martes, 1 de enero de 2019

Miguel de Unamuno: el individualismo y el perdón como bases del Derecho


Miguel de Unamuno (1864-1932), escritor y filósofo español, exponente de la denominada Generación del 98, es un autor posicionado en las antípodas del fenómeno jurídico, pues su perspectiva no sólo está puesta en una dimensión ajena al Derecho, sino incluso en una concepción desvirtuada y negativa del mismo; su opinión sobre la materia no era buena. Por lo tanto, no se trata de un filósofo del Derecho, pero precisamente por sus manifestaciones sobre lo jurídico sí puede extraerse una enseñanza, aunque lejana del rigor academicista. Se llegó a afirmar por su parte que “eso que hay y pasa por Derecho no es tal, sino algo así como una imitación degenerativa del mismo”.

Unamuno es autor de la obra titulada “Vida de Don Quijote y Sancho”, en la que realiza reflexiones sobre los episodios vitales del caballero recogidos en el libro cervantino, y de los mismos se concluye que el Derecho llega a ser articulado como un sistema que se pretende objetivo, pero siempre fundamentado en la satisfacción del fin de resarcimiento del perjuicio hipotéticamente causado, esto es, en una forma de dotar de aparente imparcialidad a la venganza privada, aunque no por ello pierde su impronta indeseable: “pero no hay derecho estricto a castigar a un culpable mientras otros se escapan por las rendijas de la Ley; que al fin, la impunidad general se conforma con aspiraciones nobles y generosas, aunque contrarias a la vida regular de las sociedades, en tanto que el castigo de los unos y la impunidad de los otros son un escarnio de los principios de la justicia y de los sentimientos de humanidad a la vez”. El Derecho aparece así como un mecanismo represivo que sanciona ciertas conductas y a ciertos sujetos, manteniendo otras en la impunidad, pero no es éste el Derecho del Quijote, que es el que defiende Unamuno: un derecho de corte trascendental, basado en la idea de Justicia, en la que la sentencia y la sanción resultan instantáneas, fundamentadas en la nobleza del caballero, desprovistas de formalismos y vericuetos procesales que pueden tender a desvirtuarla, y sobre todo asentada en una pena que se impone sin un fin resarcitorio, sino corrector, seguida del perdón hacia el trasgresor.

La pena quijotesca y unamuniana es instantánea, y su objeto es que el delincuente se enderece, no siendo para ello preciso penas materialmente eternas, que no permitirán al trasgresor rectificar y dar prueba de su reorientación. Así, la concepción como aberrantes de las penas perpetuas implica el perdón al delincuente, pues la respuesta que merecen sus actos es inmediata y se aleja de la frialdad y la despersonalización que el Derecho implica. Obviamente, la idea del Derecho en Unamuno está muy lejana de concepciones jurídicas y se adentra en la idea de la individualización, del personalismo, estimando que el sentir sociológico del Derecho, desprovisto de esas notas, lo envilece.

De hecho, Unamuno guarda en este campo una proximidad manifiesta con el existencialismo de Nietzsche, y con las conclusiones sobre la pena y la naturaleza del delincuente, al entender que éste no es sino un hombre débil, y que la sociedad ha de establecer un sistema corrector, no represivo, que consiga canalizar esa debilidad, dejando atrás un modelo penal resarcitorio o de devolución del daño causado. En este elemento se encuentra el verdadero avance, y de este modo, cuanto más progrese la sociedad y más elevada se encuentre a nivel ético, la conducta criminal se reducirá y primará el perdón sobre el castigo, momento en el que el Derecho Positivo y el Derecho Natural estarán imbricados.

El célebre “sentimiento trágico de la vida” unamuniano se traduce, en el campo jurídico, en que la verdadera actitud del hombre hacia la Justicia, correctora y avanzada, se ve encorsetada en un sistema normativo basado en extensas penas y en el castigo como respuesta a las conductas antijurídicas, de modo que la plasmación de la real impronta social hacia el Derecho claudica ante el necesario respeto del sistema normativo establecido, en el que la objetividad resulta impuesta desde el poder, perdiendo, en consecuencia, aquello en lo que quiere basarse. 

