablemente como instancias para la conducta a las que se puede recurrir, y esta es la verdadera sustancia del Derecho".




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

viernes, 1 de junio de 2018

Sócrates y el respeto a la ley como principio rector de la vida


Sócrates (470 - 399 a.C.) es reconocido como el pensador de mayor influencia en la filosofía de la Grecia clásica, tanto por sus propias aportaciones, como por la determinante base intelectual que constituyó en sus discípulos.

La  concepción del Derecho en Sócrates tiene una especial relevancia, pues este pensador llevó su concepto de la Ley (y por extensión del principio de legalidad) a su propia vida, predicando con el ejemplo. Es sabido que Sócrates fue juzgado e injustamente condenado a muerte, pena que acató sin resistencia. El hecho probado por el que se le condenó fue el enseñar a la sociedad a ser crítica, a pensar a través de dialéctica y mayéutica, lo que fue derivado al cargo de “corromper a la juventud”.

La Ley en Sócrates es el fundamento indiscutible de la convivencia. Absolutamente nadie se encuentra por encima de ella. De modo que su aplicación responde a la plasmación de las garantías fundamentales que permiten la vida en sociedad. Se trata de un concepto de la Ley como norma perfecta en sí misma, indiscutible en toda su extensión y contenidos.

El problema de la injusticia no procede, para Sócrates, de la Ley o del ordenamiento jurídico de una forma apriorística; no existe diferencia entre lo legal y lo legítimo, pues la norma democrática siempre es legítima, esto es, existe una identidad entre el Derecho Natural (la ética, la moral social) y el Derecho Positivo, de modo que las leyes nacidas en el seno de la democracia  adquieren un estatus de perfección. La injusticia tiene lugar entonces, según Sócrates, en la aplicación de las normas jurídicas, es decir, en el momento en el que se produce la intervención (por otro lado, siempre necesaria) del razonamiento humano, de la argumentación jurídica.

Así pues, cabe la posibilidad de que los razonamientos humanos que conlleven a subsumir una acción o un hecho en una norma jurídica no sean acertados, bien por error o bien de una forma intencionada, siendo esa tarea argumentativa la causante de trasladar los efectos de una norma a un hecho que no los merece, dando lugar al concepto más genuino de injusticia. Este resultado, como se comprende, no procede de la Ley, sino de su aplicación, por lo que la injusticia es, en definitiva, obra del hombre, no de la Ley. Las leyes democráticas nunca serán injustas (pues con los debidos procedimientos se amoldan a la ética social) como sí pueden serlo los quehaceres humanos, entre los que se encuentra la misma aplicación del Derecho Positivo. Este es el motivo por el que Sócrates escogió la muerte antes que quebrantar la norma, que le fue aplicada a través de una argumentación, no siendo la causante de la injusticia la Ley, sino la valoración que de la misma se hizo para aplicarle en todo caso la pena derivada de ella. Por esta razón, uno de los legados de Sócrates es enseñar a reflexionar sobre las consecuencias de la actividad humana respecto de la propia Ley, cuando ésta no es respetada; residenciando los problemas, la injusticia, no en la Ley, sino en los hombres.

“Es peor llevar a cabo una injusticia que padecerla, ya que quien la comete se transforma en injusto pero el otro, no.”   




  Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid 
  Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

martes, 1 de mayo de 2018

Immanuel Kant: la norma penal como imperativo categórico


Immanuel Kant (1724-1804), filósofo prusiano considerado fundador del criticismo y quizá el más relevante pensador de todos los tiempos, estableció un sistema fundamentado en el llamado imperativo categórico, un mandamiento que rige todos los aspectos y campos de la actividad del ser humano. Este mandato es de naturaleza ética, y de general observancia, con independencia de orientaciones, creencias o ideologías. Se define como “aquella proposición que declara a una acción (u omisión) como necesaria”.

Al afirmar que el imperativo categórico está presente en todas las dimensiones de la vida humana, incluye desde luego al Derecho, y particularmente al Derecho Penal.

Para Kant, la norma penal es un imperativo categórico. Y tal vez el de mayor importancia pues tiene una dimensión doble, comprendiendo todas las facetas del concepto. Lo es porque en la misma, su razón no se halla en una mera hipótesis o criterio moral sostenido sólo por ciertos sectores, sino que tiene un fundamento universal, incuestionable o indiscutible. De la ley penal nacen una serie de deberes para toda la sociedad, deberes que resultan irrefutables:

-     El deber de no cometer la conducta típicamente antijurídica, es decir, de no cometer el hecho típico, de no perpetrar el delito. Este deber se dirige al autor de los hechos, al sujeto activo.
-     El deber de imponer la pena en el caso del incumplimiento del primero de los deberes. Este deber se dirige al Juez.

Ambos casos son imperativos categóricos, deberes éticos que configuran y determinan la razón de ser de la proposición normativa (la ley penal), contemplando a su vez los dos tipos de imperativo: por omisión (el deber de no cometer el delito) y por acción (el deber de imponer la pena). Por ello, es importante aclarar que para Kant la pena en sí misma no es un imperativo categórico, como sí lo es su imposición (el acto, la acción de penar) sólo si se quebranta el primer imperativo, que consiste en no abstenerse de cometer el delito. De modo que el Estado, como ius puniendi, está legitimado desde una perspectiva ética para la imposición de la pena ante el quebrantamiento del deber (también ético) de no cometer el delito.

Al cometer el delito, y con ello vulnerar el imperativo categórico inicial, el sujeto activo quebranta el motivo de estimar la no comisión del delito como tal imperativo, que resulta incuestionable: el sujeto rompe el contrato social que permite la convivencia, y se posiciona en un estado de naturaleza, generando un daño no sólo a la víctima, titular del bien jurídico protegido, sino a la sociedad conjunta. La ruptura del contrato social es un prius que fundamenta todo reproche penal, y se encuentra en la base de toda norma jurídica sancionadora, pues se sanciona, se impone una pena, como consecuencia de actuar en contra del imperativo categórico, en absoluto hipotético, sino indiscutible, con independencia de la singularidad de la acción y del bien jurídico concreto que se lesione con ella, pues siempre y en todo caso el delincuente ataca a la sociedad y a la pacífica convivencia en su seno.

De nuevo se comprueba como el Derecho no puede separarse de la ética y que aquel llamado Derecho Natural sigue siendo el valedor de la legitimidad de la norma jurídica y de su efecto sancionador.
  
“Obra sólo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal. Obra como si la máxima de tu acción pudiera convertirse por tu voluntad en una ley universal de la naturaleza.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.