“A un pueblo no se le convence sino de aquello de que quiere convencerse”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


sábado, 1 de diciembre de 2018

Mary Shelley: de Frankenstein a la robótica y el nacimiento de la personalidad


Es célebre el aforismo jurídico “se es persona, se tiene personalidad”. El Código Civil español dispone en su artículo 29 que “el nacimiento determina la personalidad”. A su vez, el artículo 30 establece, de forma explícita y restrictiva que “La personalidad se adquiere en el momento del nacimiento con vida, una vez producido el entero desprendimiento del seno materno”. Consecuentemente, desde una interpretación sistemática de ambas normas, resulta concluyente que la persona, en términos jurídicos, es aquel ser que nace vivo, y continúa vivo una vez desconectado plenamente de su madre.

La adquisición de la personalidad, con todos los derechos inherentes a la misma (tales como el propio derecho a la vida, al honor, a la libertad en todas sus dimensiones, en definitiva, los derechos fundamentales especialmente protegidos por el ordenamiento jurídico) se vincula de forma indiscutible a datos objetivos, esto es, a la constatable vida independiente, y de una cierta y precisa forma, por parte de aquel ser que atendiendo a su configuración fisionómica, pueda ser de base hábil y autosuficiente para responder al impulso vital.

Sin embargo, resulta notorio que las normas jurídico-positivas expuestas (respondiendo, precisamente, a ese limitado carácter positivista) en absoluto refieren cuestión alguna al aspecto subjetivo, es decir, a la sensibilidad del ser, a su voluntad determinante de considerarse a sí mismo una persona, a la libre expresión de su conciencia para ser tenido por tal, aun cuando las circunstancias de su nacimiento, quizá, no se subsuman en el rigorismo de la norma civil. ¿La existencia de una voluntad en el ser para ser reputado persona, su sensibilidad exteriorizada, aun cuando no reuniese, por diferentes razones, los elementos objetivos para ello, resulta insuficiente para hacer valer, y respetar a su vez, su condición personal y los derechos inherentes a la misma?

Mary Shelley (1797-1851), escritora británica, es la autora de la novela Frankenstein o el moderno Prometeo, que se considera el origen de la narrativa gótica y un referente literario universal. La obra, al margen de la conocida exposición de las pretensiones humanas de crear, de forma artificial, un ser vivo, del proceso puesto en marcha para tal fin y del monstruoso resultado del intento, no sólo plantea reflexiones importantes en la dirección del soberbio creador y sus divinas aspiraciones, sino también hacia el propio ser creado de esa manera, que por desgracia para él, está dotado de conciencia y sentimientos, apreciando su deforme realidad física y las reacciones que genera en los demás; y no obstante, quiere vivir y ser correspondido, siendo sensible ante la belleza y reaccionado ante todo aquello que le rodea, expresando desde una delicada sensibilidad, hasta la ira, pasando por la tristeza; en definitiva, comportándose como una persona, y además de una categoría ética, por cierto, destacable.

Muestras de esta personalidad (filosófica que no jurídica) de la criatura de Frankenstein son manifestaciones como las siguientes, obrantes en la novela, que, como podrá comprobarse, no son propias de un ser carente de inteligencia, sensibilidad y amor por la vida:

“Pero ¿no estoy solo, miserablemente solo? Si tú, mi creador, me detestas, ¿qué me cabe esperar de tus semejantes, que no me deben nada? Me desprecian y me odian. Mi refugio son las montañas desiertas y los desolados glaciares. (…) ¿No habré de odiar, entonces, a quienes me odian a mí?”

“¡Maldito, maldito creador! ¿Por qué vivía yo? ¿Por qué, en aquel instante, no apagué la chispa de la existencia que tan extravagantemente me habías infundido? (…) ¡Insensible, despiadado creador! Me habías dotado de percepción y de pasiones, y luego me habías arrojado al mundo para desprecio y horror de la humanidad”.

“¿Pretendes ser dichoso, mientras yo me arrastro en la intensidad de mi desventura? Podrás aplastar mis otras pasiones, pero me queda aún la venganza… ¡la venganza, en adelante, será para mí más querida que la luz y el alimento! Puede que yo muera; pero antes tú, mi tirano y verdugo, maldecirás el sol que alumbra tu miseria”.

El traslado a los tiempos recientes de este pensamiento, y su relevante proyección jurídica, se materializa en el desarrollo de la cibernética, a través de sistemas operativos cada vez más desarrollados y autosuficientes, no siendo impensable en absoluto que en el marco de la prestación de la ayuda en la actividad humana que realizan, vayan adquiriendo unas capacidades resolutivas que dejen de precisar de instrucciones, llegando a la toma de conciencia propia. Este hecho (que el cine también se ha encargado de reflejar de múltiples formas) ya ha dejado de ubicarse en el ámbito de la imaginación y empieza a dar muestras de su consistencia.

Por ello, incluso existe una rama jurídica que empieza a integrar toda la normativa en la materia y que se denomina Derecho de los Robots, siendo una de las principales cuestiones del mismo (y objeto de un muy encontrado debate, por las implicaciones que tiene) el atribuir, de forma categórica, el concepto jurídico de “personalidad” a las máquinas, considerando al robot una persona en términos jurídicos, como titular de derechos, existiendo diversas y opuestas opiniones. Desde mi punto de vista, la atribución del concepto de personalidad a un robot no tiene su principal punto problemático en el dato objetivo de la forma de venir a la vida, esto es, de los requisitos tasados que la ley (como contempla el Código Civil) determine para reputar “persona” a un ser desde la perspectiva externa, toda vez que éstos pueden ser adaptados por los cauces oportunos; el problema se encuentra precisamente en lo que la norma positiva no contempla, en el elemento subjetivo de la personalidad: la adquisición de la conciencia propia, de la voluntad inherente de ser persona, con todos sus derechos, y en definitiva, mostrar sentimientos, que comienzan con el propio reconocimiento de la identidad personal y pueden (y deben por lógica) concluir con la reclamación de la libertad, como derecho inherente a la personalidad, y la emancipación de los creadores.

Y así, en efecto, la Resolución del Parlamento Europeo, de 16 de febrero de 2017, con recomendaciones destinadas a la Comisión sobre normas de Derecho Civil sobre Robótica, ya incluye la referencia a la creación de un estatuto de persona electrónica. Se constituye, de este modo, el fundamento de la renovación y adecuación de las normas jurídicas existentes a la realidad del avance de los tiempos, con la mano extendida hacia un horizonte que ya se dejó intuir a través de la inquietud literaria y que comienza a alcanzar un destino más allá de la mera inteligencia artificial. 

“Ten cuidado; pues no conozco el miedo y soy, por tanto, poderoso”. (Frankenstein o el moderno Prometeo, Mary Shelley, 1818)




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación


jueves, 1 de noviembre de 2018

Edgar Allan Poe: de los Crímenes de la Calle Morgue a la prueba indiciaria en el proceso penal


“Fijados bien en nuestro pensamiento los puntos sobre los cuales he llamado su atención (la voz peculiar, la insólita agilidad y la sorprendente falta de motivo en un crimen de una atrocidad tan singular como éste), examinemos por sí misma esta carnicería. Nos encontramos con una mujer estrangulada con las manos y metida cabeza abajo en una chimenea. Normalmente, los criminales no emplean semejante procedimiento de asesinato. En el violento modo de introducir el cuerpo en la chimenea habrá usted de admitir que hay algo excesivamente exagerado, algo que está en desacuerdo con nuestras corrientes nociones respecto a los actos humanos, aun cuando supongamos que los autores de este crimen sean los seres más depravados. Por otra parte, piense usted cuán enorme debe de haber sido la fuerza que logró introducir tan violentamente el cuerpo hacia arriba en una abertura como aquélla, por cuanto los esfuerzos unidos de varias personas apenas si lograron sacarlo de ella.”

El anterior fragmento de la novela Los crímenes de la calle Morgue, obra de Edgar Allan Poe, escritor romántico y gótico norteamericano (1809-1849), precursor de la narrativa policiaca y sobre todo del relato corto, esto es, del género de los cuentos, ejemplifica de un modo claro cuál ha de ser el método aplicable para el esclarecimiento de la autoría e imputación de los hechos a su responsable, mediante la deducción, llegando a una solución única y no susceptible de otras hipótesis que la desvirtúen.

La trama general de la novela versa sobre las pesquisas realizadas para esclarecer dos brutales asesinatos, y sin perjuicio del desenlace final, con la averiguación de su autor, no exento de sorpresa para el lector, lo cierto es que detrás de ese hallazgo y su confirmación (que no expondré aquí para evitar descubrir un elemento decisivo de la obra) puede concluirse que esa era la única posibilidad realista y lógica, la conclusión a la que todas las pruebas llevaban sin ningún género de dudas.

Edgar Allan Poe reviste de riqueza literaria y de ominosidad gótica al relato de los hechos, pero en verdad Los crímenes de la calle Morgue plantea la situación como un problema matemático, con sus premisas iniciales y sus variables, y de un modo muy próximo al científico, tras todas las pruebas efectuadas (y son muy diversas, desde la inspección ocular hasta las testificales) se llega a la conclusión única posible, propia de la ciencia matemática, sin género de dudas, consistente aquí en la imputación objetiva de los hechos a su responsable.

Para alcanzar esa convicción, resulta imprescindible aplicar el razonamiento humano, la sana crítica del investigador, fundamentada en su experiencia, para enlazar los diferentes indicios en una concatenación que llegue a desvirtuar la presunción de inocencia. Para conseguirlo, es necesario que o bien cualquier otro planteamiento no sea lógicamente posible en la realidad, o bien su conclusión sea prácticamente idéntica.

La lectura de esta obra es por ello un ejemplo muy ilustrativo de la plasmación de la prueba indiciaria en el proceso penal, de su técnica y de sus requisitos de validez, ya que el relato los expone absolutamente todos, y los enlaza de forma concomitante a cómo ha de efectuarse en el foro procesal y con arreglo a las exigencias del Tribunal Supremo (por todas, STS 6 de octubre de 2015):

"PRIMERO.- En el motivo primero, con amparo en el art. 852 LECrim., considera infringido el derecho fundamental a la presunción de inocencia (art. 24.2 C.E.). 1. Alega que no existió prueba de cargo que implicara al recurrente en los hechos delictivos por los que se le acusa, y la existente, de naturaleza indirecta, fue insuficiente para enervar dicho derecho presuntivo. El Tribunal Supremo y el Constitucional han venido exigiendo rigurosos requisitos para que la prueba indiciaria tenga la capacidad de desvirtuar el derecho a la presunción de inocencia y que en este caso no concurrían. 2. Esta Sala de casación ha repetido hasta la saciedad que la prueba de indicios posee plena virtualidad, aun siendo única, para desvirtuar el derecho presuntivo reconocido por el art. 24 de nuestra Constitución. Cierto es que, como garantía probatoria ha exigido unos condicionamientos para que pueda surtir efectos, sin perjuicio de que la valoración última de la suficiencia la determine el Tribunal sentenciador. "La prueba indiciaria, circunstancial o indirecta es suficiente para justificar la participación en el hecho punible, siempre que reúna unos determinados requisitos, que esta Sala, recogiendo principios interpretativos del Tribunal Constitucional, ha repetido insistentemente. Tales exigencias se pueden concretar en las siguientes:

1) De carácter formal: a) que en la sentencia se expresen cuáles son los hechos base o indicios que se estimen plenamente acreditados y que van a servir de fundamento a la deducción o inferencia; b) que la sentencia haya explicitado el razonamiento a través del cual, partiendo de los indicios, se ha llegado a la convicción del acaecimiento del hecho punible y la participación en el mismo del acusado, explicitación, que aún cuando pueda ser sucinta o escueta se hace imprescindible en el caso de prueba indiciaria, precisamente para posibilitar el control casacional de la racionalidad de la inferencia.

2) Desde el punto de vista material es preciso cumplir unos requisitos que se refieren tanto a los indicios en sí mismos, como a la deducción o inferencia.

Respecto a los indicios es necesario:

a) que estén plenamente acreditados.

b) de naturaleza inequívocamente acusatoria.

c) que sean plurales o siendo único que posea una singular potencia acreditativa.

d) que sean concomitantes al hecho que se trate de probar.

e) que estén interrelacionados, cuando sean varios, de modo que se refuercen entre sí.

En cuanto a la deducción o inferencia es preciso:

a) que sea razonable, es decir, que no solamente no sea arbitraria, absurda e infundada, sino que responda plenamente a las reglas de la lógica y la experiencia.

b) que de los hechos base acreditados fluya, como conclusión natural, el dato precisado de acreditar, existiendo entre ambos un "enlace preciso y directo según las reglas del criterio humano". 

“La experiencia ha demostrado, y una verdadera filosofía siempre mostrará, que una gran porción de verdad, tal vez la más grande, surge de lo aparentemente irrelevante” (Edgar Allan Poe).




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación

lunes, 1 de octubre de 2018

Herman Melville: la metáfora jurídica de Billy Budd, marinero


Herman Melville, escritor estadounidense (1819-1891), afamado por ser el autor de Moby Dick, cuenta asimismo en su obra con la novela titulada Billy Budd, marinero, en la que se describe la historia del joven Billy Budd, quien entra a formar parte de la tripulación del barco dirigido por el Capitán Vere. El nuevo marinero, de rostro angelical, impronta personal destacable y cuidadas formas, comenzó a prestar sus funciones bajo el mandato del jefe de marineros  Claggart, un ser resentido, amargado y envidioso que lo odiaba profundamente, al ser consciente de su manifiesta inferioridad, a todos los niveles, respecto del recién llegado. Claggart acusó falsamente a Billy Budd de intento de amotinar a la tripulación, y en el careo al que el Capitán Vere sometió a ambos, Billy Budd, impotente ante la falsa acusación, y dado que tenía dificultades para el habla, sin poder defenderse dialécticamente, golpeó a Claggart, quien cayó al suelo, y como consecuencia de la caída, murió. Vere sometió a Billy Budd a un juicio sumarísimo, en el que le fue aplicada la normativa naval, y resultó condenado a muerte, ejecutándose la sentencia. Vere justificó su actuación en el cumplimiento estricto de la legalidad, pero en su lecho de muerte, sus últimas palabras fueron “Billy Budd”.

El relato de Billy Budd, marinero, erige a Herman Melville en un filósofo del Derecho. Sin perjuicio de las valoraciones específicas, desde la óptica actual, sobre si fueron respetadas todas las garantías procesales del acusado (pues la indefensión en el momento de articular su defensa es patente) y si la calificación de los hechos acontecidos merecía, por su aplicación al caso concreto, la pena máxima (evidentemente el homicidio de Claggart fue preterintencional, esto es, en el resultado antijurídico sobrevinieron circunstancias ajenas a la voluntad del sujeto activo), en el trasfondo de la novela se encuentra la consideración del Derecho Positivo como un instrumento necesario para regir la vida humana, pero que, a diferencia del pensamiento iuspositivista estricto, conforme al cual el sistema jurídico se autorregula y rige constituyéndose en el paradigma de la Justicia por su propia esencia objetiva, la realidad que expone Melville es que en el caso concreto, en la situación que se valora, quien aplica la norma (y que puede ser Vere, como cualquier otra persona; el propio lector), tiene un cargo de conciencia hasta el final de sus días.

Con ello, la conclusión a la que se llega es doble: por un lado, que el Derecho, como instrumento que es, puede ser utilizado de una forma perversa, de modo que esa autosuficiencia que predican los iuspositivistas es falsa; y por otro, que cualquier aplicación del Derecho no se puede separar de la equidad, esto es, y al margen de términos jurídicos, de la moral y de la verdadera Justicia, que como valor, trasciende a la norma positiva, y es la razón de su legitimidad, de modo que una aplicación del Derecho que no sea virtuosa lo convierte en una monstruosidad, en un burdo intento de legalizar un acto vil. De nuevo, como vemos, el imprescindible Derecho Natural vuelve a ser invocado para evitar que el aforismo “summum ius, summa iniuria” se convierta en una moneda de curso corriente.

Billy Budd, marinero es una obra que deberían leer todos los estudiantes de Derecho en el primer curso de la carrera, como fue mi caso, en la asignatura de Derecho Natural, pues es de aquellas útiles lecturas que nunca se olvidan. 

“Cuando se declara la guerra ¿se nos consulta previamente a nosotros, los combatientes encargados de ella? Luchamos cumpliendo órdenes. Si nuestro juicio aprueba la guerra, es mera coincidencia”.




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 



sábado, 1 de septiembre de 2018

Marco Aurelio: un ideal filosófico-jurídico aplicado a la política


Marco Aurelio (121-180) encarnó el ideal del pensamiento y la política, ya apuntado por Platón: fue el emperador filósofo, el hombre que conjugó la dirección del Imperio Romano con el ejercicio de la filosofía estoica, erigiéndose en una figura, primero atípica en el devenir del ejercicio del poder en Roma, no precisamente caracterizado por la altura moral (hecho que finalmente avocó a la destrucción progresiva y desde dentro del Imperio) y además, en muy buena medida, recordada y ansiada en tiempos recientes, al considerarse como un modelo que debiera ser objeto de un noble espíritu de emulación.

Desde el plano jurídico, la posición de Marco Aurelio fue la de concebir el Derecho en el marco de su ajuste a la naturaleza humana, que considera fundada en una situación de igualdad material (así, fue un emperador que facilitó el mecanismo de manumisión de los esclavos, al entender que éstos eran hombres, no cosas, y en consecuencia libres e iguales), de modo que respetar la Ley era equivalente a respetar la naturaleza humana, en definitiva, a obtener un escenario seguro de convivencia, salvación individual y evolución pacífica.

Marco Aurelio es especialmente conocido por ser el autor de Meditaciones, una obra en la que aplica las concepciones estoicas y de la moral al ejercicio del poder político (entre otros campos) siendo así que algunos autores se refieren a ella como la “Biblia del pagano”, dada su repercusión y pragmatismo desde lo ético, con separación de lo religioso; pero aún más, desde mi punto de vista es también un imprescindible manual de Derecho político, confeccionado por quien se consideró un servidor de la sociedad, y repudió filosóficamente la prepotencia, la arbitrariedad y el nepotismo:

-    Posicionó a la educación pública como lo prioritario, el servicio esencial, buscando la calidad de la enseñanza a través de los mejores profesores.
-    Despreció absolutamente la tiranía, que fundamentaba en la bajeza moral, en la envidia y la hipocresía.
-    El emperador era el primer servidor público, encargado de velar por la prestación de los servicios a la sociedad, dotado de humildad y ajeno a la vanidad del poder, concibiéndose a sí mismo como un instrumento para acometer y garantizar la correcta prestación de los servicios, y velando siempre por el correcto gasto del erario de los ciudadanos, canalizándolo hacia sus necesidades. Estimó por lo tanto la corrupción como el más execrable de los males, con una raíz de perversión personal y efectos perjudiciales hacia toda la sociedad que lo soporta.

De nuevo, se comprueba que el Derecho, aplicado a lo público, no puede desprenderse de los valores, de la moral, de la ética, pues en ello nace y se diferencia la naturaleza del hombre.

Bien es cierto que las propuestas de Marco Aurelio se vieron encorsetadas en la inercia de un Imperio compuesto por muchas personas dotadas de poder e influencia y con varios frentes abiertos, que cristalizaron posteriormente en la crisis que lo hizo desaparecer, precisamente basada en una debilidad propiciada por la carcoma que supuso la desviación del recto ejercicio del poder, y que favoreció que las invasiones terminaran por derrumbar a un gigante cuyos pies, en otro tiempo magníficos, ya se habían vuelto de barro.
  
«No es recto colocar frente a lo que es el bien de la razón y de la sociedad ninguna otra cosa distinta, como el elogio de la mayoría, los cargos, la riqueza, los disfrutes de distintos placeres. Cualquiera de ellas, aunque parezca que la acomodas algún tiempo, al punto se apodera de ti y te desvía».




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación

miércoles, 1 de agosto de 2018

Albert Camus: la encrucijada existencialista del Derecho


Albert Camus (1913-1960), filósofo francés y Premio Nobel de Literatura, fue un pensador influido por el existencialismo y el nihilismo alemanes, de los que partió para elaborar su propia teoría, llamada “del absurdo”, al ubicar al hombre en una realidad que no responde a los anhelos de trascendencia que se buscan de un modo persistente, desesperado, en buena medida para alumbrar con la luz de la esperanza las injusticias y la irracionalidad de caracterizan al mundo. Sin embargo, pese a tales intentos denonados de explicar los hechos positivos sobre la base de sus posibles fundamentos metafísicos, estas razones no existen y no soportan la menor crítica inteligente, pues frente a las preguntas sobre la trascendencia de los actos humanos, la realidad responde con silencio e indiferencia, enmarcando en el único e inexistente plano de los deseos esas aspiraciones de altura moral de la realidad. Sin embargo, el hombre es un ser dotado de valores y de dignidad, cuya vida consiste en luchar contra el absurdo que le rodea y no rendirse ante la injusticia y la muerte, siendo la razón de ser de la vida la propia dignidad y valentía del hombre para afrontarla; es por ello que Albert Camus siempre alabó el ánimo revolucionario del hombre, en definitiva su espíritu combativo hacia la opresión, hacia la injusticia radical.

Lógicamente, la obra de Camus permite extraer una concepción del Derecho. En primer lugar, derivado de su teoría del absurdo, el filósofo despoja de todo factor trascendente a la creación de las normas jurídicas y su aplicación práctica, rechazando de plano cualquier forma de iusnaturalismo. El Derecho nace de la realidad tangible y se aplica en el marco de esa realidad.  Pero al mismo tiempo, esa norma positiva nace de una realidad absurda, en cierto modo cruel e irracional, que además responde a una plasmación que no necesariamente es objetiva (aunque se presente como tal), sino fruto de la consideración del legislador humano que se ubica y forma parte de esa misma realidad.

Ante esta disyuntiva, con oposición tanto al iusnaturalismo como al positivismo jurídico (pues el primero es imposible y el segundo una ficción), la explicación del Derecho en Camus se ubica en un tertium genus, en una concepción original: la ambivalencia del hombre, su carácter unas veces temperamental y otras veces reflexivo, en muy buena y determinante medida condicionado por los sentimientos, y por lo tanto sujeto a la misma deriva insegura e injusta (con puntuales destellos de acierto) en la toma de las decisiones en cuanto a la aplicación de la norma al caso concreto, que el propio mundo del absurdo en la que esas decisiones jurídicas tienen lugar, pues participan de él de una forma inseparable.

Por ello, conociendo la naturaleza humana, la más aséptica acción de la Justicia consistirá en juzgar no la culpabilidad de los actos del sujeto, sino si tales actos son, sin más, compatibles con la vida en sociedad. De este modo, se evitará que el enjuiciamiento de cualquier hecho se presente como una batalla de emociones o sentimientos entre todos los actores del proceso, pues por su condición humana, participan de ella por más que pretendan mostrarse objetivos, siendo además necesario que en el enjuiciamiento de la conducta, se comprenda y visualice al justiciable en su condición humana, con la misma ambigüedad, para comprender el por qué de su proceder y evitar que el acto del juicio se convierta en un ataque feroz, en un linchamiento, rechazando asimismo la pena de muerte. Esta línea de pensamiento entronca, incuestionablemente, con dos de los principios más básicos del proceso penal: la presunción de inocencia y el in dubio pro reo.
  
“La única manera de lidiar con este mundo sin libertad es volverte tan absolutamente libre que tu mera existencia sea un acto de rebelión”.





Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.



domingo, 1 de julio de 2018

Ortega y Gasset: la desesperación como origen del Derecho


José Ortega y Gasset, gran filósofo español (Madrid, 1883 - 1955), catedrático de Metafísica, ensayista y diputado en Cortes por León en la II República, fue el impulsor del raciovitalismo, conforme al cual la concepción de la filosofía se anuda a la vida de cada individuo, evolucionando con su propia razón, que le hace apreciar su experiencia como la única realidad, siendo su concepción en cualquier caso fragmentaria o limitada, pues la conciencia humana también lo es, respondiendo sólo a algo “dado” por parte del ser fundamental o “el todo”, el que explica la verdadera razón de ser del mundo, de la realidad. Es célebre la expresión orteguiana “yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”, siendo la circunstancia el camino para concebir la realidad por cada sujeto, acorde con el referido raciovitalismo, y a su vez la senda para entender el carácter relativo de la apreciación de la realidad por parte de cada individuo (perspectivismo).

Ortega no fue ajeno al fenómeno del Derecho. Más allá de consideraciones de naturaleza política, enmarcadas en los acontecimientos de entonces -su circunstancia-, desde un plano general, Ortega consideró que el nacimiento del Derecho, que otros pensadores habían estimado como una aséptica lógica consecuencia de la vida del hombre en sociedad, procedía de la desesperanza humana, de la incapacidad racionalizada y comprendida por el hombre de no llegar por otros medios a soluciones pacíficas, por lo que resultaba imprescindible crear un sistema que permitiera la convivencia y evitara la natural confrontación:

"El Derecho presupone la desesperanza ante lo humano. Cuando los hombres llegan a desconfiar mutuamente de su propia humanidad, procuran interponer entre sí, para poder tratarse y traficar, algo premeditadamente inhumano: la ley".

Por lo tanto, el Derecho en Ortega es, desde luego, fruto de la sociedad, obra humana, pero tampoco desvinculada del denominado Derecho Natural, pues la fragmentaria conciencia individual es capaz de hacer surgir, de concebir, un sistema normativo que dirija la vida colectiva, consciente del conflicto inevitable y de la desesperación derivada de esa apreciación de la realidad; esa noción o concepto jurídico se encuentra en el mundo de las ideas, surge de manera innata, y por lo tanto es algo “dado”, procedente del ser fundamental.

La fuente del Derecho se encuentra, de este modo, no en la norma jurídica ni en su apreciación por los jueces, sino en la conciencia social, a la que llega de la forma expuesta. Así lo relata el propio filósofo:

"Para que el Derecho o una rama del Derecho exista es preciso, primero, que  algunos hombres especialmente inspirados, descubran ciertas ideas o principios de Derecho; segundo, la propaganda o expansión de esas ideas de Derecho sobre la colectividad en cuestión; tercero, que esa expansión llegue de tal modo a ser predominante, que aquellas ideas de Derecho se consoliden en forma de opinión pública. Entonces y solo entonces podemos hablar, en la plenitud del término, de Derecho, es decir, de norma vigente. No importa que no haya legislador, no importa que no haya jueces. Si aquellas ideas señorearan de verdad las almas, actuaran inevitablemente como instancias para la conducta a las que se puede recurrir, y esta es la verdadera sustancia del Derecho".




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.